Nadie concibió la menor sospecha de Törless. Éste permanecía tranquilamente sentado, concentrado en si mismo, como si todo aquello no le importara nada.

Tampoco Reiting y Beineberg pensaron que él hubiera sido el traidor. Las amenazas que profirieron no habían sido hechas en serio; ellos habían pretendido intimidarlo para hacerle sentir su superioridad, y acaso también por pura irritación; pero ahora que se les había pasado el enojo, no pensaban ya en las amenazas. Por otro lado las amabilidades que debían a los padres de Törless les habrían impedido emprender nada contra él. Eso contaba tanto, para ellos, que incluso habían evitado, personalmente, realizar ningún acto de violencia delante de Törless.

Törless no estaba en modo alguno arrepentido de su proceder. Su acción secreta y cobarde de escribir aquella nota a Basini no bastaba para anularle el sentimiento de una liberación total. Después de tantas excitaciones todo se le había hecho maravillosamente claro y remoto.

No participó en las vivas conversaciones que sostenían por todo el instituto sobre lo que ocurriría en la próxima investigación. Vivió todo aquel día serenamente y solo consigo mismo.

Cuando anocheció y se encendieron las lámparas, se sentó en su lugar teniendo delante el cuaderno en que había anotado aquellas fugaces observaciones.

Pero no leyó mucho tiempo. Con la mano volvía distraídamente las páginas. Tenía la sensación de que desprendían un suave aroma, como el de espliego que exhalan las cartas viejas. Era como esa ternura mezclada de melancolía que sentimos por aquellos momentos de nuestra vida que forman parte irrevocable del pasado, cuando una sombra amorosa y pálida surge de aquel ámbito con flores marchitas en las manos, y en ello descubrimos una apariencia olvidada de nosotros mismos.

Y esa sombra melancólicamente delicada, ese suave aroma, parecía perderse en una ancha, cálida, honda, corriente…, la corriente de la vida que ahora se extendía abierta ante Törless.

Se había cumplido una fase de su desarrollo interior. El alma, cual un árbol joven, había echado un nuevo anillo anual. Y esa sensación poderosa, que no podía expresar con palabras, disculpaba todo lo que había ocurrido.

Törless comenzó a hojear otra vez lo que había escrito. Las frases en las que, impotente, había consignado lo que le pasaba —esa múltiple sorpresa, ese múltiple asombro de la vida— volvían a reanimarse; parecían agitarse y cobrar sentido. Se entendían ante él como un camino claro, iluminado, en el que estaban impresas las huellas de los pasos que él había dado a tientas; pero todavía le parecía que les faltaba algo; no era una idea, oh, no, lo que echaba de menos, tenía que ser alguna cosa que, añadida a aquellas frases, consiguiera conmoverlo plenamente.

De pronto se sintió inseguro. Le sobrecogió el temor de tener que verse al día siguiente ante sus profesores y justificarse. ¿De qué? ¿Cómo iba a explicarles a ellos lo que le había ocurrido? Ese camino misterioso, oscuro, que recorriera… Si le preguntaban: «¿por qué has maltratado a Basini?», no podría responder: «Porque hallé en ello un interés favorable al proceso de mi entendimiento, algo de lo que, a pesar de todo, aún sé muy poco y que consigue, a la postre, que todo lo que acude a mi pensamiento me parezca sin importancia».

Ese pequeño paso que aún lo separaba del punto final del proceso espiritual que él había sufrido, lo espantaba como un horroroso abismo.

Y antes de que cayera del todo la noche, Törless se encontraba dominado por una febril, angustiosa excitación.