Törless dejó que los otros actuaran sin oponerles resistencia. En la nueva situación que había surgido, los sentimientos que tenía por Basini se habían enfriado completamente. Y ésta era hasta una solución muy feliz, porque, al menos de un solo golpe lo liberaba de ese vaivén que iba de la vergüenza al deseo, y del que sus simples fuerzas no podían sacarlo. Ahora sentía por lo menos una aversión clara, precisa, contra Basini, como si las humillaciones que éste iba a sufrir fueran a mancharlo.
Por lo demás, estaba distraído y no podía pensar en nada serio, es decir, en lo que antes le había preocupado tanto.
Sólo cuando subía en compañía de Reiting las escaleras que conducían al cuarto de arriba —Beineberg y Basini ya se habían adelantado— se le avivó el recuerdo de lo que antes había experimentado en él. Tenía lúcidamente presentes las palabras con que en aquella ocasión había objetado a Beineberg y ahora deseaba ardientemente volver a adquirir aquella firme confianza, aquella seguridad en sí mismo. En cada escalón echaba vacilante el pie hacia atrás; pero no volvía a sentir la seguridad de antes. Recordaba, eso sí, todos los pensamientos que tuviera entonces; pero ahora le parecían lejanos, como sombras.
Por fin, como no encontraba nada dentro de sí mismo, dirigió su curiosidad otra vez a los hechos que pudieran llegarle desde afuera, y entonces sintió el impulso de adelantarse.
Con rápidos pasos recorrió detrás de Reiting los últimos escalones.
Cuando se cerró detrás de él la chirriante puerta de hierro, Törless pensó con un suspiro que, si bien lo que se proponía hacer Beineberg era tan sólo una ridícula artimaña, representaba, por lo menos, algo seguro, meditado, en tanto que en él mismo todo era impenetrable confusión.
Se sentaron sobre un tirante transversal, llenos de expectación, como antes de comenzar una obra de teatro.
Beineberg y Basini ya estaban allí.
El escenario parecía apropiado para lo que Beineberg se proponía hacer. La oscuridad, el aire pesado, el olor dulzón, pútrido, que exhalaban la tinas llenas de agua, creaban un estado de sueño del que ya nunca parecía posible salir, una inercia fatigada, floja.
Beineberg mandó a Basini que se desvistiera. En medio de la oscuridad la desnudez del muchacho tenía un destello azulado, ambiguo, que en modo alguno resultaba atractivo.
De pronto, Beineberg sacó el revólver del bolsillo y apuntó con él a Basini.
Hasta Reiting se inclinó hacia adelante para poder interponerse en cualquier momento.
Pero Beineberg sonrió, con el rostro singularmente deformado, como si no hubiera querido sonreír, sino tan sólo acallar palabras fanáticas que se le agolparan a los labios.
Basini había caído de rodillas y permanecía como paralizado, mirando con desorbitados ojos el arma.
—Levántate —dijo Beineberg—. Si haces exactamente todo lo que te digo no te ocurrirá nada malo; pero a la menor oposición dispararé contra ti. No lo olvides. De todos modos te daré muerte, pero retornarás a la vida.
La muerte no nos es tan ajena como tú crees. Morimos diariamente…, en el sueño profundo, sin visiones.
De nuevo una contraída sonrisa deformó la boca de Beineberg.
—Ve y arrodíllate ahora allá arriba. —A una altura media corría por debajo del techo un ancho tablón horizontal—. Así, bien recto. Mantente completamente derecho. Debes llegar hasta el punto en que se cruza la otra viga. Y ahora mira hacia arriba, pero sin pestañear. Debes mantener los ojos lo más abiertos que puedas.
Beineberg encendió una lamparilla tan pequeña que, para poder ver algo, tuvo que inclinar la cabeza un poco hacia atrás.
En la penumbra no podía verse gran cosa, mas al cabo de un rato el cuerpo de Basini comenzó a balancearse como un péndulo. Los azulados reflejos le daban aquí y allá en la piel. De vez en cuando Törless creyó distinguir el rostro de Basini contraído por una expresión angustiosa.
Al cabo de un rato, Beineberg preguntó:
—¿Estás cansado?
Hizo la pregunta en el tono habitual de los hipnotizadores.
Luego comenzó a explicar en voz baja, velada:
—La muerte es sólo una consecuencia de nuestro modo de vivir. Vivimos pasando de un pensamiento a otro, de una sensación a la siguiente; de suerte que nuestros pensamientos y sensaciones no fluyen serenamente, como un río, sino que «nos sobrecogen», caen sobre nosotros como piedras. Si observas bien, te das cuenta de que el alma no es algo que paulatinamente vaya cambiando sus colores. Lo que ocurre es que los pensamientos surgen hacia arriba, como guarismos, de un negro foso. Ahora tienes un pensamiento o una sensación y luego otro, como surgido de la nada. Si observas bien, podrás percibir el instante que media entre dos pensamientos y en el que todo es negro. Ese instante es (una vez aprehendido) para nosotros precisamente la muerte; porque nuestra vida no es otra cosa que ir poniendo piedras señaladoras e ir saltando de una a otra, diariamente, por encima de millares de segundos de muerte. En cierto modo vivimos tan sólo en los puntos de apoyo. Por eso tenemos ese ridículo temor a la muerte irremisible, pues ella es el abismo inconmensurable en que caemos cuando no tenemos esas piedras en que apoyar nuestro pie. Para ese modo de vivir ello representa realmente el anonadamiento total; pero sólo en las perspectivas de esta vida, sólo para quien no ha aprendido sino a sentirla de instante en instante. Esto es lo que yo llamo el mal que da saltos, y el secreto de triunfar está en superarlo. Es menester despertar en uno la sensación de que la vida se desliza serenamente. En el momento en que se logra esto está uno tan cerca de la muerte como de la vida. Ya no se vive (según nuestro concepto terrenal), pero tampoco puede uno ya morir. Porque junto con la vida se ha anulado también la muerte. Ése es el instante de la inmortalidad, el instante en que el alma, saliendo de nuestro estrecho cerebro, entra en los maravillosos jardines de su vida. Atiéndeme bien ahora. Adormece en ti todo pensamiento, contempla fijamente esta llama…, no pienses en una cosa y en otra, a saltos… Concentra toda tu atención hacia dentro… Contempla fijamente la llama… El pensamiento se te irá haciendo como una máquina que marcha cada vez más lentamente…, cada vez más… lentamente… Mira hacia adentro… largamente, hasta que encuentres el punto en que te sientas sin ningún pensamiento, sin ninguna sensación… Tu silencio me dará la respuesta… No apartes la mirada de tu interior… Transcurrieron algunos minutos…
—¿Sientes ya el punto…?
No le llegó respuesta alguna.
—Escucha, Basini. ¿Lo has logrado?
Silencio.
Beineberg se puso de pie y su sombra, alargada, se proyectó en lo alto junto a la viga. Arriba el cuerpo de Basini se tambaleaba, perceptible de vez en cuando, absorbido por las tinieblas.
—Vuélvete hacia un lado —le mandó Beineberg—. Lo que ahora obedece es sólo el cerebro —murmuró—. Lo mecánico aún funciona tenuemente, hasta que se borren los últimos rastros. El alma misma está en alguna parte… Tal vez en su futura existencia. Ya no lleva las cadenas de las leyes naturales…
Y volviéndose hacia Törless, le dijo:
—Ya no está condenada a permanecer, como castigo, pesadamente en un cuerpo. Inclínate hacia adelante, Basini. Así, así, muy suavemente… Más todavía, con el cuerpo hacia afuera… Hasta que no se borre el último rastro en el cerebro, los músculos no se aflojarán y no desfallecerá el vacío cuerpo. O bien quedará flotando, no lo sé. El alma ha abandonado el cuerpo. No es ésta una muerte habitual; acaso el cuerpo también quede flotando en el aire, porque ya no lo posee nada, ninguna fuerza de la vida ni de la muerte… Inclínate hacia adelante… Más…, más aún.
En ese momento, el cuerpo de Basini que, con temor había seguido todas las órdenes, cayó pesadamente y con gran estrépito al suelo, a los pies de Beineberg.
Basini lanzaba gritos de dolor. Reiting rompió a reír a carcajadas; pero Beineberg, que había dado un paso atrás, estalló en un grito de furia al comprender la superchería. Con fulminante movimiento se quitó el cinturón de los pantalones, cogió a Basini por el pelo y lo azotó como un loco. Toda la tremenda tensión que había acumulado se descargaba, violenta, en aquellos furiosos azotes. Y Basini aullaba de dolor, y sus gritos resonaban en todos los rincones como los de un perro castigado.
Mientras se desarrollaba toda aquella escena, Törless había permanecido tranquilo. En silencio espero que ocurriera algo capaz de volver a lanzarlo de nuevo al círculo de sus perdidas sensaciones. Era una esperanza insensata, de la que en ningún momento dejó de tener conciencia; pero así y todo, se había aferrado a ella. Sin embargo, ahora sentía que todo había terminado. La escena le repugnaba, le despertaba una aversión muda, muerta, irracional.
Se levantó en silencio y se marchó sin decir palabra. Mecánicamente.
Beineberg continuaba azotando a Basini, implacable.