Al día siguiente, pareció que Beineberg y Reiting aún querían conceder una tregua a Törless.
Pero para Basini las cosas se iban poniendo muy feas.
Törless vio como Beineberg y Reiting se acercaban a éste o a aquel compañero y como formaban grupos en los que se cuchicheaba vivamente.
Por lo demás, no sabía si Basini había encontrado su billete, pues como Törless se sentía observado no tuvo ocasión de hablarle.
Al principio sintió miedo de que se estuviera tramando también algo contra él; mas ahora que se encontraba frente al peligro se sentía tan paralizado por su infortunio que habría dejado que todo se le viniera encima sin pestañear.
Sólo más tarde se mezcló, medroso, entre los camaradas, temiendo que de un momento a otro pudieran abalanzarse contra él.
Pero nadie reparaba en él. Por el momento sólo se trataba de Basini.
La excitación fue subiendo de punto. Törless pudo advertirlo. Reiting y Beineberg tal vez hubieran agregado hasta mentiras… Al principio todos se reían, luego algunos se pusieron serios y Basini comenzó a ser el blanco de perversas miradas. Por fin se extendió por toda la clase un sombrío, cálido, silencio, preñado de oscuros caprichos.
Quiso la casualidad que aquél fuera un día festivo.
Todos se reunieron detrás de las arcas. Luego llamaron en voz alta a Basini.
Beineberg y Reiting estaban de pie, a uno y otro lado de él, como dos domadores de fieras.
Una vez que cerraron las puertas y establecieron puestos de guardia, el eficaz procedimiento de hacer desvestir a Basini produjo hilaridad general.
Reiting, que tenía en la mano un paquetito de cartas de la madre de Basini, comenzó a leer una en voz alta:
—Querido hijito…
Griterío general.
—… bien sabes que del poco dinero de que dispongo como viuda…
Incontenibles carcajadas, chanzas, se oyeron por todas partes.
Reiting quería continuar leyendo, pero de pronto uno de los muchachos dio un empujón a Basini. Lo siguió otro que lo empujó, a medias bromeando, a medias indignado. Se agregó un tercero y repentinamente Basini echó a correr, desnudo, con la boca deformada por el miedo, mientras iba botando como una pelota por toda la sala, entre las risas, empujones y gritos jubilosos de todos. Iba golpeándose e hiriéndose contra las agudas aristas de los bancos. Por fin le brotó sangre de una rodilla y cayó al suelo, abatido, sangrante, cubierto de polvo, con ojos animales, vidriosos, mientras sobrevenía un momento de silencio en el que todos se precipitaron para verlo tendido en el suelo.
Törless se estremeció. Había visto el poder que tenían las tremendas amenazas de Beineberg y Reiting
Además, no sabía todavía lo que harían por fin con Basini.
La noche siguiente atarían a Basini a la cama y azotarían con los floretes de esgrima.
Pero, para sorpresa general, por la mañana siguiente, ya muy temprano, apareció en la clase el director. Lo acompañaban el consejero del colegio y dos profesores. Hicieron que Basini saliera de la clase y lo encerraron solo en un cuarto.
Después el director pronunció un exasperado discurso, en el que se refirió a las crueldades de que había sido objeto Basini, y dispuso que se llevara a cabo una severa investigación.
El propio Basini lo había confesado todo.
Alguien debió advertirle acerca de lo que le espiraba.