Ya al segundo día, después del almuerzo, lo abordaron Reiting y Beineberg.

Törless advirtió la maligna expresión de sus ojos. Evidentemente Beineberg arrastraba aún consigo la vergüenza del fracaso de sus ridículas profecías, y Reiting debía de haberlo preparado para enconarlo aún más.

—He venido a saber que nos insultas. Y que además lo haces en presencia de Basini. ¿Por qué?

Törless no respondió.

—Bien sabes que nosotros no toleramos semejante cosa. Pero porque fuiste tú y porque estamos acostumbrados a tus caprichosas ocurrencias, no nos ofendemos y echaremos tierra sobre el asunto. Sólo que deberás hacer algo.

A pesar de estas afables palabras, en los ojos de Beineberg relucía un maligno brillo.

—Basini irá esta noche al cuarto de arriba. Allí lo amansaremos y le enseñaremos a rebelarse contra ti. Cuando veas que nos levantamos, síguenos.

Pero Törless dijo:

—No… Haced vosotros lo que queráis; pero a mí no me mezcléis en este asunto.

—Esta noche nos aprovecharemos de Basini por última vez; mañana lo entregaremos a la clase, pues comienza a indisciplinarse.

—Haced lo que queráis.

—Pero tú tendrás que estar presente.

—No.

—Basini tiene que ver, precisamente en presencia tuya, que nada puede hacerse contra nosotros. Ayer incluso se permitió desobedecer nuestras órdenes. Lo azotamos hasta dejarlo casi muerto. Y sin embargo conserva su actitud obstinada. Debemos recurrir ahora a medios morales. Humillarlo primero ante ti, luego ante toda la clase.

—Pero yo no iré.

—¿Por qué?

—Porque no.

Beineberg contuvo el aliento. Parecía querer juntar veneno en los labios. Luego se acercó a Törless, casi hasta tocarlo.

—¿Crees verdaderamente que no sabemos por qué? ¿Piensas que no sabemos hasta dónde has llegado con Basini?

—No más lejos que vosotros.

—¿Sí…? ¿E iba a elegirte precisamente a ti como amo protector? ¿Qué me dices? ¿Y precisamente contigo iba a tener tanta confianza? No somos tan tontos.

Törless se enfureció

—Pensad lo que queráis. Lo único que deseo es que me dejéis en paz con vuestras asquerosas historias.

—Ah, ¿te pones otra vez grosero? —Me repugnáis. No tiene sentido vuestra vileza. Sois infames y odiosos.

—Bueno, escucha. Por muchas cosas deberías estarnos agradecido y si, a pesar de eso, crees ahora que puedes rebelarte contra nosotros que fuimos tus maestros, te engañas de medio a medio. ¿Irás esta noche con nosotros o no?

—No.

—Mi querido Törless, si te rebelas y no vas, te ocurrirá exactamente lo que a Basini. Ya sabes en qué situación te encontró Reiting. Eso basta. No te valdrá de nada que nosotros hayamos hecho más o menos lo mismo. Te lo cargaremos todo a ti. Para estas cosas siempre fuiste muy bobo, muy irresoluto; de manera que no sabrás defenderte. Si no modificas a tiempo tu actitud, te entregaremos también a la clase como cómplice de Basini. Y ya veremos cómo él te protege. ¿Entendido?

Como una tempestad cayó sobre Törless aquel torrente de amenazas proferidas ya por Beineberg, ya por Reiting, ya por los dos a la vez. Cuando Beineberg y Reiting se marcharon, Törless se frotó los ojos. Le parecía que había estado soñando; pero conocía a Reiting y sabía que, enojado, era capaz de las mayores ruindades. Y la rebelión y los insultos de Törless parecían haberlo herido profundamente. ¿Y Beineberg? Lo había visto tembloroso, como presa de un odio contenido durante años… Y además, aunque sólo fuera porque se había puesto en ridículo ante Törless…

Sin embargo, cuanto más trágicos se agolpaban en su cabeza los hechos, más indiferentes y mecánicos le parecían a Törless. Tenía miedo de las amenazas. Eso sí, pero nada más. El peligro lo había arrojado en medio del torbellino de la realidad.

Estaba acostado en su cama. Vio cómo Beineberg y Reiting salían del dormitorio y cómo detrás de ellos se arrastraba Basini, con cansado paso. Pero él no los siguió.

Sin embargo, lo torturaban horribles pensamientos. Por primera vez volvió a pensar con entrañable cariño en sus padres. Sentía que necesitaba ese suelo firme, sereno, para asegurar y fijar en él lo que hasta entonces fuera sólo confusión.

Pero ¿qué era eso? No tenía tiempo para meditar ni cavilar sobre los hechos, que se precipitaban. Sólo sintió un vehemente deseo de salir de esa situación confusa, turbadora, un deseo de paz, de leer muchos libros, como si su alma fuera tierra negra en la cual ya germinaban las semillas, sin que todavía nadie supiera lo que habría de nacer de ellas. Se le metió profundamente en el pensamiento la imagen de un jardinero que cada mañana riega los parterres con complacencia regular, serena, en actitud expectante. No podía deshacerse de esa imagen. Su seguridad le parecía concentrar todos los deseos que sentía. ¡Si todo se resolviera de esa manera! ¡Oh, si todo terminara así! Y, sobreponiéndose a su angustia y preocupación, tuvo el convencimiento de que debía hacer cualquier cosa para poder alcanzar ese estado.

Sólo que no veía todavía con claridad lo que debía hacer inmediatamente, pues sus ansias de paz y profundidad no hacían por el momento sino aguzar aún más el terror que sentía por las intrigas que sin duda le estaban preparando. Tenía verdadero miedo de la venganza que le acechaba. Si los otros tramaban realmente entregarlo a la clase, defenderse le demandaría un enorme gasto de energías que era lo que ahora precisamente le faltaba. Y entonces, al pensar en este lío de acontecimientos, en este choque con las intenciones y la enérgica determinación de los demás, un choque muy claramente desprovisto de todo valor, entonces el asco lo abrumaba.

Luego recordó de pronto una carta que recibiera mucho antes de sus padres. Era la respuesta a una que él les había escrito y en la cual les daba cuenta de los singulares estados de ánimo en que solía vivir, antes de que los acontecimientos se hubieran precipitado por el lascivo comportamiento de Basini. La carta de los padres contenía, como siempre, una respuesta serena, formal, llena de aburrida ética, y le aconsejaban que indujera a Basini a denunciarse a sí mismo para poner fin a ese indigno y peligroso estado de dependencia.

Törless había vuelto a leer después aquella carta, cuando tenía junto a sí a Basini desnudo, sobre las blandas mantas del desván. Y en esa ocasión había encontrado un placer especial en hacer que su lengua modulase aquellas sencillas, sobrias, graves palabras, mientras pensaba que los padres, en su clara existencia, llena de luz, permanecían ciegos a las tinieblas en que estaba agazapada, por el momento, el alma del hijo, como un elástico y voraz gato.

Pero hoy, cuando pensó en la carta, le produjo un efecto completamente diferente.

Le invadió una agradable sensación de tranquilidad, como si hubiese sentido el contacto de una mano firme y bondadosa; y en ese instante tomó una resolución. Era una idea que centelleó ante su vista y a la que él se aferró sin pensarlo más, bajo el patrocinio de sus padres.

Aguardó despierto a que los tres volvieran. Luego siguió esperando hasta que oyó la respiración regular de los que dormían. Entonces arrancó presurosamente una hoja de su libreta de notas y, a la incierta luz de la lámpara de noche, escribió en letras gruesas y vacilantes:

«Mañana te entregarán a la clase y allí te aguardarán terribles pruebas. La única salida es que tú mismo te denuncies al director. De cualquier modo, se enterará de todo, pero por lo menos te habrás evitado horribles tormentos. Haz responsables a R. y a B. No digas nada de mí. Ya ves que quiero salvarte».

Y entonces, sigiloso, metió ese billetito en la mano de Basini, que dormía. Luego él también se durmió, agotado por la excitación.