Y la ocasión de demostrar esa indiferencia se presentó a Törless pocos días después, cuando los amigos se reunieron en el cuarto de arriba. Beineberg estaba muy serio.
Fue Reiting quien comenzó a hablar.
—Beineberg y yo creemos que la manera que hasta ahora hemos tenido de tratar a Basini ya no da resultados. Basini se ha hecho por completo la idea de obedecernos; se ha acostumbrado tanto que no sufre; se ha hecho tan descaradamente dócil como un sirviente. Me parece pues que ha llegado la hora de emplear otros métodos. ¿Estás de acuerdo?
—No tengo la menor idea de lo que queréis hacer con él.
—Sí, no es fácil. Deberíamos continuar humillándolo, mortificándolo. Me gustaría ver hasta qué punto llega. Ahora bien, de qué manera podemos hacerlo es otra cosa. Se me ocurrieron algunas buenas ideas. Por ejemplo, podríamos azotarlo y obligarle a que cantara salmos de agradecimiento. No estaría mal oír el tono de ese cántico. Cada nota tendría un no sé qué de carne de gallina. Podríamos obligarle a hacer las cosas más puercas; podríamos llevarlo a casa de Bozena y hacerle leer en voz alta cartas de su madre. Y Bozena ya se encargaría de poner la nota divertida. Por lo demás, no tenemos prisa alguna. Tendríamos que imaginar y perfeccionar cada detalle, pues sin los detalles resultaría demasiado aburrido. No estaría mal entregarlo a toda la clase hasta sería lo más inteligente. Si muchos contribuyen, aunque cada uno aporte poco bastará para hacerlo pedacitos. En general, me gustan los movimientos de conjunto. Nadie hace nada especial, y sin embargo las oleadas suben cada vez más alto hasta que cubren todas las cabezas. Ya veréis. Nadie se alterará y sin embargo se producirá una tempestad gigantesca. Poner en escena un espectáculo semejante, me agrada sobremanera.
—Pero ¿qué haréis primero?
—Como te dije, me gustaría reservar para después esto último. Por lo pronto, me contentaría con seguir amenazándolo y azotándolo para que continúe asintiendo a todo.
—¿Para qué? —preguntó Törless; y los dos se miraron fijamente a los ojos.
—Vamos, no disimules. Sé muy bien que estás enterado de todo.
Törless se quedó callado. ¿Había sabido algo, Reiting?… ¿O era que sólo le hacía una zancadilla?
—Si lo sabes desde hace tiempo —continuó Reiting—, Beineberg te dijo para qué sirve Basini.
Törless respiró aliviado.
—Pero no pongas esos ojos de sorpresa. Ya los pusiste aquella vez, y al fin de cuentas no se trata de nada tan grave. Por lo demás, Beineberg me confesó que él hacía lo mismo con Basini.
Y entonces Reiting miró a Beineberg con una mueca irónica. Ésa era su manera de tender a otro una trampa, abiertamente y sin ceremonias.
Beineberg, empero, no replicó nada; permaneció en actitud pensativa y apenas abrió los ojos. Reiting dijo:
—Vamos, dinos de una vez qué te propones. A éste se le ha ocurrido una peregrina idea que quiere aplicar a Basini, antes de que nosotros le hagamos otra cosa. Y es una idea muy divertida.
Beineberg continuaba serio; echó a Törless una penetrante mirada y dijo:
—¿Recuerdas lo que una vez hablamos en la sala, detrás del perchero de los abrigos?
—Sí.
—Desde entonces ya nunca hablé de esto, pues la mera charla no tiene sentido para mí; pero no he dejado de reflexionar en ello muy a menudo, puedes creerme. También es cierto lo que Reiting acaba de decirte. Hice con Basini lo mismo que él y tal vez algo más. Y lo hice porque, como ya dije aquella vez, abrigo la creencia de que la voluptuosidad sea quizá la puerta verdadera. Fue como un intento, digamos. No conocía otro camino que llevara a lo que yo buscaba. Pero si uno hace esas cosas sin plan alguno, todo pierde su sentido. Por eso he meditado noches enteras, he meditado sobre la manera de hacer algo sistemático. Ahora creo que la encontré y hemos de hacer la prueba. Verás tú también hasta qué punto estabas entonces equivocado. Todo lo que se afirma del mundo es incierto; todo se comporta de forma diferente. En cierta manera, antes aprendíamos a conocer sólo por el reverso de las cosas, buscando los puntos que la verdadera explicación nos ocultaba; pero ahora creo que puedo mostrar el anverso, el lado positivo, lo otro.
Reiting distribuyó las tacitas de té mientras, con expresión divertida, decía a Törless:
—¡Presta atención! Es muy elegante lo que éste ha tramado.
Y en ese momento Beineberg apagó la lamparilla con rápido movimiento. En medio de la oscuridad, sólo la llama de alcohol del infiernillo proyectaba inquietas, azuladas luces sobre las tres cabezas.
—Apagué la lámpara, Törless, porque así se hablan mejor de estas cosas. Y en cuanto a ti, Reiting, por mi puedes echarte a dormir, si eres tan tonto que no puedes comprender especulaciones más profundas.
Reiting se rió divertido.
—¿Recuerdas, pues, el tema de nuestra conversación, no? Tú mismo echaste de ver esa pequeña particularidad que tienen las matemáticas. Eso es un ejemplo de que nuestro pensar no tiene una base regularmente fija, segura, sino que se mueve entre brechas. Cierra uno los ojos, deja uno por un momento de ser y, no obstante, se encuentra luego con seguridad al otro lado del abismo. A decir verdad, hace ya mucho que deberíamos estar desesperados, pues nuestro saber en todos los aspectos presenta semejantes abismos y no viene a ser otra cosa que una serie de fragmentos de puente que se extienden por un océano insondable. Sin embargo, no desesperamos y nos sentimos tan seguros como si pisáramos terreno firme. Si no tuviéramos este sentimiento de seguridad, nos daríamos muerte, desalentados por nuestro pobre entendimiento. Y ese sentimiento nos acompaña permanentemente, nos mantiene íntegros, protege a nuestra pobre razón y la lleva de la mano, como si fuera un niñito. Pero una vez que hemos cobrado conciencia de esto, ya no podemos negar la existencia del alma. Tan pronto como analizamos nuestra vida espiritual y reconocemos la insuficiencia de la razón, sentimos cabalmente la existencia del alma. La sentimos, ¿comprendes?, pues si no tuviéramos ese sentimiento, desfalleceríamos y nos plegaríamos como bolsas vacías. Ocurre que nos hemos olvidado de considerar ese sentimiento, que sin embargo es uno de los más antiguos. Hace millares y millares de años que lo conocían pueblos separados por millares y millares de millas. Una vez que uno cobra conciencia de él ya no puede negarlo. Sin embargo, no pretendo persuadirte con mis palabras. Te diré sólo lo que es indispensable para que tengas siquiera alguna preparación. Los hechos lo demostrarán. Si aceptamos pues, que el alma existe, entonces es obvio que no tengamos anhelo más vehemente que el de volver a establecer nuestro perdido contacto con ella, familiarizarnos de nuevo con ella, aprender otra vez a emplear mejor sus fuerzas, esas fuerzas suprasensibles que relucen en las recónditas profundidades del alma y cuyo dominio podemos conquistar. Porque todo eso es posible. Ya más de una vez se logró, como lo atestiguan los milagros, los santos, los contempladores indios de Dios…
—Oye Beineberg —le objetó Törless—. Me parece que ahora hablas como apoyándote ya en esas creencias. Has tenido que apagar la lámpara; pero yo te pregunto: ¿hablarías así si estuviéramos ahora entre los otros, si estuviéramos estudiando geografía o historia, si estuviéramos escribiendo cartas a nuestros padres; es decir, si estuviéramos en lugares en que las lámparas arden con claridad y en donde tal vez el prefecto se paseara por entre los bancos? ¿No te parece que tus palabras son un tanto románticas, aventuradas, como si correspondieran a otro mundo de ochocientos años atrás?
—No, mi querido Törless; sostendría exactamente lo mismo. Por lo demás, es un defecto muy tuyo ése de fijarte siempre en los otros. No eres un ser autosuficiente. ¿Escribir cartas a los padres? ¿Quién te dice que ellos puedan seguir las especulaciones nuestras? Somos jóvenes, somos de una generación posterior, tal vez nos estén reservadas cosas que ellos no presintieron en toda su vida. Por lo menos yo lo siento en mí mismo. Pero ¿de qué sirve hablar tanto? Yo voy a demostrároslo.
Sobrevino un prolongado silencio, y al cabo, dijo Törless:
—Y dime, ¿cómo harás para apoderarte de tu alma?, ¿para atraparla?
—Eso no es cosa que vaya a discutir ahora contigo, pues tengo que hacerlo en presencia de Basini.
—Pero por el momento podrías, a lo menos, decirlo.
—Bueno, sí. La historia enseña que existe un solo camino: la absorción en uno mismo. Sólo que eso es muy difícil. Los santos antiguos, por ejemplo, los que vivían en la época en que el alma aún se expresaba en mila-jferos177, podrían alcanzar esa meta con la oración ferviente. Y en esas épocas el alma era de otra índole, pues hoy ese camino le está vedado. Hoy no sabemos qué debemos hacer. El alma ha cambiado y desgraciadamente, mientras tanto, corrieron tiempos en los que no le prestó la atención debida y en los que se perdió irremisiblemente todo contacto con ella. Sólo mediante las más cuidadosas meditaciones podemos encontrar ahora un nuevo camino. De eso me estuve ocupando intensamente en los últimos días. Tal vez pueda lograrse del modo más sencillo con ayuda del hipnotismo; sólo que hasta ahora nunca se ha intentado. Siempre se practica el hipnotismo como una muestra de habilidad profesional; pero no se ha probado todavía si los métodos pueden llevar a algo superior. Lo que sobre esto puedo ya adelantaros es que con Basini no intentaré la manera corriente de hipnotismo, sino una forma más propia que, si no me equivoco, es muy parecida a una que ya se practicaba en la Edad Media.
—¿No es portentoso este Beineberg? —rió Reiting—. Debería haber vivido en la época de las profecías del fin del mundo y entonces habría terminado por creer verdaderamente que el mundo había continuado gracias a sus magias del alma.
Cuando, al oír esta broma, Törless miró a Beineberg, observó que el rostro de éste estaba deformado y rígido, como convulso a causa de una concentración desmesurada. Un instante después se sentía aferrado por dedos fríos como el hielo. Törless se asustó de tan extremada excitación, luego se aflojó la tensión de aquella rígida mano. Y Beineberg dijo:
—¡Oh, no era nada! Sólo un pensamiento. Se me ocurrió algo muy similar, una indicación de lo que habría que hacer…
—Oye, ¡estás realmente un tanto alterado! —dijo Reiting en tono jovial—. Antes parecías un hombre de acero y todo lo que tramabas lo hacías como quien practica un deporte; pero ahora eres como una muchacha.
—¡Ah…! ¡No tienes la menor idea de lo que significa saber que uno está próximo a semejantes cosas, cosas que uno tiene cada día ante sí al alcance de la mano!
—No riñáis —dijo Törless. (En el curso de las últimas semanas se había hecho más firme y enérgico.)— Por mí cada cual puede hacer lo que le parezca. Yo no creo en nada. Ni en tus torturas refinadas, Reiting, ni en las fantasías de Beineberg. Yo mismo no tengo nada que decir. Me limitaré a esperar para ver qué ocurre.
—¿Para cuándo, entonces?
Resolvieron que sería dos días después, por la noche.