Al día siguiente, cuando la comisión convocó uno a uno a los alumnos al interrogatorio, Törless había desaparecido.

Lo habían visto por última vez, la noche anterior, ante un cuaderno que aparentemente estaba leyendo.

Lo buscaron por todo el instituto. Beineberg se llegó secretamente hasta el cuarto del altillo, pero tampoco encontró allí a Törless.

Era evidente que se había fugado del instituto, y el director encargó a las autoridades que lo buscaran y lo devolvieran al colegio discretamente.

Mientras tanto, la investigación comenzó.

Reiting y Beineberg creyeron que Törless se había escapado por miedo a sus amenazas, se sintieron obligados a apartar de él toda sospecha y, en efecto, lo defendieron calurosamente.

Echaron toda la culpa a Basini. La clase entera, alumno por alumno, confirmó que Basini era un ladrón, un hombre indigno que había respondido con nuevas faltas a los mejor intencionados intentos de hacer que se corrigiera. Reiting declaró que, si bien comprendían que habían cometido una falta, ésta se debió sólo a que, obedeciendo a la compasión, se habían dicho que no era lícito hacer castigar a un camarada sino después de haber agotado todos los medios para corregirlo por las buenas, y de nuevo toda la clase juró que los malos tratos de que habían hecho objeto a Basini respondían sólo a la rebosante indignación que se encendió en ellos cuando comprobaron que Basini había replicado con los mayores y viles sarcasmos y afrentas a los más nobles sentimientos de sus camaradas.

En suma, que se representó una bien preparada comedia, que Reiting puso brillantemente en escena. Se tocaron en ellas todas las cuerdas éticas que pudieran haber sonado bien a los oídos de los educadores.

Basini, anonadado, respondía con el silencio a todas estas cosas. Desde el día anterior estaba mortalmente aterrorizado, de manera que la soledad del cuarto en que lo habían confinado y la marcha tranquila, oficial, del interrogatorio, eran para él como una liberación. No deseaba otra cosa que un rápido fin. Por su parte Reiting y Beineberg no habían dejado de advertirle que se vengarían de manera tremenda si declaraba contra ellos.

Por fin llevaron a Törless al instituto. Lo habían detenido en la ciudad próxima, medio muerto de cansancio y hambriento.

Su fuga parecía ahora el único enigma que quedaba de todo aquel asunto. Sin embargo la situación le era propicia. Beineberg y Reiting habían preparado bien los ánimos, habían hablado de la nerviosidad que en los últimos tiempos había manifestado Törless, de su fino sentido moral, de lo que lo había conmovido verse frente a algo delictuoso; dijeron que, sabiéndolo todo desde el principio y no habiéndolo denunciado en seguida, se sentiría culpable de la catástrofe que había sobrevenido.

De manera que todos recibieron a Törless con conmovida buena voluntad y simpatía.

Sin embargo, estaba tremendamente excitado y el miedo de no poder explicarse lo agotaba por entero…

Como se temía que pudieran salir a la luz cosas desagradables, el interrogatorio se llevó a cabo, por discreción en la vivienda privada del director. Además de él, intervenían en el proceso el consejero del instituto, el profesor de religión y el profesor de matemáticas. A este último, por ser el más joven de los docentes, le tocó la tarea de redactar las actas y las notas protocolares.

Cuando le preguntaron por los motivos de su huida. Törless no respondió.

Los miembros de la comisión menearon la cabeza, sin comprender.

—Bueno, pues —dijo el director—, en cierto modo ya estamos informados. Pero, díganos usted lo que le impulsó a mantener en secreto la conducta de Basini.

Törless habría podido mentir; mas sus temores se habían disipado y en verdad le encantaba la idea de hablar de sí mismo y de exponer ante los profesores sus pensamientos más recónditos.

—No lo sé con precisión, señor director. Cuando por primera vez me enteré de lo que Basini había hecho, me pareció algo horrible…, algo en verdad inconcebible…

El profesor de religión asintió con la cabeza, en actitud tranquilizadora y como para animar a Törless a seguir hablando.

—Yo…, yo pensaba en el alma de Basini…

El rostro del profesor de religión resplandeció satisfecho. El profesor de matemáticas se limpió los lentes, volvió a colocárselos, cerró los ojos…

—No podía imaginarme a Basini en el momento en que cometía semejante vileza y por eso mismo me sentía cada vez más impulsado hacia él, a tratarlo.

—Sí, ya veo. Sin duda quiere usted decir que sentía un natural horror por la falta de su compañero y que el espectáculo del vicio en cierto modo le hechizaba, así como la mirada de la serpiente atrae a su víctima.

El consejero del instituto y el profesor de matemáticas se apresuraron a manifestar su acuerdo con la metáfora, con vivos ademanes.

Pero Törless dijo:

—No, a decir verdad, no era horror. Yo me decía: puesto que Basini ha cometido una falta, sería menester entregarlo a quienes corresponde que lo castiguen…

—Y así debería haberlo usted hecho.

—… y sin embargo otras veces me parecía tan extraño, que no pensaba en que tuviera que ser castigado. Lo veía todo desde un punto de vista diferente. Y cada vez se producía en mí como un salto cuando pensaba en el asunto…

—Debería usted expresarse con mayor claridad, mi querido Törless.

—No se puede decir de otra manera, señor director.

—Bueno, bueno, está usted excitado, bien lo vernos; confuso205… Lo que acaba de decirnos es muy oscuro.

—Pues sí, me siento confundido. En otras ocasiones podía expresarlo mejor; pero a fin de cuentas vendría a ser lo mismo. Había en mí algo singularmente extraño…

—Bien. Por lo demás, es muy natural, tratándose de cuestión tan espinosa como ésta.

Törless meditó un instante.

—Tal vez pueda expresarlo así: hay ciertas cosas que entran en nuestra vida, por así decirlo, con doble forma. Eso me pasó con personas y hechos, frente a oscuros y polvorientos rincones, o ante una alta, fría, silenciosa pared, que de pronto me parecía viviente…

—Pero, por amor de Dios, Törless. ¿A dónde quiere usted ir a parar?

Pero Törless sentía un singular placer en arrojarlo todo fuera de sí.

—… y también me pasó con los números imaginarios…

Todos se miraron, miraron a Törless y luego volvieron a mirarse entre sí. El profesor de matemáticas tosió ligeramente.

—Para que se entienda mejor esta oscura alusión, he de decir que una vez el alumno Törless fue a mi casa para pedirme una explicación de ciertos conceptos fundamentales de las matemáticas con motivo precisamente de esos números imaginarios, conceptos que para el intelecto no preparado presentan efectivamente graves dificultades. Y hasta debo confesar que en este punto el alumno Törless mostró una innegable agudeza intelectual, aunque sólo una verdadera manía lo llevaba a considerar estas cosas que en cierto modo bien pudieran parecer, por lo menos a él así le parecieron, una laguna en la causalidad del pensar. ¿Recuerda todavía, Törless, lo que dijo usted en aquella ocasión?

—Sí, dije que me parecía que en esos puntos el pensar solo no bastaba, sino que necesitábamos además de otra seguridad, de una seguridad interior que en cierto modo, nos permitiera superar esas lagunas. En el caso de Basini también comprendí que el pensamiento solo no bastaba.

El director ya se había impacientado por este giro filosófico que había tomado la investigación; pero el catequista estaba muy complacido por la respuesta de Törless.

—¿Quiere decir entonces —preguntó— que se sintió usted impulsado a abandonar el punto de vista científico para adoptar el religioso? Evidentemente frente a Basini debe haber sentido algo parecido —dijo volviéndose a los otros—. Törless parece tener una sensibilidad muy aguda para captar la esencia delicada —diría yo divina, pues trasciende los límites de la razón— de la moral. Entonces el director se sintió obligado a continuar preguntando en ese orden de cosas:

—Escuche usted, Törless: ¿es entonces como dice el reverendo? ¿Buscaba usted verdaderamente un fondo religioso detrás de los hechos o cosas, como acaba usted de decir de un modo bastante general?

El propio director se habría quedado contento, si por fin Törless hubiera asentido y le hubiera ofrecido de esa manera un terreno más seguro para juzgar. Pero Törless dijo:

—No, tampoco se trataba de eso.

—Entonces, díganos de una vez, y llanamente —exclamó el director ya fuera de sí— de qué se trataba. No nos es posible sostener aquí con usted una discusión filosófica.

Pero Törless seguía obstinado. Aunque por una parte sentía que no se había expresado bien, la falta de comprensión que encontraba le suscitó el sentimiento de una soberbia superioridad sobre aquellos señores que parecían saber tan poco de los estados íntimos del hombre.

—No puedo remediar que las cosas no sean como ustedes quisieran. Y yo mismo no estoy en condiciones de describir con precisión lo que sentía cada vez; pero si digo ahora lo que pienso de ello, podrán ustedes tal vez comprender por qué durante tanto tiempo no conseguí superar esos estados.

Se había erguido tan orgulloso como si allí fuera él el juez. Dirigió la vista más allá de sus interlocutores. No podía mirar aquellas ridículas figuras.

Ante la ventana se veía afuera una corneja posada en una rama y más lejos sólo la blanca, gigantesca extensión de la llanura.

Törless sintió que había llegado el momento en que hablaría claramente, consciente de su victoria, de lo que había sido primero sólo impreciso y atormentador luego carente de vida y fuerza.

Y no era que un nuevo pensamiento le hubiera dado esa seguridad y claridad, sino que se sentía todo él elevado, como si no lo rodeara otra cosa que un cuarto vacío, todo él sentía como sintiera antes, cuando hizo vagar los asombrados ojos entre los camaradas que escribían, estudiaban y trabajaban diligentes.

Porque, en efecto, con los pensamientos ocurre algo muy singular. A menudo no son otra cosa que hechos contingentes, casuales, que pasan sin dejar rastro alguno. Los pensamientos tienen además instantes vivos e instantes muertos. Puede uno lograr un genial conocimiento, y que, no obstante, se le marchite lentamente entre las manos como una flor. Queda la forma, pero los colores, el aroma, desaparecen. Es decir, que lo recuerda uno palabra por palabra, y el valor lógico de la frase que uno encontró para expresarlo continúa siendo perfectamente impecable. Sin embargo, ese pensamiento no hace sino recorrer sin tregua la superficie de nuestro ser íntimo y no nos sentimos más ricos a causa de él…, hasta que —tal vez al cabo de años—, de golpe, sobreviene un momento en que comprendemos que en todo ese ínterin no sabíamos absolutamente nada de aquel pensamiento, aunque lo sabíamos todo lógicamente.

Sí, hay pensamientos vivos y pensamientos muertos. El pensamiento que se mueve en la superficie de nuestro ser y que en cualquier momento puede referirse al hilo de la causalidad, no tiene por qué ser vivo. Un pensamiento que se nos da de esa manera es algo indiferente, impersonal, como un hombre que marcha en una columna de soldados. Un pensamiento…, que acaso ya desde mucho tiempo atrás se nos metió en el cerebro, llegará a ser un pensamiento vivo sólo en el momento en que lo anime algo que ya no es pensamiento, algo que ya no es lógico, de manera tal que sentimos su verdad más allá de toda justificación intelectual, como un ancla que desgarra carne viva, sangrante… Un elevado conocimiento está sólo a medias en el círculo luminoso del intelecto; la otra mitad tiene sus raíces en el oscuro suelo de lo más recóndito; de suerte que un gran conocimiento es ante todo un estado de ánimo y sólo en su punta más exterior está el pensamiento, como una flor.

Törless había necesitado sólo una gran conmoción del alma para cobrar este último impulso que lo hacía elevarse sobre sí mismo.

Sin prestar la menor atención a los sorprendidos rostros que tenía frente a él, habló de un tirón para sí mismo hasta el final, con la mirada dirigida fijamente hacia adelante.

—… Quizá sepa yo todavía demasiado poco para expresarme correctamente; pero así y todo intentaré describir lo que me ocurre. No puedo decir sino que veo las cosas en dos formas. Todas la cosas, también los pensamientos. Hoy son las mismas que ayer. Así lo veo cuando me esfuerzo por establecer su diferencia. Pero cuando cierro los ojos, las cosas viven iluminadas por otra luz. Es posible que me haya equivocado en lo que dije sobre los números irracionales. Cuando pienso en ellos desde el punto de vista de las matemáticas, me parecen naturales; pero, cuando los considero en su peculiaridad, me parecen imposibles. Sin embargo, bien pudiera ser que aquí me equivocara. Sé muy poco sobre ellos; pero no me equivoco con Basini. No me equivoco cuando oigo el ligero murmullo de los altos muros. No se equivocan mis ojos cuando contemplan la silenciosa vida del polvo que la luz de una lámpara súbitamente encendida puede matar. No, no me equivoco cuando hablo de una segunda, misteriosa, inadvertida vida de las cosas. No…, esto no ha de tomarse literalmente. No es que las cosas vivan ni que Basini tenga dos rostros; pero, en mí, él tenía dos rostros, y los ojos del entendimiento no podían ver ese segundo rostro. Así como siento que un pensamiento cobra vida en mí, siento también que en mí vive algo al contemplar las cosas, cuando los pensamientos callan. Detrás de todos los pensamientos hay en mí algo oscuro que no puede medirse con el pensamiento, una vida que no puede expresarse con palabras, y que, sin embargo, es mi vida… Y esa vida silenciosa me iba sofocando, rodeando, y alguna fuerza desconocida me obligaba a mirarla cada vez más cerca. Tenía miedo de que toda nuestra vida fuera así y que yo, sólo aquí y allá, fragmentariamente, la viviera… Oh, tenía un miedo terrible… Me flaqueaban los sentidos…

Estas palabras y metáforas que estaban mucho más allá de la edad de Törless acudieron fáciles y naturales a sus labios en aquel momento de aguda vehemencia, casi de inspiración poética. Luego bajó la voz y, como presa de honda pena, agregó:

—Ahora todo ha pasado. Sé que me equivoqué. Ya no temo nada. Sé que las cosas son las cosas y que siempre seguirán siendo ellas mismas, y que yo las veré ora de una manera, ora de otra. Ora con los ojos del entendimiento, ora con los otros… Y ya no intentaré compararlas, cotejarlas…

Y allí calló. Le pareció completamente natural que lo dejaran marcharse, sin oponerle la menor objeción.

Cuando estuvo afuera, los profesores se miraron desconcertados. El director no cesaba de menear la cabeza. El consejero del colegio fue el primero en encontrar palabras para quebrar el silencio.

—¡Vaya! Este pequeño profeta quería darnos una conferencia. Pero el diablo cargue con su agudeza. Esa excitación, y además esa manera de confundir las cosas más sencillas…

—Aguda receptividad y espontaneidad del pensamiento —dijo el profesor de matemáticas—. Parece que, al dar una importancia desmesurada al factor subjetivo de todas nuestras vivencias, se le ha confundido el entendimiento y se ve impulsado a emplear esas oscuras metáforas.

Sólo el profesor de religión permaneció callado. Del discurso de Törless había retenido la palabra alma, tan frecuentemente pronunciada, y sentía simpatía por el joven.

Pero de todos modos no había llegado a formarse una opinión clara del sentido en que Törless la había empleado.

A todo esto, el director puso fin a la situación de manera tajante:

—No sé verdaderamente lo que pasa por la cabeza de este Törless. En todo caso se halla en un estado de sobreexcitación tal que permanecer en un instituto probablemente ya no le convenga. Me parece que necesita una vigilancia en su alimento espiritual más cuidadosa que la que nosotros podemos ofrecerle. No creo que podamos seguir asumiendo semejante responsabilidad. A Törless le conviene una educación especial, privada. Escribiré a su padre para sugerírselo.

Todos se apresuraron a apoyar esta excelente proposición del escrupuloso director.

—En verdad se comportó de manera tan estrafalaria que estuve a punto de creer que sería presa de un ataque de histeria —dijo el profesor de matemáticas a su vecino.

Junto con la carta del director, les llegó a los padres de Törless otra de éste, en la que les pedía que lo sacaran del instituto, porque allí no se sentía cómodo.