Cuando Törless se acostó en la cama, sintió que todo había llegado a su término, que todo había pasado.

Durante el día siguiente se dedicó, con tranquilidad, a cumplir sus deberes de estudiante. No prestó atención a ninguna otra cosa; Reiting y Beineberg tal vez estuvieran poniendo en obra su programa, punto por punto; pero Törless los evitó.

Al cuarto día, precisamente cuando se encontraba solo, se le acercó Basini. Tenía un aspecto miserable. El rostro pálido y enflaquecido. En los ojos le brillaba la fiebre de un continuo temor. Con tímidas miradas oblicuas y palabras apresuradas, le dijo:

—Tienes que ayudarme. Sólo tú puedes hacerlo. Ya no puedo soportar lo que hacen conmigo. Aguanté todo lo anterior; pero ahora, ahora quieren matarme.

A Törless le resultó difícil responderle. Por fin, dijo:

—No puedo ayudarte. Tú mismo tienes la culpa de todo lo que te pasa.

—Pero, hasta hace poco eras tan cariñoso conmigo…

—Nunca.

—Pero…

—¡Cállate! No era yo… Eso fue un sueño…, un capricho… Y hasta me conviene mucho que la nueva vergüenza que cae ahora sobre ti me haya liberado… Para mí todo está bien así…

Basini dejó caer la cabeza. Sentía que entre él y Törless se extendía ahora un grisáceo, frío mar de desilusión… Törless se mostraba reservado. Era otra persona.

Entonces Basini cayó de rodillas ante él, golpeó con la cabeza en el suelo y clamó:

—¡Ayúdame, ayúdame! ¡Por Dios, ayúdame!

Törless titubeó un instante. No tenía ni el deseo de ayudar a Basini ni la suficiente animadversión para apartarlo de sí. Por eso le dijo lo primero que se le ocurrió.

—Ve hoy por la noche al cuarto del altillo. Volveré a hablar todavía una vez contigo de todo esto.

Al instante siguiente ya estaba arrepentido de haber propuesto tal cosa.

«¿Para qué ir allá otra vez?», se le ocurrió, y luego dijo, pensativo:

—Pero ellos te verán. No puede ser.

—Oh, no. Anoche estuvieron conmigo hasta la madrugada. Hoy dormirán.

—Bueno, por mí, vayamos. Pero no esperes que te preste ayuda.

Törless había concedido a Basini aquella entrevista contra su voluntad, porque estaba convencido de que, habiendo perdido todo interés íntimo por Basini, éste ya no volvería a despertarle ninguna emoción. Sólo una especie de pedantería y una escrupulosidad obstinada le habían llevado a mezclarse una vez más en todo aquello.

Sentía la necesidad de terminar definitivamente.

Basini no sabía cómo comportarse. Estaba tan apaleado, que apenas se atrevía a moverse. Le había desaparecido todo rasgo personal; sólo en los ojos le quedaba un resto que parecía aferrarse angustiosa, suplicantemente, a Törless.

Basini esperaba a ver qué hacía Törless.

Por fin, éste rompió el silencio. Habló rápidamente, de una manera despreocupada, como si una mera cuestión de formalismo le obligara a volver sobre un tema ya cerrado.

—No te ayudaré. Verdad es que por un momento tuve interés en ti, pero eso ya ha pasado. No eres más que una mala persona, un cobarde. Seguramente no eres otra cosa. ¿Qué puede unirme a ti todavía? Antes había creído que podía decir alguna palabra en favor de ti, algo que te disculpara; pero hoy verdaderamente lo único que puedo decir es que eres un mal sujeto y un cobarde. Sé que eso es muy sencillo y que no quiere decir nada, pero es todo cuanto puede decirse de ti. He olvidado lo que antes quería de ti, desde que viniste a verme con tus voluptuosas súplicas. Yo quería encontrar un punto, situado fuera de ti, para observarte desde él… En eso estribaba el interés que tú me despertabas; tú mismo lo has destruido… Bueno, pero basta ya, no te debo ninguna explicación. Sólo quiero preguntarte algo. ¿Cómo te sientes ahora?

—¡Cómo iba a sentirme! Ya no puedo soportarlo más.

—Ahora te tratan con severidad excesiva y eso te duele ¿no?

—Sí.

—Pero ¿es sencillamente un dolor? ¿Sientes que sufres y quieres evitar el sufrimiento? ¿Así, sencillamente y sin complicaciones?

Basini no supo qué responder.

—Sí, comprendo que lo pregunto sólo porque sí; pero me es indiferente. Ya no tengo nada que ver contigo. Te lo dije. Tu trato ya no me hace sentir absolutamente nada. Haz lo que quieras…

Törless hizo ademán de marcharse.

Entonces Basini se arrancó la ropa y se apretó contra Törless. Tenía el cuerpo cruzado por cardenales…, desagradable. Su movimiento le pareció a Törless triste, como el de una prostituta desmañada. Törless se volvió con repugnancia.

Pero apenas hubo dado los primeros pasos en la oscuridad se topó con Reiting.

—¿Qué es esto? ¿Tienes ahora reuniones secretas con Basini?

Törless siguió la mirada de Reiting y vio a Basini, que había quedado atrás. Precisamente en el lugar en que se hallaba de pie Basini entraba, a través de una claraboya, la luz de la luna. La piel azulada, mortecina, marcada por los cardenales, parecía la de un leproso. Mecánicamente Törless procuró explicar su situación.

—Él me pidió que viniéramos aquí.

—¿Y qué quiere Basini?

—Que yo lo proteja.

—Ah, fue en busca del más apropiado para hacerlo.

—Quizá le hubiera prestado protección; pero toda esta historia ya me aburre.

Reiting lo miró, desagradablemente sorprendido. Luego, con tono airado, dijo a Basini:

—Ya te enseñaremos a urdir maquinaciones contra nosotros. Tu propio ángel de la guarda, Törless, será testigo y se divertirá bastante.

Törless se disponía ya a marcharse, pero esa alusión a su propia maldad lo hizo volverse sin reflexionar.

—Escucha, Reiting. Yo no estaré presente. No quiero tener ya nada que ver con este asunto; me repugna.

—¿Así? ¿De golpe?

—Sí, de golpe. Porque antes buscaba algo detrás de esto…

¿Por qué volvía a dominarle ahora esa idea?

—¡Ahá, el segundo rostro!

—Sí, eso mismo; pero ahora sólo veo que tú y Beineberg sois… absurdamente groseros.

—Oh, ya verás cómo Basini come inmundicias —dijo Reiting con aire jocoso.

—Ya no me interesa…

—Pero, te interesó…

—Te dije que sólo mientras la posición de Basini fue para mí un enigma.

—¿Y ahora?

—Ahora no sé nada de enigmas. Las cosas suceden; he aquí la suprema sabiduría.

Törless se asombró de que otra vez se le ocurriesen comparaciones que lo acercaban a aquel perdido círculo de antiguas sensaciones. Cuando Reiting le replicó burlonamente: «Pues no se necesita ir muy lejos para encontrar esa sabiduría»; surgió en él un airado sentimiento de superioridad que le amontonó duras palabras en la boca. Por un momento despreció tanto a Reiting que tuvo ganas de aplastarlo con los pies.

—Podrás burlarte todo lo que quieras. Pero lo que vosotros dos hacéis no es otra cosa que una odiosa, repugnante, sucia infamia.

Reiting echó una mirada oblicua a Basini, que estaba escuchando todo aquello.

—¡Será mejor que te contengas, Törless!

—¡Repugnante, sucia infamia! Ya lo has oído. Entonces Reiting montó en cólera.

—Te prohíbo que nos insultes delante de Basini.

—¡Vaya! No tienes nada que prohibir. Ya pasó el momento en que podías hacerlo. Antes tenía respeto por ti y por Beineberg; pero ahora veo que estáis contra mí. Sois unos locos bestiales, torpes, odiosos.

—¡Cállate la boca, o…!

Pareció que Reiting iba a abalanzarse sobre Törless. Éste dio un paso atrás y le gritó:

—¿Crees que voy a agarrarme a golpes contigo? Ahí está Basini. Haz con él lo que quieras. Y ahora déjame pasar.

Tras breve momento de reflexión, Reiting se hizo a un lado. Ni siquiera tocó a Basini; pero Törless, que lo conocía, estaba seguro de que a sus espaldas un perverso peligro se incubaba.