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¿Había servido de algo que el reverendo hubiera intentado seguir el consejo de Epicteto, el de tener presente cada día la muerte, el exilio y los contratiempos, considerándolos una condición de su contrato espiritual con el mundo en su actual configuración? Cuando se aproximó, centelleando, la vela francesa, y la muerte —nunca del todo invisible— se impuso sobre el runrún a proa y popa, sin que hubiera ningún lugar totalmente seguro y sólo el mar, en absoluto servicial, como medio de huida, entre los chillidos de soprano que lanzaban los muchachos encargados de acarrear la pólvora, envueltos en el olor de la madera chamuscada y en el hálito de fuego que exhalaban las bocas de los cañones…, ¿en qué medida, se preguntaba ahora, sus oraciones cotidianas habían sido finalmente útiles en medio del caos que reinaba en el bien aparejado Seahorse?

—Por supuesto —les dice a los muchachos—, las plegarias fueron lo que nos permitió salir del apuro.

—Yo me habría puesto a rezar —murmura el primo Ethelmer, sorprendiendo un tanto a Tenebrae.

Desde que Ethelmer apareció en el umbral hace dos días, cuando la muchacha estaba absorta en una difícil labor de pespunte, a su regreso de la universidad en los Jerseys, el joven ha sido, por lo demás, la audacia personificada.

—¿No hubieses tomado una mecha? ¿No hubieras corrido de un lado a otro de las cubiertas, gritando y encendiendo los cañones al pasar? Primo…

Los gemelos intercambian miradas, fingiendo que están asombrados.

Ethelmer sonríe y señala afablemente con el pulgar al reverendo y, ya menos seguro, al señor LeSpark, su tío, como si dijera: «Estamos rodeados de hombres piadosos, y ya sabemos que éstos no desean oír jamás nada que encienda la sangre».

Brae desvía la vista, pero sigue mirándole por el rabillo del ojo, como diciéndole: «Chico, la sangre puede “encenderse” tan silenciosamente como sea necesario…».

El señor LeSpark hizo su fortuna unos años antes de la guerra vendiendo armas a franceses y británicos, colonos e indios por igual: cuchillos, tomahawks, fusiles, cañones del viejo estilo holandés, granadas y bombas pequeñas. «No se preocupe por el diámetro», le gustaba asegurar a sus clientes. Si existen libros de contabilidad en los que las bajas humanas sean las unidades de cambio, entonces, le parece a Ethelmer, su tío está muy atrasado en los pagos. Ethelmer ha oído hablar de delitos cometidos en el pasado, pero no podía venirle a su anfitrión con acusaciones. Todo el mundo «lo sabe», es decir, que si se considera al tío Wade como una suma de relatos familiares, todo el mundo lo recuerda. Algunas aventuras han confluido en una «leyenda», difícil de conciliar con el tío de carne y hueso, quien le envía letras de cambio relativas a caprichos inescrutables que siempre toman al sobrino por sorpresa, frecuenta las carreras de caballos que se celebran en Maryland (cierta vez dio de comer manzanas al gran Selim), y últimamente no le importa que Ethelmer visite con él las cuadras. En las reuniones cuáqueras del otoño pasado, muchachas con vistosos atuendos, más extravagantes de lo que él habría creído posible, saludaron a Ethelmer agitando la mano, le sonrieron e incluso se acercaron a él, atrevidas como gatas de ciudad, para trabar conversación. Ethelmer, pese a su juventud, fue lo bastante astuto para darse cuenta de que a ellas les atraía su llaneza, tal vez incluso cierta idea que se habían hecho de su inocencia, y no se percataban de que ésta había desaparecido, e incluso gratamente, mucho tiempo atrás.

—¡Cómo! ¿Eso quiere ese hombre?

Mason asiente, con una sonrisa desabrida.

—¿De nuestro capital para gastos? ¿Nos quedará luego lo suficiente para velas y jabón?

—Nadie lo sabe con certeza, pues el capitán Smith no se ha presentado ante el Consejo. En su lugar, se presentó su hermano y leyó la carta del capitán —le explica Mason.

—¿Cien libras… cada uno?

—Cien guineas.

—¿Quiere eso decir que esperan que alguien haga una contraoferta? ¿Quién podría ser, si no somos nosotros?

—Pues tendrá que hacerse cargo la Royal Society o la Armada Real.

Por lo que Mason ha oído decir, los miembros del Consejo de la Royal Society iban de un lado a otro, como aves de corral perplejas, repitiendo con indignación: «¡Parte proporcional! ¿Una paaarte proooporcional?».

«Dejando a ese…, a ese capitán de guarnición el derecho de desembolsarlo, como dice él, a su gusto».

«¡Menudo capitán! A fe mía que está a punto de convertirse en soldado raso».

En el hueco de la gran escalera resuenan voces quejumbrosas, el tintineo de la vajilla de plata, (azúcar pilón y pastitas surtidas, café perfumado con coñac francés), el golpeteo de bastones; motas de polvo de peluca danzan a millares a la luz de las velas.

—Y suscitó enseguida en el Consejo cierta sospecha, que este capitán no se merece, ni que decir tiene, aunque…

«… No se distingue fácilmente de la despreciable extorsión».

«… La clase de conducta que Lord Anson siempre se ha propuesto erradicar…».

—… y otras observaciones por el estilo —cuenta Mason—. Por fin pudieron nombrar un comité de dos miembros para que hablaran con Lord Anson, quien se tomó la molestia de informarles de que la Armada Real espera de un capitán de buque de guerra que se costee su alimentación.

«¿De veras?», dijo el señor Mead. «No sabía tal cosa, Milord. ¿Está usted totalmente…? No quería decir eso, pues claro que está usted seguro, sino que más bien…».

El señor White intentó acudir en su ayuda.

«Lo que mi compañero quiere decir es que hasta ahora habíamos creído que la Armada…».

«¡Ay, caballeros!», replicó el Primer Lord. «Es uno de los muchos sacrificios que requiere esa extraña servidumbre que llamamos “mando”. En cualquier caso, dependerá en gran medida de lo que se proponga beber el capitán, y del número de cabezas de ganado de que desee rodearse. No es de recibo, por ejemplo, que uno duerma sobre mierda de cabra mientras trata de disparar diez o doce cañones en la secuencia adecuada. Al mismo tiempo, no podemos permitir que nuestros capitanes de fragata adopten los hábitos de los matones callejeros, y esta manera de abordar a los invitados…, ciertamente parece un poco singular. Haremos que Stephens o alguien entregue una nota al capitán, ¿no es cierto?, invocando con delicadeza, por supuesto, mi propio rayo, a punto de caer sobre él».

—Cielo santo. —El capitán Smith, que se halla en el alcázar del barco, bajo el roñoso sol invernal, tiene la carta en la mano, agitada por la brisa que viene de Londres y que se abre paso por algún lugar entre un picudo convoy de nubes. El hombre emite un constante murmullo, como si estuviera descontento de la Providencia—. Y sin embargo, lo sabía, ¿o no? ¡Ah! ¡Me han entendido mal!

Lejos de haberse propuesto ninguna extorsión, el capitán (fantasías de un corazón no adiestrado en la astucia) más bien imaginaba que cada día, durante todo el viaje, los tres comerían juntos en los aposentos de él, donde beberían Madeira, entonarían canciones, intercambiarían ingeniosas ocurrencias y teorías sobre las estrellas (¿sobre qué otras cosas, si no?), pues era un hombre de tal inclinación filosófica, y estaba tan deseoso de conversar que no se le había ocurrido siquiera que fuese posible disponer las cosas de otro modo…

—Había supuesto, neciamente, que a cada uno le correspondía correr con un tercio de los gastos, y sólo me proponía pedir vuestra parte de lo que calculaba gastar, de mí peculio personal, en sus personas, al margen de que en ciertos comercios, si comprara para tres, me harían descuento… En fin, dejémoslo. Lo he hecho con las mejores intenciones, caballeros. No pretendía ofender al Primer Lord, nuestro circunnavegante, al fin y al cabo, mi héroe cuando era un muchacho…

—Lo lamentamos, señor —se disculpa Dixon—. Me he dejado llevar por el nerviosismo.

Mason alza la cabeza, sorprendido.

—Muy virtuoso —le dice a Dixon—, habida cuenta de que tus gritos podían oírse más allá de la isla de Wight. Ahora bien, puesto que no he sido consultado previamente, ¿acaso esperas que me una a esta festiva manifestación de afecto hacia el capitán?

Dixon y el capitán, como dos conspiradores, le sonríen dulcemente, hasta que Mason no puede soportarlo más.

—Muy bien, aunque alguien debería haberle hablado, capitán, de esa anemia rutabágea que aflige al colectivo de los que tenemos por oficio mirar a través de lentes. Entonces tal vez no se habría producido el malentendido.

—¡Qué amable, señor Mason! —exclama Dixon cordialmente.

—Muy generoso —añade el capitán.

Por fin acuerdan que los asignarán al rancho del alférez de navío, a cuenta del barco, es decir, de la Armada, y se turnarán con los demás oficiales de mayor rango para cenar con el capitán, cuyos sueños de disfrutar de una travesía larga y sin incidentes, rebosante de conversación filosófica, se habrían visto de este modo en parte insatisfechos aunque el l’Grand no hubiera emergido nunca por encima del horizonte.

El 8 de diciembre, el capitán recibe un mensaje especial del Almirantazgo, en el que le ordenan que no zarpe.

—Además —informa a Mason y Dixon—, Bencoolen está en manos de los franceses, y el mensaje no menciona ningún plan para recuperar pronto la plaza. Lo lamento.

—Lo sabía… —musita Dixon, y se aleja moviendo la cabeza.

—Todavía podemos llegar a tiempo al Cabo de Buena Esperanza —dice el capitán Smith—. Lo más probable es que ése sea nuestro destino. Lo sabremos cuando den la orden, si es que lo hacen.

—Nadie más irá allá para observar —dice Mason—. Es curioso, ¿verdad? Parecería lógico que hubiera allí un equipo científico de alguna parte.

El capitán Smith desvía la mirada, como si se sintiera azorado.

—Tal vez lo haya —apunta, con la mayor suavidad posible.

Cuando navegan por el Canal, un marinero les informa:

—Sí, y ésa es la Cola del Rayo, donde se hundió el Ramillies en febrero de este año, con una pérdida de setecientas almas. Soplaba viento del sudoeste, el piloto no podía ver…, decidió a ciegas cuál era el cabo, confundió el Rayo con Rame Head y lo perdió todo.

—Ésta es, legua tras legua, la extensión de agua más peligrosa del mundo —se queja otro marinero—. Bancos de arena y toda clase de corrientes. No estaré tranquilo hasta que dejemos atrás la punta Start y nos encaminemos al mar abierto.

—¿Será capaz ese muchacho de sacarnos de aquí?

—Bueno, el joven Smith se ha pasado la vida navegando en un barco carbonero. Si sigue vivo, debe de ser porque ha aprendido algo.

Por fin rebasan la punta Start, dejando a estribor la cresta de las colinas, y el barco avanza impulsado por el viento del Canal, el sol se pone en las cimas —un oro y un azul cuyo brillo intenso jamás han visto los dos hombres de tierra firme en tierra—, con el frío vivificante de la noche que se aproxima, la posibilidad de que, por la mañana, sople un viento muy fuerte…, entonces los marineros del Seahorse, cantan «Sumatra»,

Donde todas las muchachas

se parecen a Cleo-pa-tra,

y al terminar, taz a taz,

a por otra el doble de procaz,

tra la-la la-la la-la

la la la, la…

Desde el día en que se puso al mando del Seahorse, el capitán Smith ha vivido en un pulcro rincón del Infierno que antes le era desconocido. Abandonó el muelle barrido por la lluvia, remó internándose en los bamboleantes bosques de mástiles y vergas de Spithead, entre aguas de albañal, brea y el hálito del viento, buscando con creciente desesperación algún atisbo alentador de su nuevo puesto de mando, hasta que por fin se vio obligado a aceptar que aquel alejado y zarrapastroso barco de ínfima categoría que se lanzaba como una bestia atada contra sus cables de anclaje era el Seahorse. Sin embargo, sin embargo…, a través del rocío cristalino, qué dorada, persistente y, si existe la Gloria, gloriosa luminosidad le da el fuego de San Telmo… y él conoce ese barco, debe de haberlo visto en un sueño, ¿cómo podría ser de otro modo? Y la luz blanquea el dolor, el fracaso y el temor hasta hacerlos desaparecer…

Le recibió en el alcázar un joven displicente y de aspecto rústico reclutado poco tiempo atrás por una patrulla de leva que recorrió Wapping.

—¡Que me aspen! —exclamó el joven—. ¡Mira esto, muchacho! ¡Un oficial que sabe lo bastante para llegar hasta aquí bajo la lluvia!

El capitán Smith, tratando de no alzar la voz, replicó:

—¿Cómo se llama, marinero?

—Algunos me llaman Guiñón. ¿Y usted quién es?

—Escucha, Guiñón…, soy el capitán de este barco.

—Vaya, pues tiene usted un buen empleo —le dijo el joven marinero, y le aconsejó—: No lo joda.

Un consejo juicioso. Ahora el capitán deambula por su pequeño buque corsario como un espectro que casi pasa desapercibido, ya silencioso en el alcázar, ya inclinado, a altas horas y con aplicación, sobre las fórmulas de la distancia lunar.

—Desea que le tomen por un hombre de ciencia —opina el reverendo en su primer encuentro con los astrónomos—, tal vez incluso intenta causarles a ustedes una buena impresión. Quizá quiera que lo mencionen en un informe a la Royal Society…, bueno, ya saben, esa clase de cosas.

El capitán Smith ha preferido integrarse en el bando ingenioso y filosófico de la profesión naval, en lugar del tradicional y sanguinario, y aunque lucharía de manera honorable, no considera que su mejor pasatiempo sea la guerra.

No obstante, el barco tiene fama de valeroso, e hizo gala de su valor en Quebec, muy intrépido se mostró bajo el fuego de las baterías francesas de Beauport, como parte de una diversión estratégica, mientras el verdadero ataque tenía lugar en el otro flanco, desde los barcos que transportaban las tropas, que habían navegado por delante de la ciudad, más allá, aguas arriba. Desde entonces, la fama del Seahorse está asegurada. Ha cumplido con su deber al servicio de un milagro en aquel año de los milagros, 1759, en cuyos Idus de marzo el doctor Johnson observó: «Ningún hombre que sepa ingeniárselas para acabar en la cárcel querrá hacerse marino; pues estar en un barco es estar en una cárcel, y con el riesgo de morir ahogado».

Algunos lo llamarían fragata, aunque oficialmente le faltan un par de cañones para serlo, lo cual induce a otros a añadirle otro nombre, esquife, ese botecillo al que los marineros ingleses llaman cariñosamente «el burro». Ni los nombres ni su modesto desplazamiento le han impedido mezclarse con barcos de mayor calado. El capitán Smith comprendió hace mucho que, sí bien un caballito de mar puede nacer con el espíritu de un semental árabe, a veces también debe trabajar como un burro, un animal que destaca tanto por su testarudez en una discusión, como por el ardid de volverse y usar los cuartos traseros a modo de arma.

—En consecuencia, quiero que los mejores artilleros se encarguen de los cañones de popa. Que este burro arree al enemigo una coz letal.

Sin embargo, cuando se recorta la silueta del l’Grand, la sorpresa que se lleva el capitán no es minúscula. Se pregunta por qué razón Monsieur se toma la molestia, y sabe que la respuesta es «especialista en fragatas», y por lo tanto debe llevar a la práctica su especialidad, como está mandado. A cambio de la libertad de errar por los mares, uno estaba sometido a un código tan estricto como el de los caballeros medievales. El lema del Seahorse, amorosamente bordado por cierta costurera de Southsea, y fijado encima de la cama de su camarote, dice «Eques sit aequus».

—Esto de eques —dice el joven y solícito reverendo Wicks Cherrycoke— significa «jinete armado».

—Que recorre las tierras como el marinero de una fragata recorre los mares —sugiere Dixon.

—Más adelante, en la antigua Roma, llegó a significar una clase de caballero, situado en algún punto entre el pueblo llano y el Senado. Sit quiere decir «sea» y aequus significa «justo» y quizá también «sosegado». Así pues, podemos decir que el lema de su barco significa: «Que el caballero del mar que gobierna este caballito de mar sea siempre equitativo»…

—… ¿y procure no perder los estribos incluso con los subordinados atolondrados? —gruñe el capitán, dirigiéndose al alférez de navío Unchleigh, quien permanece cerca de él, haciendo tímidas señas para llamarle la atención.

—Ejem, aunque unos sostienen que eso que hay ahí, al sudoeste, parece una vela, otros insisten en que es una nube…

—Por todos los diablos, Unchleigh —replica el capitán Smith en voz baja, tomando su vaso—. Si es un barco francés, nos ha visto y viene hacia aquí a toda vela.

—Eso ya lo sabía —dice el alférez.

—A ver, escuche bien esto. Suba al mástil y dígame exactamente qué es y dónde se encuentra. Que le acompañe Bodine, con un reloj y una brújula, y si resulta ser una vela, procure obtener unas posiciones magnéticas bien espaciadas, como corresponde a un buen alférez. Observarán, caballeros, hasta qué punto somos aquí científicos. Sin embargo —añade, volviéndose hacia un grupo de marineros que restriegan la cubierta con piedra de arena—, las viejas creencias persisten. ¡Así pues, atento, Bongo! ¡Sí! ¡Sí, el capitán desea que el excelente Bongo husmee el viento!

—¡Sí, sí, capitán! —grita el tripulante indio a quien acaba de dirigirse Smith, y, saltando a barlovento, se sube a la borda y, aferrado a las cuerdas, se inclina cuanto puede, restallante el trapo que lleva alrededor de la cabeza, y casi de inmediato se vuelve con una expresión de júbilo salvaje—. ¡Gabachos!

—Todo a babor —ordena el capitán, mientras desde la cofa mayor llega el informe de que el objeto tiene todo el aspecto de una vela, por lo menos y hasta ahora sin compañía, y que además navega rápidamente con la intención de interceptar al Seahorse—. Caballeros, les estaría muy agradecido si buscaran la manera de ser útiles abajo.

Se inician los redobles de tambor. Los muchachos ingleses nunca han estado lejos del mar y han crecido oyendo historias de batallas, piratas e islas ante las costas del Paraíso, por lo que saben lo que promete eso de «abajo».

Al principio sólo parece un barco de juguete, un destino de juguete… juanetes y estayes van haciendo fuerza de vela, pero el viento se mantiene obstinado en sudsudoeste, el Seahorse no puede avanzar contra él en esta agua de corrientes traicioneras, mientras que el l’Grand acaba de zarpar de Brest, con el viento en el lado de babor.

—Les costó muy poco trabajo llegar a nuestra altura, situarse a sotavento, posición desde la que los franceses prefieren trabar combate, e iniciar sus andanadas, a las que el Seahorse respondió del mismo modo. ¡Una hora y media de cañonazos, devastación y mástiles derribados!

—¡La sangre fluyendo por los imbornales! —exclama Pitt.

—¿Te columpiabas en un cabo con un cuchillo entre los dientes? —pregunta Plinio.

—Pues claro que sí, y con una pistola en la bota.

—¡Tío!… —le regaña Brae.

El reverendo se limita a sonreír. Una razón de que los seres humanos permanezcan jóvenes durante tanto tiempo es porque los jóvenes son muy útiles, entre otras cosas porque aportan a diario, con sus alusiones a las criaturas malignas y a la degollina que tanto les gustan, un rechazo de la muerte lo bastante clamoroso para permitir que sus mayores escapen a su atención, aunque cada vez sólo sea por unos instantes.

—Lamento deciros, muchachos, que me encontraba en las profundidades del barco, y muy ocupado en aplicar curas, aprendiendo lo que necesitaba saber sobre la marcha. Al finalizar el ataque no quedaba nada salvo mi fe, que se alzaba entre el pánico más negro y absoluto y yo. Posteriormente extraje unas conclusiones más abstractas de lo que había sucedido, fuera lo que fuese, en aquella parcela de océano secular.

»Observé, impotente, cómo nos trabábamos con el l’Grand, y noté que a cada fracción de segundo la muerte se hacía palpable de nuevas maneras… Pronto estuvimos lo bastante cerca para oír los crujidos y tintineos del aparejo artillero y el ruido que producían las ruedecillas de las cureñas en la cubierta, luego pudimos ver los extremos de las baquetas que retrocedían a través de las cañoneras y desaparecían al tiempo que los marineros empujaban en su lugar los cartuchos y tacos, y nos llegaba la jerigonza extranjera cuando nos aproximábamos aún más…

»Las andanadas se sucedían, interrumpidas por los cambios de bordada a fin de presentar los cañones del otro lado, unas pausas en absoluto silenciosas durante las que oíamos los ruidos sordos de la recarga, los gritos de los heridos y moribundos, y éramos presa de náuseas, no podíamos hablar, nos corría el sudor…, y luego volvían las andanadas. Cada vez que el fuego cesaba, durante un minuto abrigábamos la esperanza de que hubiera finalizado el combate y hubiésemos salido bien librados…, hasta que oíamos el movimiento del aparejo artillero y, en la oscuridad, teníamos la sensación de que la cubierta se ladeaba e intentaba hacernos perder el equilibrio y arrojarnos al retumbante oleaje, por delante de los cañones, vibrando de un modo que ya casi esperábamos, y cuando cesaba la vibración, permanecíamos inmóviles, sin osar respirar, temerosos de lo que podría ocurrir a continuación.

»Entretanto, los astrónomos y yo hacíamos penosos esfuerzos por contener los intestinos, para no ser los primeros en ensuciarnos los calzones delante de los otros, mientras los mástiles se venían abajo con estrépito y los cañonazos que sacudían el barco eran como puños crueles que nos golpeaban los oídos y hacían saltar las cucarachas por encima de nuestras cabezas, unos golpes cuya maldad personal asustaba más que su mayor o menor violencia, y el barco, un gran animal marino doliente, soltaba roncos chillidos, gritos de texturas casi idénticas a las de la voz humana en momentos de gran tensión.

Dixon se dirige a Sumatra con un miembro de la Iglesia anglicana, es decir, la Predecesora de los Disturbios, un desconocido con quien, además, apenas unas horas atrás estaba de parranda, y los dos se divertían «exactamente como marineros», por vergonzoso que sea decirlo, pero, no obstante, decantándose por el alegre compañerismo, decidirá seguir el consejo de Fox y responder con su actitud a «lo divino» que hay en Mason, lo cual no le resulta nada difícil, y menos aún cuando están en medio de un combate y ambos se enfrentan a los mismos riesgos de muerte inminente.

Destrucción, ruido y temor. Los astrónomos permanecen bajo las cubiertas, con los nervios alterados, cediendo a unas audaces fuerzas, invisibles pero importantes y rápidas, con cuya competencia han tenido la mala suerte de tropezar en algún reino fantasmagórico, y deseosos de mantenerse impávidos pero activos. Las bajas empiezan a llenar la enfermería y las heridas que presentan son inconcebibles, debidas a astillas de roble, trozos de cadenas y metralla, y de la misma manera que la sangre avanza como el crepúsculo nocturno para adueñarse de todas las superficies, así aumenta la facilidad de ceder al pánico. Es preciso un esfuerzo para actuar de manera racional, o incluso para encontrar los modos de ser útil, pero una pausa momentánea a fin de volver a concentrarse basta para mostrarles a cada uno de ellos cómo pueden al menos mantenerse al margen y no ser un obstáculo, cómo ahorrarle unos pasos al ayudante del cirujano o llevar recados a otras partes del barco y traerlos.

Cuando cesa el fuego artillero, y las vigas de roble se estremecen tras la persecución, el pañol está lleno de hombres ensangrentados, entre ellos el captan Smith, que tiene una gran astilla en la pierna y está más que ligeramente enojado.

—He perdido treinta tripulantes. ¿Son ustedes dos en verdad tan importantes?

En la cubierta humean los cadáveres, hay destrozos por doquier, jirones de velas y cabos chamuscados restallan bajo el viento que se lleva al francés.

¿Cuál puede haber sido la conversación que mantuvieron el capitán inglés y el jefe francés? Éste lucía la orden del Espíritu Santo, la paloma blanca claramente visible por medio del catalejo, era Saint-Foux, casi con toda seguridad, aunque al mando de un barco distinto al habitual. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso lo que el francés había dicho realmente era: «Francia no está en guerra con las ciencias»? Unas palabras tan magnánimas, y sin embargo…

Se mostró desdeñoso, y movía los guantes a uno y otro lado. «Estoy pegdiendo el tiempo», dijo. «Ustedes sont pesesitos, así que los devuelvo al mag. Tal ves un día nos volvamos a veg, cuando sean peses gogdos, como yo. Entretanto, me doy a la vela. ¡Pesesitos! Adieu!».

—De todos modos —replicó el capitán Smith—, debo perseguirlos.

—Debe y, por supuesto, puede —le respondió uno de aquellos franceses, encogiéndose de hombros.

Pero el barco ha quedado en muy malas condiciones. Contemplan cómo la elipse perfecta de la popa del l’Grand se empequeñece en la oscuridad. Finalmente, mucho antes de la guardia de media, el capitán Smith suspende la persecución y viran de nuevo. El viento se ha mantenido estable y, con las velas que les quedan, regresan al astillero de Plymouth.

A raíz de este incidente, algunos señalaron que hubo otro barco y que el francés, suponiendo que era un buque británico, se apartó y puso proa a Brest tan rápidamente como se lo permitía su estado. Algunos marineros del Seahorse creyeron haber visto ese tercer barco, pero la mayoría no. («Tal vez fuera nuestro ángel de la guarda», comenta el reverendo, «con juanetes vez de alas»).

Un año atrás, la moral a bordo del l’Grand, que para empezar nunca había sido muy alta, sufrió al parecer un golpe letal al enterarse del desastre sufrido por la flota de Brest en la bahía de Quiberon. Al calcular las posibilidades del l’Grand con respecto al Seahorse, los Tahúres Invisibles que apuestan a diario sobre las acciones del comercio y del Gobierno sin duda restaron parte de la ventaja que le daban los cañones y la potencia de fuego, al observar que una tripulación tan melancólica no es la garantía más segura a la hora de vencer en una disputa naval. No obstante, si se le considera un ser sensible, el navío francés siguió comportándose como un marinero menudo pero belicoso en una taberna, siempre au qui vive para las trifulcas, sin alcanzar jamás toda la gloria que desea, siempre téton dernier de la escuadra, siempre elegido para las misiones menos prometedoras, desde patrullas de embargo frente a costas por debajo del Ecuador, cubiertas de calina en el alba rojiza, hasta intentos de rescate bajo las sombra que proyectan las monumentales olas de las tormentas invernales en el Atlántico, sin recibir jamás una palabra de agradecimiento o de consideración, navegando penosamente, y ahora avanza, solo en medio de la noche, de regreso a Brest para hacerse con nuevos mástiles y aparejo y tripulantes.

Ooh,

la

Fran…

ce-ance! (con una leve mordacidad afable en el segundo ance),

Ne

fait pas la guerre,

contre les Sci-

en-

ces-ences!

Eso cantan sin cesar, hasta que el barco llega al puerto y se dirige hacia el muelle, entonado en las rudas cadencias de los marineros, que sienten un dolor no del todo físico, todos ellos humillados, conscientes de la realidad, pero incapaces de librarse del pegadizo fragmento, cuya letra ha pasado en el acto a formar parte del cuerpo de grandes Citas Cómicas Navales, que un día incluirá también «Todavía no he empezado a luchar» y «Algo malo les ocurre a nuestros malditos barcos, Chatfield».

Ya muy entrada la noche, Mason y Dixon, oficialmente relevados de sus tareas como ayudantes del médico, y reacios a separarse, suben tambaleándose a la cubierta, exhaustos y riéndose de nada o de todo, porque están vivos cuando muy fácilmente podrían haber muerto. A pesar de la acometida del viento salobre, aquí les es tan imposible como abajo librarse del hedor que impregna las velas dañadas, del olor a entrañas de árboles y hombres… Tienen que sostenerse mutuamente hasta que uno de ellos encuentra algo donde apoyarse.

—Y bien, ¿qué es esto? —inquiere Mason.

—¿Algo muy parecido al tránsito de Marte, quizás?

—Y con nosotros cruzando su faz.

—Si fuese un joven menos alegre, casi habría pensado…

—También yo he pensado en eso.

—Sabían que los franceses habían tomado Bencoolen. ¿Qué más sabían? Eso me gustaría saber.

—¿Te estás apropiando de esa botella por razones que quizá no desee oír o…? Ah, gracias.

Van pasándose la botella y, cuando está vacía, la arrojan al mar y abren otra.