3

Yo no estaba presente cuando se conocieron, o por lo menos no lo estaba de la manera en que habitualmente se entiende por eso. Más adelante me contaron los dos cómo recordaban su encuentro. En lo que, según mis proyectos, se convertiría en una especie de Diario espiritual, intenté dejar constancia de lo que recordaba haberles oído decir, aunque con demasiada frecuencia la fatiga de la jornada abreviaba las anotaciones.

(«¡Y también escribía dormido!», exclaman los gemelos).

¡Ah, niños! En aquellos días incluso soñaba, pero sólo mucho después de que se acabara el día.

Sea como fuere, apenas se han conocido, en la taberna de la posada en la que se aloja Mason en Portsmouth, cuando Mason se revela como un viejo zorro londinense, en contraste con la clara estupefacción que muestra Dixon ante la ciudad:

—Pues sí, un tipo me escupió en los zapatos…, otro empujaba a los transeúntes al arroyo, y algunos dan la sensación de que sólo mirarlos ya es peligroso… ¿Cómo puede vivir tanta gente tan apretada, un día tras otro, sin que todos se vuelvan asesinos?

—Bueno, si uno lo desea, puede sentirse insultado a cada paso, recibir desde miradas insolentes hasta un ataque mortal, una ininterrumpida orgía de insultos. Sin embargo, ¿cómo va uno a llamar a cada ofensor por turno, o a elegir entre ellos, y obedeciendo a qué criterio? Así pues, no tardas en comprender, como una condición más del contrato establecido entre la ciudad y tú, que eso cumple una función de mera densidad y te asegura que jamás tendrás tiempo suficiente para reconocer (y no digamos para sentirte agraviado por ella) semejante loca variedad de ofensas.

—Perfecto… En fin, allá en Bishop uno tardaba la mitad de la noche en dar con una excusa para abofetear a alguien, mientras que en Londres, ¡bueno!, a fe mía que esto es el paraíso de los pendencieros.

—Entonces seguro que le gustará ver la Calle Mayor de las Palizas… ¡y Tyburn, por supuesto! Añada esto a su lista.

—¿Es un lugar atractivo?

Mason le cuenta, aunque sin explicarle el motivo preciso, que durante el último año, tal vez algo más, ha asistido con regularidad a las ejecuciones en la horca que tienen lugar los viernes en ese melancólico lugar, donde no tardaba en trabar conversación con los verdugos y sus aprendices mientras les invitaba a una jarras en el local que éstos frecuentaban, La Jarra de Bridport, de tal manera que había alcanzado cierta horripilante familiaridad con ese arte. Mason se ha visto empujado y transportado en medio de los grupos de marineros alborotados que intentaban arrancar a las cuadrillas de estudiantes de medicina los cadáveres de compañeros de tripulación que habían sufrido un percance en tierra, demasiado alejados de la seguridad del mar, y agentes tanto públicos como privados han asaltado su bolsa y su persona. Y, sin embargo, le dice a Dixon:

—No hay nada igual, es Londres en su estado más puro. Debe ir allí conmigo cuanto antes.

Tomándolo por la broma que sin duda debe ser, Dixon se ríe.

—¡Ja, ja! Vaya, ésa si que es buena. Muy bien, hombre.

Mason se encoge de hombros y levanta las palmas de las manos.

—Lo digo en serio. Peor aún, lo digo completamente sobrio. La primera vez que uno visita la ciudad no puede perderse un ahorcamiento. Vamos, señor, ¿qué es lo primero que le preguntarán cuando regrese al condado de Durham? ¿Eh? «¿Los vistes tieeesos, colgaos de la sooga en Taaburn?».

¿Se debe acaso a que ha pasado demasiadas noches solo en lo alto de aquella célebre colina de Greenwich? ¿Es posible que este hombre, que habita en una de las grandes ciudades de la Cristiandad, no sepa comportarse cuando está en compañía? Dixon decide exteriorizar sólo irritación.

—Nooo, qué va, lo primero que me preguntarán es: «¿Tú t’enteras de lo que dicen esos d’allá abajo cuando le dan a la lengua?».

—Hombre, por Dios, no pretendía… —se excusa Mason.

Así, pues, Dixon, por segunda vez en diez minutos, se echa a reír sin el acicate del júbilo sincero, y esta vez es una risa sesgada y condescendiente que significa: «A ver cómo lo arregla, señor Mason», la risa de un hombre contratado para hacer que otro parezca mejor por contraste. Pero Dixon, siente que tiene el deber de restablecer la cordialidad entre ellos, y empieza a contar:

—Bueno, pues resulta que un jesuita, un corso y un chino se dirigen a Bath y viajan en un gran carruaje. El cuarto pasajero es una dama inglesa muy decorosa, que no para de dirigirles miradas escandalizadas. Finalmente, incapaz de seguir aguantándolo, el corso, que es el más impetuoso de los tres, exclama, y ahora espero que me excuse mi acento corso: «¡Eh, señora! ¿Qu’está mirando?». Y ella le dice…

Mason se ha alejado unos pasos.

—¿Se ha vuelto loco? —le susurra—. La gente nos mira. Estamos llamando la atención de los marineros.

—¡Vaya! —Dixon arruga su enrojecida nariz—. Entonces ya lo conoce. Disculpe. —Intenta tomar el brazo de Mason, pero éste se aparta como si retrocediera ante el peligro y de una manera tan involuntaria como un estornudo. Dixon, sudoroso, desiste de la idea—. En fin, tardé semanas de estudio en entender ese chiste, pero veo que tiene usted un ágil cerebro dentro de la calamocha, y me satisface trabajar con semejante eminencia… —Sonríe resueltamente, y ha pronunciado el «usted» como si fuese una palabra tomada en préstamo de otra lengua.

Los dos se sientan y se miran, cada uno con una impresión muy errada del otro, como si no tuvieran del todo clara la manera correcta de distribuir la autoridad entre ellos. Dixon gana en altura al otro por un par de pulgadas y, más que erguirse como un poste, se inclina. Viste levita roja de corte militar, con brocados y botones de plata, un tricornio rojo a juego en el que lleva prendida una vistosa escarapela de las que suelen usarse en el norte de Inglaterra. Será el primero en llamar la atención del común de las gentes, por lo que a menudo los desconocidos que en el futuro se cruzarán con ellos los recordarán como Dixon y Mason. Pero el uniforme no corresponde ni a su fe cuáquera ni a su condición actual, la de un haragán civil que ha crecido desproporcionadamente y a quien se le ve demasiado a menudo, ¡ay!, entre los devotos de la taberna.

A Dixon, por su parte, parece haberle decepcionado Mason, o eso teme el astrónomo, siempre inclinado al recelo.

—¿Qué sucede? ¿Qué está mirando? Mira usted mi peluca, ¿no es cierto? —pregunta.

—No lleva usted peluca…

—¡Exacto! Ha reparado en ello. Me ha estado observando de una manera extraña y, no obstante, debo concluir, significativa.

—La verdad, ¿sabe usted?, es que esperaba a alguien un poco más… peculiar…

Mason le mira con los ojos entrecerrados.

—¿No soy lo bastante peculiar para usted?

—Bueno, reconozca que el puesto que ocupa usted es bastante peculiar. ¿Cuántos astrónomos reales hay? ¿Y cuántos ayudantes de astrónomos reales puede haber? En primer lugar, uno ha de ser un bicho raro para pasarse toda la noche mirando las estrellas, ¿no le parece? En cambio, hay cientos de agrimensores correteando por ahí, son numerosos como las chinches y el doble de baratos, y además hay suficiente trabajo para todos ellos, sobre todo ahora que se tienden cercados en todo el condado de Durham, y en el norte de Yorkshire, ya lo creo, y se construyen miles de vallas, setos, zanjas corrientes y los llamados fosos con escarpa. Si me hubiera quedado en casa, podría haberme ganado bien la vida…

—Sí, me comentaron que tenía usted conocimientos de agrimensura —dice Mason—, pero…, pero ¿de eso se trata? ¿Setos? ¿Fosos con escarpa?

—Bueno, en realidad el auge de los fosos con escarpa de Durham remitió un tanto después de que Lord Lambton se cayera en el suyo, lo maldijera y lo mandara rellenar con residuos de carbón. ¿Acaso creía usted que yo era otro manipulador de la lente? No, Dios mío. Por supuesto, me han enseñado todo eso, lo de la mecánica celestial, y conozco a todos esos muchachos importantes, Laplace, Kepler, Aristarco y el otro individuo…, ¿cómo se llamaba? Pero eso es trigonometría, ¿no?

—Pero, usted… —¿Cómo iba a planteárselo con tacto?—. Supongo que usted habrá mirado alguna vez…, ejem…, por un…

Dixon le dirige una sonrisa estimulante.

—Sí, claro, el señor Emerson, mi viejo nuestro, tiene un buen telescopio, creo que es así como se llama, aunque está encajado en duelas de barril, y me he pasado muchas noches admirando las fases de Venus, sí, y también las lunas de Júpiter, las montañas y cráteres nuestra luna y… ¿vio usted aquel último eclipse? Bonito, ¿eh? También el señor Bird me ha dejado utilizar sus instrumentos, y de hecho, en estos últimos quince días, ha sido muy amable al ayudarme a ejercitar mis dotes de observación y cálculo, si bien de una manera tan implacable que durante varios días he dudado de si, al partir, seguíamos siendo amigos…

Mason, que había esperado encontrarse con un campesino tonto, cerril y lerdo está amigablemente sorprendido ante el pulcro Dixon que tiene delante, quien, por su parte, temía (pese a que había oído hablar de la peculiaridad de Mason) vérselas con otro trepador londinense emperifollado y contempla divertido el casi anodino atuendo de Mason: prendas de poco valor, todas de color ante y gris.

Mason asiente taciturno.

—Debo de parecerle un burro —se excusa.

—Si lo que me espera es tan sólo así de malo, puedo tolerarlo, siempre que los licores no se agoten.

—Ni el vino —añade Mason.

—El vino… —Ahora es Dixon el que mira a su compañero con los ojos entrecerrados, mientras Mason se pregunta, qué ha hecho—. «O vid, o grano, pero los dos juntos no es sano», como me dijo en más de una ocasión mi tío abuelo George —comenta Dixon—. «Si tomas vino y aguardiente, ojo al día siguiente». ¿Me dice usted que, de las dos clases de bebedores que existen, los de la uva y los del grano, pertenece usted a la Hermandad de la Uva? ¿Y que rara vez, o nunca, toma cerveza o licores?

—Así es, y yo diría que por suerte: dado que el suministro será limitado, habrá más cantidad para cada uno. Es como la pareja del proverbio, ¿no le parece? Jack Sprat no comía tocino de la pieza y su mujer no comía la carne magra.

—Ah, pero yo, si es necesario, tomaré vino, y ahora que hemos abordado el tema…

—… y ya que, al fin y al cabo, estamos en Portsmouth, no debe de hallarse muy lejos algún local donde cada uno pueda consumir el destilado vegetal de su preferencia.

Dixon mira al exterior y observa la luz menguante del sol invernal.

—¿No será demasiado temprano?

—Zarpamos hacia las Indias, y sabe Dios de qué dispondremos a bordo o en aquellas tierras. Tal vez sea nuestra última oportunidad de tomar una bebida civilizada.

—En ese caso, cuanto antes empecemos, tanto mejor.

A medida que oscurece y aparecen las primeras llamas de bujía, a veces reflejadas también en los vidrios de las ventanas, se intensifican los sonidos procedentes de establos y callejones y el humo de las chimeneas vaga por la atmósfera propia de los días navideños. La taberna se pone su manto nocturno de cambiante luz ambarina y sinuosos pliegues de penumbra. Mason y Dixon perciben un denso murmullo de expectación.

De súbito, una docena de faroles provistos de espejos, encendidos al mismo tiempo, rasga la oscuridad y en el espacio resplandeciente entra un terrier de Norfolk, un tanto desaliñado y con un brillo de picardía en los ojos, mientras desde algún lugar menos iluminado empieza a sonar una animada obertura para cuerno, clarinete y violoncelo, a cuyo ritmo el perro da unos pasos adelante y atrás en el brillante ámbito.

Preguntadme lo que os plazca,

pues soy el perro sabio inglés,

versado en todo, desde las pulgas

hasta la monogamia del rey,

príncipes persas, tortitas polacas,

la geomancia de los chinos,

judías brincadoras o máquinas voladoras,

todo cuanto desee vuestro capricho.

Puedo citaros a los clásicos

hasta empacharos los oídos.

Resuelvo también, dentro del coco,

senos versos logarítmicos.

¡Pero nada «ministerial», os lo ruego,

o esta noche pierdo el puesto

de perro sabio inglés, por cierto!

Tienen lugar las solicitudes habituales. ¿Conoce el perro dónde chupa la abeja? ¿Cuál es la integral de 1 partido por «libro», multiplicado por diferencial de «libro»?[4] ¿Está casado? Dixon observa que su futuro colaborador parece haber caído en una especie de estupor magnético, como podrían denominarlo los mesmerianos. Más de una vez Mason parece a punto de levantarse bruscamente y soltar algo que después decide guardarse hasta más avanzada la noche. Finalmente el perro se da cuenta, pero ve que Mason está demasiado excitado para hablar de un modo coherente. Tras dejarle parlotear durante un minuto, el perro exhala un profundo suspiro y le dice:

—Nos vemos luego, ahí al fondo.

—Sólo será un momento —le dice Mason a Dixon—. Puedo ir solo, si usted prefiere hacer alguna otra cosa…

Como no le apetece la gran chuleta de carnero que se está enfriando delante de él, Mason la envuelve con gestos apáticos y se la guarda en un bolsillo de la levita. Al alzar la vista, observa que Dixon, con la boca llena y la expresión jovial, sonríe de una manera demasiado indulgente como para que Mason no se sienta turbado.

—No, no es para mí. ¿Creía usted que me la llevaba para mí? Pues no señor, es para el perro sabio…, no sé, quizá como el ramo de flores que uno envía a una actriz a la que admira. Una hermosa chuleta nunca puede ser un regalo muy desacertado.

Dixon espera un instante antes de replicar:

—No hay duda de que éste es un…, un gran mundo. Las costumbres varían, y uno, claro, no puede hacer comentarios…

—¿Qué… está diciendo?

Dixon agita un trozo de asado con gesto inocente, los ojos redondos como doblones, y ruega a Mason que no se ofenda.

Pone los ojos en blanco en el momento en que Mason desvía la mirada, y éste, al fijarla de nuevo, lo hace un poco tarde y sólo ve los ojos de su compañero algo descentrados.

—Vamos a ver, Dixon. ¿Por qué no puede haber oráculos en nuestra época, algo así como portales que dan al futuro? Eso no puede haberse extinguido con los pueblos antiguos. ¿No merece la pena pasar ridículo e investigar por lo menos a este perro inglés, puesto que con toda evidencia sufre metempsicosis, si no alguna otra cosa?

Sucede algo más, algo que Mason no se decide a confiar a Dixon. ¿Acaso ha perdido a un ser íntimo? Y ha sido recientemente, tanto que todavía está muy afectado. Sí, podría ser eso, pues nunca tiene en cuenta la hora que es, como Dixon recuerda que le sucedió a él mismo tras la muerte de su padre.

—Le acompañaré, si no le importa.

—Como quiera.

Salen al patio de la posada por una puerta trasera. Un árbol sin hojas se arquea a la luz de un solo farol que cuelga sobre un prieto grupo de jugadores de cartas —su respiración secreta sólo la ven quienes tratan de interpretarla— y sobre las pelucas, blancas como nieve caída en tejados de pizarra, que se mueven dentro y fuera de la penumbra.

Marineros con la boca entreabierta deambulan a paso largo por los callejones. Marineros con sombreros de ala ancha, marineros con coleta, fumando en pipa, comiendo patatas, unos que volverán al barco y otros que no, desde viejos y desdichados hijos del mar con demasiadas detonaciones en sus vidas, hasta guardiamarinas infantiles que todavía han de oír la primera…, todos entran y salen de los buchinches cerveceros, las sastrerías navales, las confiterías, las timbas, o locales de culto de sectas advenedizas, llamándose unos a otros, entonando canciones pegadizas, silbando como si el viento nunca les hubiera fustigado, vomitando como si el mar nunca les hubiera provocado el vómito.

—Supongo que su camerino no está lejos —sugiere Dixon—. ¿Tal vez con los caballos…?

—Nadie pondría a un perro hablador con caballos, pues los caballos se volverían locos en menos de un minuto.

—Eso ocurre con frecuencia en el lugar de donde usted procede, ¿no es cierto?

—Caballeros —les susurra alguien desde una esquina en penumbra—. Si bajan las voces, estaré con ustedes en un santiamén.

El perro, con la lengua fuera, entra en el oscilante redondel de luz que arroja el farol con que se iluminan, se detiene a bostezar, mueve la cabeza arriba y abajo y les dice: «Buenas noches tengan ustedes». Luego los precede al trote fuera de los establos y del patio, y avanza calle abajo, haciendo un alto de vez en cuando para entregarse a sus investigaciones olfativas.

—¿Adónde vamos? —le pregunta Mason.

—Esto parece perfecto. —El perro sabio inglés se detiene y orina.

—Este perro —canturrea Mason sotto voce— empieza a producirme aprensión, algo que sin duda no deberían producir las criaturas milagrosas. Los caballos voladores, por ejemplo. Jamás uno de ellos…

—¿La Esfinge? —añade Dixon.

—En eso precisamente estaba pensando.

—¡Alto, caballeros! —les grita de súbito un corpulento hijo de Neptuno, a quien acompaña un número indeterminado de camaradas en análogo estado de embriaguez—. ¿Están ustedes interesados en este perro?

—Sólo queremos intercambiar unas palabras con él —se apresura a asegurarle Mason.

—¡Eh! Les conozco a ustedes dos, son los que tienen esos extraños aparatos y zarpan en el Seahorse. Pues bien, están de suerte, pues aquí todos somos caballitos de mar[5]. Yo soy Bodine Panza de Andullo, capitán de la cofa de trinquete, y éstos son mis compañeros. —Todos prorrumpen en vítores—. Pero pueden llamarme Andullo. Bueno, nuestro plan consiste en secuestrar a este bicho, y a ustedes, caballeros, les corresponde ocultarlo entre su bien vigilado cargamento, fuera de la vista del sargento de marina, hasta que arribemos a una isla adecuada.

—¿Isla?… ¿Secuestrar?… —Mason y Dixon están un poco aturdidos.

—He viajado en más de una ocasión a las Indias, y hay allá un millón de islas, cada una más prometedora que la anterior, y les digo que un puñado de marineros listos y este perro hablador, sí, que tendría divertidos a los salvajes… Vamos, seríamos unos reyes.

—¡Que vivan los reyes! —exclaman varios marineros.

—¡Sí, y que vivan también las mulatas!

—¡Y la cerveza de coco!

—Un momento —les previene Mason—. He oído decir que allí se comen a los perros.

—Los envuelven en hojas de palmera —añade Dixon con toda seriedad— y los asan en la playa.

—En cuanto os deis la vuelta, este perro se convertirá en el almuerzo de algún salvaje —les advierte Mason.

—¡Guuuuuuuau! ¿Me disculpan? —dice el perro sabio—. Puesto que parezco ser aquí el tema del que se discute, me siento impulsado a hacer una observación.

—Está bien, perrito —le dice Bodine, haciendo vagos ademanes de acariciarlo—. Confía en nosotros, vas a pasártelo de miedo…

Un pequeño y ruidoso grupo de petimetres, dandis o señoritingos, es difícil distinguir con exactitud lo que son, suben por la calle hasta hacerse audibles. Tras los cristales de varias ventanas surgen llamas de velas que empiezan a oscilar. Los mozos de cuadra dan vueltas, malhumorados, sobre los sacos de forraje que les sirven de almohada y de cama. Rateros ociosos se acercan un momento para tratar de averiguar qué ocurre.

El perro empuja la pierna de Mason con la cabeza.

—Puede que no tengamos otra oportunidad de charlar, ni siquiera durante nuestra huida.

—Hay algo que debo saber —susurra Mason con la voz enronquecida y el tono de un amante atormentado por las dudas—. ¿Tienes alma, es decir, eres un espíritu humano reencarnado en un perro?

El perro sabio parpadea, se estremece y asiente con resignación.

—No eres el primero que me hace esa pregunta. Los viajeros que regresan de las islas japonesas cuentan de ciertos, acertijos religiosos conocidos como koan, y tal vez el más famoso de todos ellos concierne a tu pregunta: si un perro posee la naturaleza del divino Buda. Una respuesta que daba un maestro muy sabio era: ¡Mu!

Mu —repite Mason, pensativo.

—Es necesario que quien pregunta medite en el koan hasta llegar a un estado de insania sagrada, y te recomendaría que lo hicieras así. Pero, por favor, no acudas al perro sabio inglés si lo que buscas es consuelo religioso. Puede que sea preternatural, pero no soy sobrenatural. Estamos en la Era de la Razón, ¿no es cierto? Siempre hay una explicación a mano, y no existe ningún perro hablador. Los perros habladores pertenecen a la categoría de los dragones y los unicornios. Pero sí existen, sin embargo, estrategias para sobrevivir en un mundo menos fantástico.

»Me explicaré: En el pasado, el hombre mantenía a los perros tan sólo para alimentarse. Al notar que, entre los hombres, ningún delito era tan aborrecible como comer la carne de otro ser humano, el perro aprendió enseguida a actuar de la manera más humana posible, y a transmitir esta habilidad de padres a cachorros. Por eso sabemos cómo haceros sentir a vosotros, los hombres, día a día, suficiente misericordia para que nos permitáis vivir un día más. De todos modos, por grande que sea ese logro, nuestra vida nunca está del todo libre de peligro, somos como Scherazades que menean el rabo, siempre a un paso de la temida hoja de palmera, deteniendo cada noche los cuchillos de nuestros amos al contarles relatos acerca de su humanidad. No soy más que una expresión extrema de ese proceso…

—Vamos, «perro en hoja de palmera»…, qué tontería —comenta uno de los señoritingos—. Eres demasiado sensible, perro, en serio. ¿En hoja de palma, dices? Los humanos civilizados tienen cosas mejores que hacer que ir por ahí babeando por un «perro en hoja de palmera» o lo que sea, ¿no es cierto, Algernon?

El terrier ladea la cabeza, un tanto irritado.

—¿No podrías dejar de decir eso? —le pregunta—. Yo no digo cosas como «lechuguino a la italiana» ni «fricasée de petimetre»…

—¿Cómo te atreves, pedazo de bestia?

—¡Guau! Y el uso deliberado del término «babeando», señor, es repugnante.

El señoritingo se lleva la mano a la espada.

—Tal vez podamos resolver esto aquí mismo, señor.

—Estás hablando con un perro, Derek.

—Aunque vuestra arma me deja en cierta desventaja —señala el perro—, para ser justo debería mencionar que últimamente siento cierta aversión al agua, lo cual, como sabéis, señala el comienzo de la hidrofobia. ¡Sí! La Gran H. Y si lograra esquivar vuestra hoja y daros una pocas dentelladas juguetonas que os rasgaran ese viejo pellejo, bueno, no tardaríais en tener lo mismo que yo, ¿qué os parece?

De inmediato se crea alrededor del perro un vacío, un círculo de un radio aproximado de una braza, cuya forma notablemente regular recordarían más adelante los astrónomos.

—¡Perrito guapo!

—Toma, mi última torta azucarada, me la mandó mi mamá. Toda para ti.

—¿Qué opináis? Apuesto dos contra uno a que la sangre del petimetre será la primera en brotar.

—Es justo —dice Bodine de Andullo—. Yo apuesto por el perro. ¿Alguien más?

—¿No deberíamos avisar a los propietarios? —sugiere el señor Dixon.

El perro ha empezado a pasear de un lado a otro.

—Soy un perro británico, señor. Nadie me posee.

—¿Quiénes son el caballero y la dama que estaban contigo en la taberna? —inquiere Mason.

—¿Os referís a los Fabulosos Jellow? Por ahí vienen.

—¿Que yo te proteja de los marineros? —dice quejumbrosa la señora Jellow, acercándose a la carrera por el callejón de traicioneros adoquines—. Oh, no, gracias, eso no constaba en nuestro acuerdo. —Su marido, ajustándose los pantalones, que se ha puesto deprisa, y con la peluca ladeada, la sigue despacio, como si aún no estuviera del todo despierto—. Ahora vas a pedir disculpas por lo que has hecho, sea lo que sea, y volverás al establo y a tu hermosa cama de paja.

—Nos estábamos preguntando, señora —dice Bodine con el sombrero en las manos y un trémolo angelical—, si por casualidad no estaba en venta el perrito.

—De ningún modo, gaviero, y márchese usted, y llévese su vulgar y ruidosa compañía.

Al oír su voz, varios marineros, en cuya flexibilidad radica su preservación de los riesgos de la bebida, se quedan inmóviles.

—No os enfrentéis a ella —les aconseja el señor Jellow—, maneja a la perfección un centenar de armas y, como la artillería en el costado de un barco, es aniquiladora.

—Gracias, Jellow… Un poco tarde, una vez más.

—Bueno, bueno. —Bodine vuelve a ponerse el sombrero y suspira—. Mis disculpas, señor y señora Jellow, y les deseo que sean muy felices con su perro.

—¿Son ustedes los propietarios de esta maravilla? —les pregunta Mason.

—Preferimos decir los «exhibidores» —puntualiza el señor Jellow.

—Claro —gruñe el perro sabio, como si hablara consigo mismo.

—¡Vaya, aquí tenemos La Perla de Sumatra! —exclama Dixon, quien desde hace un rato siente la necesidad cada vez más imperiosa de tomar un trago—. Y parece un agradable lugar.

—¡Panza de Andullo paga! —grita algún marinero travieso, no identificado en medio del agolpamiento que se forma para entrar en ese local, que ocupa el quinto o sexto lugar entre los antros más notorios de los marineros en la Punta, en cuyo clima de iniquidad general La Perla se distingue, de manera muy parecida a como lo haría una de sus epónimas que brillara en medio de la carne decadente de una ostra extraída del Mar del Sur.

—¿Qué tal te sentará un trago en el buche, perrito?

—Os ruego que me llaméis Colmillo… y, sí, de vez en cuando me gusta tomar unas gotas de «revuélcame en la perrera»…

Dentro del local, marineros de todos los grados y categorías avanzan trazando círculos, lentamente, envueltos en la lobreguez del humo de pipa y el hollín de velas baratas, mientras en sentido contrario avanza a su vez un surtido selecto de meretrices de Portsmouth con vestidos a rayas y floreados cuyos audaces rojos, naranjas y violetas rebaja esta luz, los deteriora, les da un aspecto grasiento y desgastado, con el negro mezclado por doquier, colores que tienden todos hacia la oscuridad. Al cabo de un rato, los dos astrónomos observan que el movimiento general de la parroquia consiste en alejarse de la entrada y avanzar hacia el fondo del establecimiento, donde, en una extensión de hierba abonada con la sangre y los excrementos de generaciones de aves masculinas, bajo el brillante cono invertido de un farol que tiñe de azul la masa de humo siempre en movimiento, bajo la jarana de un facineroso, que rebasa los límites de la etiqueta que se impone en las peleas de gallos, colgado de un cesto sobre la pista, tiene lugar una pelea de gallos galesa. Más allá se distinguen mesas de juego, y, aún más al fondo, un destartalado laberinto de habitaciones para dormir o para el libertinaje, que retroceden como lenguas de tierra envueltas en la niebla.

El perro sabio, atraído por el olor de la sangre en la pista de los gallos, procura mostrarse indiferente, pero ¿qué cabe esperar de él? ¿Cómo va a hacer caso omiso de este atractivo estímulo que es la sangre, tan apetecible? Sí, claro, dice bostezando, no es la primera vez que contempla la escena, las aves que se atacan a muerte, dieciséis en total participan, y sólo una sale con vida, ciertamente es para relamerse, un espectáculo de lo más divertido, mientras la sustancia que se supone que no vemos gotea y salpica a diestro y siniestro…

—Vamos, Sabio —le llama bruscamente la señora Jellow—, debemos dejar que las aves hagan su trabajo.

Bajo la supervisión de la cimbreante garitera, la actividad general de la sala donde pelean los gallos se mantiene provechosamente febril. Desde el laberinto del fondo llegan variados sonidos de éxtasis de distinta intensidad, junto con percusiones sobre carne, risas más o menos fingidas, ruidos sordos de muebles caídos, algún que otro dueto de viola y flauta china, unido al cacareo enloquecido de los gallos de pelea que aguardan su momento, gritos al unísono ante alguna vuelta inaudible de un naipe o el rodar sobre el tapete de los dados muy o poco trucados, peticiones siempre esperanzadas de bebida que surgen como ariettas de la selva oscura de las habitaciones, allí donde hay menos luz y los movimientos cobran un grado más, como mínimo, de intención… Por fin el perro se detiene, tras conducirlos al lugar donde, medio a la intemperie, metida en un chamizo de maderas sujetas con cuerdas, restos de un naufragio arrojados a la costa hace mucho tiempo, y bajo un viejo sostenido por una telera añosa y roída, extendido entre la mujer y el cielo cargado siempre de amenazas variadas, está sentada la morena Hepsie, la pitonisa de la Punta.

El perro empuja con la cabeza a Mason.

—He aquí la persona a la que debe usted ver.

Como al cabo de unos meses le confesará a Dixon, Mason llega de inmediato a la conclusión de que todo esto tiene que ver con Rebekah, su esposa, el segundo aniversario de cuya muerte tendrá lugar este próximo mes de febrero. Aunque Mason es incapaz de abandonarla, de todos modos arde en deseos de embarcarse y partir rumbo a algún lugar inexistente, pues es creencia común que las largas travesías marítimas contribuyen a aliviar su estado, conocido, según le han dicho, como hipertrenia o «exceso de duelo». De alguna manera, el perro sabio le ha llevado a suponer la existencia de ciertos procedimientos que son como salvoconductos para acceder al reino de la muerte, y que, por mediación de esa bruja revelada por el perro, se le permitirá pasar al otro lado, encontrar a su mujer, verla y regresar a este mundo con la fe restaurada. Tal es el salto más grande que cabe esperar de un corazón melancólico como el de Mason. Al mismo tiempo, éste barrunta que el perro sabio inglés, o Colmillo, como al parecer desea ahora que le llamen, persigue un fin por completo personal al presentarle a la pitonisa.

—Angelo ha dicho que tendrías un paquete para mí.

—¡No te digo! ¿Acaso soy el correo nocturno? —Rebusca, ayudada por el perro, en la penumbra—. Mira, lo veré más tarde, y descuida que le preguntaré…

—Eso mismo dijiste la última vez —replica el perro con una reprobadora sacudida de cabeza.

—Bueno, toma esto, un sacrificio que procede de mi propio y magro rancho, un trozo de gallina estofada. Es todo lo que hoy puedo hacer por ti.

—Calma, abuela, y quédate con tus sobras, que el perro sabio aún no ha caído tan bajo.

Tras menear la cabeza de un modo harto expresivo, el perro efectúa una salida digna, sin mover la cola más de una vez a cada paso.

Hepsie saluda a Mason y a Dixon diciéndoles:

—Vuestro barco zarpará un viernes. Aunque supongo que esta noticia les dice tanto como el toque de silbato del contramaestre, caballeros.

—Los marineros de los barcos carboneros creen que eso trae mala suerte —replica Dixon, como si estuviera de nuevo en Woolwich ante sus examinadores— porque es el día en que ejecutaron a Jesucristo.

—Exactamente, señor. De esa manera, su capitán Smith falta al respeto a Cristo, al destino, a san Pedro y al dios Neptuno, y además no hay un solo asegurador en el reino, de Lloyd’s abajo, que esté dispuesto a aceptar su caso por menos de una suma que ustedes, como astrónomos, jamás podrán permitirse.

—Si morimos, la Armada Real cubrirá el coste del sepelio en el mar —señala Dixon—. ¿Qué otros gastos podría haber?

—No tiene usted una familia a su cargo, señor.

—¡Pasmoso! Vaya, es usted una excelente adivina. —Dixon ya ha percibido (como luego le dirá a Mason) que la mujer, bajo sus capas de decrepitud minuciosamente recreada, es de una sorprendente juventud, y que él, que no deja de ser un patán, no puede evitar cortejarla.

Mason, por su parte, siente cada vez más inquieto.

—¿Entonces corremos peligro? ¿Qué noticias tiene usted?

Ella le ofrece en silencio una sucia hoja de papel de gran tamaño donde están escritos los diversos servicios y sus tarifas respectivas.

—¡Vaya! ¿No lleva usted a cabo maleficios?

—El importe del seguro los hace prohibitivos. —Suelta una risa entrecortada, a la manera en que los jóvenes imitan la risa senil—. Creo que lo que usted busca se encuentra bajo el epígrafe «Naval, servicio de información».

—¿Media corona?

—Si usted insiste…

—Ejem… ¿Dixon?

—¿Cómo? ¿Quiere que aporte la mitad de la tarifa?

—Convendrá conmigo en que no podemos cargar… esto… a la Royal Society, ¿no es cierto?

—¿Acaso le avergüenza tratar conmigo, señor? —tercia Hepsie, en un tono avisado que no casa con su corta edad.

—Bien, de acuerdo —dice Mason, al tiempo que busca afanosamente en su bolsa, extrae las monedas y musita la cantidad.

Dixon le mira con expresión aprobadora.

—Gasta usted el dinero como un auténtico norteño. Este hombre tiene buenas intenciones, muchacha…

Sonríe y toca insistentemente con su pie el de Mason, mientras los pendencieros van de un lado a otro en la oscuridad y las barcas de remos amortiguados aguardan para llevarlos contra su voluntad hacia una vida de la que tal vez no regresen. A intervalos les llegan vaharadas de humo, sal y el olor del fondeadero.

—Escúchenme, señores —dice la adivina, tras guardarse en silencio las monedas—. Desde el año pasado, el año de las maravillas, en que Hawke condujo a Conflans hasta aquella costa resguardada de la bahía de Quiberon, los restos de la flota de Brest carecen, como es lógico, de élan o esprit o comoquiera que lo llamen en aquellos lugares, y sólo de vez en cuando, entre los capitanes de las fragatas más pequeñas, se dan hombres tan deseosos de poner en práctica unas tácticas personales como dispuestos a husmear nuestra estrategia nacional. Mortmain, Le Chisel, Saint-Foux…, todos ellos perros furiosos, y hay otros que con toda probabilidad zarparán en cualquier momento de Brest, indiferentes al peligro, como siempre tête-à-tête con el fin del mundo, buscando nuevos objetos de su rencor inagotable.

—Cielo santo —dice Mason, llevándose las manos a la cabeza—. En ese caso…, ¿no podríamos zarpar otro día?

—Mason, por favor, estamos en la Era de la Razón —le recuerda Dixon—, somos hombres de ciencia. Para nosotros, todos los días deben ser iguales, con el mismo número de segundos, todos idénticos, cada uno avanzando en una única dirección, invariable. Si queremos augurios, hombre, recordemos que el símbolo astronómico del viernes es también el del planeta Venus, lo cual es sin duda un buen augurio.

La joven impostora alza un dedo, regocijada.

—Créanme, las fragatas francesas estarán donde estén, sin que importe el día de la semana, sobre todo Saint-Foux con La Changhaienne. ¿Han oído hablar de la École de Piraterie de Toulon? Es famosa. Pues bien, recientemente le ha concedido a ese hombre la cátedra de Latrocinio Juvenil.

A Mason y Dixon les gustaría quedarse un poco más, el uno para preocuparse por bagatelas y el otro para galantear a la mujer, pero observan que se ha formado una cola considerable detrás de ellos, compuesta por:

Galanes infieles, tahúres en apuros,

marinos a quienes nadie dice: «Adiós, mi vida»,

petimetres de juerga y la brigada de masteleros,

todos ansiando charlar con la doncella sibilina,

y que cantan:

«Vayamos a casa de Hepsie esta noche,

puede que esta vez nos muestre la Luz,

tal vez se ría o tal vez llore,

mas por una moneda no te escupirá en la testuz».

A los tripulantes del Ramillies avisó de la tromba,

y de la insurrección de Paoli, a los que iban a Córcega;

adivina desde el fin de la historia hasta la lotería,

es la pobre y sarnosa amiga de la marinería,

que canta:

«Vayamos a casa, etcétera…».

—Ha sido agradable trabajar para vosotros, muchachos, y espero volver a veros —les dice, con una afable inclinación de cabeza dirigida a Dixon.

De vuelta al garito donde se celebran las peleas de gallos, Bodine Panza de Andullo les aborda con paso vacilante, por la proa, lleno de curiosidad.

—Bueno, ¿qué les ha dicho?

Lo único que recuerdan los dos a estas alturas es que la pitonisa les ha dicho algo sobre unos locos capitanes de Fragata que zarpaban de Brest.

—Lo mismo que me dijo mi Mauve, y gratis. Muy bien. Habrá pelea, caballeros. Y si se trata de Le Chisel, le perseguiremos siguiendo la estela de su nave. Allá en el viejo buque de Su Majestad Inconvenience, perdimos muchos días y muchas noches observando cómo aquel quimérico adversario se iba empequeñeciendo a cada instante. Y cuando estaba bastante alejado de nosotros, Le Chisel se daba el gustazo de apagar el farol de su camarote, como si dijera: «Tout fini, es hora de frapper le sac». Cuando nuestro capitán veía apagarse esa luz, siempre susurraba lo mismo: «Que se te lleven las tinieblas, Le Chisel, y ojalá desaparezcas de mi vida con la misma celeridad», y entonces aflojábamos las velas, virábamos y comenzaba el verdadero trabajo, barloventeando, insatisfechos una vez más, contra el viento.

Bodine, encargado de la cofa de trinquete, se interrumpe para pellizcar las cercanas redondeces de una joven furcia que ha surgido temblorosa de un sueño provocado por el opio que flota en la sala. Al igual que Hepsie, Mauve está lejos de lo que pretende. Engaña a la mayoría de los hombres, haciéndoles creer que es una melancólica criatura abandonada, cuando en realidad es alegre como unas castañuelas y se ha librado de estar fondona sólo gracias a ese esfuerzo constante que exige el trato de los marineros. Lo cierto es que ella y Hepsie comparten habitación en Portsea, así como un guardarropa que se distingue, incluso aquí, en la Punta, por el uso insensato de las telas estampadas.

—Hepsie es una vieja estupenda, de veras —dice Mauve—. Se han amasado tantas fortunas al seguir sus consejos como se han perdido al no hacerle caso. Si os dice que tengáis cuidado, es que ha visto vuestras circunstancias y las ha encontrado desfavorables… Es la Lloyd’s de Portsmouth. Creedla.

Más tarde, cerca del amanecer, a Mason le sobreviene una necesidad apremiante de hablar un poco más con Hepsie o con el perro, pero no encuentra ni rastro de ninguno de los dos, por más que los busca. Tampoco nadie admite conocerlos, y no digamos saber su paradero. Seguirá buscándolos, e incluso escudriñará la orilla desde el Seahorse cuando éste zarpe, por fin, el viernes 9 de enero de 1761.