Se había castigado a Basini expulsándolo del colegio. En el colegio todo volvió a su curso habitual.
Se convino que la madre de Törless iría a buscarlo. El joven se despidió con indiferencia de sus camaradas. Casi empezaba ya a olvidar los nombres.
No volvió a subir al cuartito rojo. Aquello le parecía lejano, muy lejano, detrás de él.
Desde la expulsión de Basini todo estaba muerto, casi como si con el muchacho hubieran desaparecido las situaciones creadas a su alrededor.
Törless estaba sumido en un estado de sereno escepticismo. Ya no sentía desesperación.
«Probablemente habían sido sólo aquellas secretas cosas que ocurrieron con Basini las que me desconcertaron tanto», pensaba para sí. No podía encontrar ninguna otra causa precisa.
Pero también estaba avergonzado, como se avergüenza uno por la mañana cuando durante la noche, castigado por la fiebre, se ve surgir de todos los rincones del oscuro dormitorio terribles formas amenazadoras.
En cuanto a la conducta que había tenido ante la comisión, le parecía enormemente ridícula. ¿No habían tenido razón en el fondo? ¡Qué lío, por una cosa tan insignificante! Sin embargo sentía en él algo que quitaba las espinas de su vergüenza. «Por cierto que alardeé de manera nada razonable» reflexionaba; «sin embargo, me parece que toda esta historia tenía que ver muy poco con mi razón». Ése era ahora su nuevo sentimiento. Tenía el recuerdo de una tremenda tempestad que había estallado en su interior y que en modo alguno bastaba para explicar los motivos que todavía seguía buscando «Entonces debe de haber sido algo mucho más necesario y profundo», concluyó, «algo que no puede aprehenderse con la razón y los conceptos…».
Y aquello que había estado presente antes de sus tribulaciones y de su pasión, aquello que ésta sólo había sofocado, lo peculiar de él, su problema, continuaba aún firmemente arraigado. Esas cambiantes perspectivas que le hacían ver todo ora más lejos, ora más cerca, esa inasible relación que, según nuestro punto de vista, confiere de pronto valores a las cosas y a los hechos, que son entre sí ajenos e imposibles de comparar…
Eso y todo lo demás, lo veía ahora singularmente claro y puro…, y pequeño; así como ve uno las cosas por la mañana, cuando los primeros rayos limpios del sol han secado el sudor de la angustia y el miedo nocturnos, y la mesa y el armario, lo hostil y el destino, vuelven a adquirir sus dimensiones naturales.
Pero a Törless le quedaba todavía un ligero, sutil cansancio. Ahora sabía distinguir entre el día y la noche.
Y el caso es que siempre había sabido hacerlo, sólo que una pesadilla se le había filtrado, borrosa, a través de esa frontera, y se avergonzaba de tal confusión; mas el recuerdo de que podía ser otra cosa, de que hay alrededor de los hombres tenues fronteras que fácilmente pueden deshacerse, de que febriles sueños rondan el alma, corroen los firmes muros y abren de pronto inquietantes, trágicas calles… También este recuerdo se le había grabado profundamente y proyectaba pálidas sombras.
No podía explicarse gran cosa de este estado; pero el hecho de que no pudiera expresarlo con palabras le parecía valiosísimo, como la seguridad del cuerpo fecundado que ya siente en su sangre el tenue tirón del futuro.
Y en Törless se mezclaban el cansancio y la confianza absoluta en sí mismo… Y así fue como al llegar el momento de la despedida, se halló pensativo y sereno…
A la madre, que esperaba encontrar a un joven sobreexcitado y confundido, le sorprendió el frío abandono de su hijo.
Cuando llegaron a la estación, vieron a la derecha el bosquecillo en el que estaba la casa de Bozena. Parecía tan insignificante e inofensivo; era un polvoriento conjunto de sauces y álamos.
Törless recordó cuán inconcebible le había parecido en casa de Bozena la vida de sus padres. Y entonces observó furtiva y oblicuamente a la madre.
—¿Qué quieres, hijo?
—Nada, mamá. Estaba pensando.
Y Törless absorbió el aroma ligeramente perfumado que exhalaba el corpiño de su madre.