El martes por la tarde volvieron al instituto los primeros estudiantes. Otra parte de ellos llegó con el tren de la noche. Había gran animación en todo el edificio.
Törless recibió a sus amigos de mal humor y con fastidio; no había olvidado. Por lo demás, ellos traían de fuera un aire fresco y mundano. Eso hacía avergonzar a Törless, que ahora amaba la agobiante atmósfera de los cuartos estrechos y cerrados.
En general ahora se avergonzaba a menudo; pero no tanto porque se hubiera dejado seducir —pues estas cosas no son raras en los institutos— como porque no podía evitar una especie de cariño por Basini, siendo así que, por otro lado, sentía con mayor agudeza que nunca cuán despreciable y vil era el muchacho.
Tuvo con él frecuentes entrevistas secretas. Lo llevaba a todos los escondites que conocía por Beineberg y como él mismo no era hábil para recorrer aquellos tortuosos caminos, Basini, que se orientaba mejor por ellos, vino a ser el guía.
Por las noches no lo dejaban tranquilo los celos que sentía cuando observaba a Reiting y a Beineberg.
Sin embargo los dos se mantenían apartados de Basini; tal vez ya se habían cansado de él. En todo caso parecía que en ellos se hubiera operado un cambio. Beineberg guardaba una actitud sombría y cerrada. Cuando hablaba, lo hacía siempre para hacer misteriosas alusiones a algo inminente. Y Reiting, por lo visto, había vuelto a concentrar su atención en otras cosas. Estaría tejiendo con su habitual destreza la urdimbre de alguna intriga, pues mientras buscaba ganarse a unos mediante pequeñas amabilidades, asustaba a los otros astutamente haciéndoles comprender que conocía sus secretos.
Cuando estaban los tres juntos, Beineberg y Reiting proponían llevar nuevamente a Basini al cuarto de arriba o que le ordenaran arrastrarse por el suelo.
Törless procuraba postergar aquellos proyectos con toda clase de excusas, pero sufría constantemente al darse cuenta de la simpatía que Basini le inspiraba.
Pocas semanas antes no habría entendido en modo alguno aquel estado en que se hallaba, pues tenía el carácter sano, fuerte y natural, heredado de sus padres.
Pero en realidad Basini no había despertado en Törless un auténtico —aunque igualmente confuso, fugitivo— y verdadero deseo. Cierto es que en Törless había nacido algo semejante a la pasión, pero el amor seguramente no era más que un nombre casual, accesorio, de ello, y Basini sólo su meta interina, transitoria. Porque, en efecto, cuando Törless se encontraba con Basini su deseo nunca se satisfacía en éste, sino que crecía hasta convertirse en una nueva sed sin objeto, que trascendía a Basini.
Lo que ante todo le había deslumbrado era la desnudez de aquel esbelto cuerpo de adolescente.
Törless había tenido la impresión de hallarse frente a una muchachita aún muy joven, en la que todavía no se hubieran desarrollado las formas del sexo. Había sido como un avasallamiento, como un ataque por sorpresa. Y la pureza que en última instancia había en ese estado era lo que animaba aquellas relaciones con un sentimiento maravillosamente nuevo, inquieto. Todo lo demás contaba poco. Lo otro, el deseo, hacía ya mucho que estaba presente. Lo estaba en casa de Bozena y aún mucho antes. Era la misteriosa y melancólica voluptuosidad sin objeto, que no se refería a nadie; era esa voluptuosidad del adolescente que es como la húmeda, negra tierra de primavera, cargada de simientes, y como esas oscuras corrientes subterráneas que sólo necesitan un motivo fortuito para aflorar a la superficie.
La aventura que había vivido Törless había sido ese motivo. Por obra de una sorpresa, de un equívoco, de un desconocimiento de sus propias impresiones, los callados escondites en los que el alma de Törless había reunido todo lo secreto, prohibido, lascivo, incierto y solitario, habían estallado y toda aquellas oscuras conmociones se encauzaron hacia Basini. Porque allí toparon por fin con algo cálido, con algo que alentaba, que exhalaba cierto aroma, que era carne; con algo en lo que los imprecisos y voluptuosos sueños cobraban forma sin perder su belleza, siendo así que en cambio Bozena los había azotado con cáustica fealdad. Aquello le había abierto de golpe una puerta a la vida y, a la media luz que surgiera, se mezclaba todo, deseo y realidad, lascivas fantasías e impresiones que aún conservaban los cálidos rastros de la vida, sensaciones que le venían de fuera y llamas que la envolvían desde dentro, abrazándolas hasta el punto de que ya no era posible reconocerlas.
Y el propio Törless ya no podía discernir estas cosas; para él todo estaba unido en un único, confuso, inarticulado sentimiento, que Törless, en su sorpresa, bien podía confundir con el amor.
Sin embargo, pronto aprendió a distinguirlo todo con más claridad. Una extraña inquietud lo llevaba de aquí para allá sin reposo. Dejaba en seguida, apenas iniciada, cada cosa que emprendía. No podía sostener ninguna conversación con sus camaradas; sin motivo alguno se quedaba callado o distraídamente cambiaba de tema. Le ocurría también que, en medio de la charla, lo inundaba una ola de vergüenza, de modo que enrojecía, comenzaba a balbucear y debía alejarse.
Durante el día eludía a Basini. Cuando no conseguía evitar mirarlo, casi siempre, le sobrecogía un sentimiento de desencanto; cada movimiento de Basini le llenaba de asco. Las inciertas sombras de sus ilusiones daban paso a una fría, chillona claridad. El alma parecía encogérsele hasta que ya no le quedaba otra cosa que el recuerdo de un deseo anterior que se le antojaba ahora indeciblemente incomprensible y repulsivo. Golpeaba el suelo con los pies y encorvaba el cuerpo sólo para librarse de esa dolorosa vergüenza.
Se preguntaba qué dirían los demás, sus padres, sus profesores, si conocieran su secreto.
Pero con esta última reflexión desaparecían regularmente sus tormentos. Era entonces presa de un fresco cansancio. La piel caliente de su cuerpo se le estiraba en una sensación de agradable frescura. Y entonces, tranquilo, veía pasar a todos ante sí; pero sin embargo sentía por todos cierta animadversión. En secreto sospechaba las peores cosas de cualquiera con quien hablara.
Y además creía que a los otros les faltaba esa vergüenza suya. No creía que los otros sufrieran como él; le parecía que les faltaba la corona de espinas del remordimiento.
También se sentía como aquél que ha despertado de una profunda agonía. Como aquél que ha sido rozado por las sigilosas manos de la disolución, como aquél que no puede olvidar la serena sabiduría de una enfermedad prolongada.
En ese estado se sentía feliz y tornaban a darse con más frecuencia los momentos en que anhelaba encontrarse a sí mismo.
Esos momentos comenzaron cuando de nuevo pudo contemplar a Basini con indiferencia, y, sonriente, considerar lo repugnante y bajo de su conducta. Sabía entonces que se envilecía, pero él daba a esto un nuevo sentido. Cuando más feo e indigno era lo que Basini le ofrecía, tanto más opuesto era el sentimiento de una pasión delicada, que solía invadirle después.
Törless se retiraba a algún rincón apartado desde el que poder ver a los demás sin ser visto. Cuando cerraba los ojos, sentía nacer en él un impulso impreciso, y cuando los abría no encontraba nada con que poder compararlo. Y luego surgía de pronto el pensamiento de Basini, que lo arrastraba todo con él. Pero ese pensamiento pronto perdió su carácter determinado. Ya no parecía pertenecerle a Törless ni referirse a Basini. Era un pensamiento que estaba cercado enteramente por sensaciones, como por voluptuosas mujeres vestidas con largos disfraces y con los rostros cubiertos por antifaces.
Törless no conocía a ninguna por el nombre; no sabía de ninguna qué cosa ocultaba; pero precisamente en ello estribaba su fascinante hechizo. Él mismo ya no se conocía; pero justamente por eso se le agigantaban las ansias de entregarse a violentos y despreciables excesos, como cuando en una fiesta galante se apagan de pronto las luces y ya nadie sabe a quién arrastra al suelo y cubre de besos.
Cuando hubo dejado atrás los acontecimientos de su adolescencia, Törless se convirtió en un muchacho de espíritu refinado y sensible. Entonces fue uno de esos seres de naturaleza estético-intelectual, a los cuales, la observancia de la ley, e incluso, en cierta medida, de la moralidad pública, ofrece tranquilidad y serenidad, pues así se ahorran el tener que reflexionar sobre cosas groseras y sobre todo lo que se halle lejos de los estados espirituales más exquisitos; uno de estos seres, sin embargo, en los cuales la magnífica corrección exterior, teñida de un toque de ironía, se relaciona en seguida con una sutil indiferencia cuando se espera de ellos que muestren por las cosas concretas un interés personal que trascienda la legalidad y la moralidad estrictas. Pues ese interés personal, ese justo conocimiento de sí mismo, se concentra sólo, en esos seres, en el desarrollo del alma, del espíritu, o como quiera se llame aquello que, en nuestro interior, se hace grande mediante un pensamiento nacido entre las palabras de un libro o a través de lo que nos dice un cuadro, a media voz, cuando nos hallamos frente a él; aquello que de vez en cuando se despierta en nosotros cuando alguna melodía solitaria y voluble pasa por delante nuestro sin pararse y, desde lejos, con movimientos que nos resultan extraños, pinza el hilo rojo y delicado de nuestra sangre y lo arrastra; algo que, de todos modos, no se halla presente cuando escribimos un documento oficial, cuando planeamos una máquina, cuando vamos al circo, o al librarnos a mil actividades parecidas.
A tales seres, pues, les resultan de una importancia suprema todas las cosas que signifiquen exigencia para su propia circunspección moral. Por eso Törless, a lo largo de su vida, nunca se arrepintió de aquella experiencia en el instituto. Sus inclinaciones se habían vuelto tan selectivas y de una exquisitez tan afilada que, si alguien le hubiera contado alguna historia similar sobre los excesos de cualquier libertino, ni se le hubiera ocurrido dirigir la indignación contra tamaños disparates. No habría despreciado a un ser así por el sólo hecho de ser un libertino, sino por el hecho de no ser nada mejor; no por las fechorías cometidas, sino por el estado espiritual que le movía a cometerlas; por el hecho de ser estúpido o porque su razón habría demostrado no conocer el sentido del equilibrio espiritual…: es decir, lo habría criticado sólo a causa del aspecto triste, miserable y desvalido que habría ofrecido. Y lo habría despreciado tanto en el caso de que el vicio consistiera en desarreglos sexuales, como en el fumar de un modo incontrolado y excesivo, como en la tendencia a beber.
Y, como en el caso de todos los que se ocupan exclusivamente de mejorar y hacer más elevada su espiritualidad, la mera presencia de afanes voluptuosos o desaforados significaba muy poca cosa para él. Le gustaba tener en cuenta que la capacidad de gozar, la habilidad artística y en general la vida espiritual más refinada son una joya delicada que hay que tratar con cuidado porque podemos hacernos daño con ellas. Consideraba como una cosa inevitable que una persona con una vida interior rica y agitada viva momentos de los que nadie debe saber nada y tenga recuerdos que conserva en los recodos más secretos del pensamiento. Y sólo exigía, de una persona así, que más adelante fuera capaz de servirse de su propia finura.
Así, cuando una vez alguien a quien él había contado la historia de su adolescencia le preguntó si este recuerdo no le causaba vergüenza de vez en cuando, Törless respondió, con una sonrisa: «No puedo negar que se trató de una bajeza. ¿Por qué iba a negarlo? Ha pasado. Pero algo quedó: aquella pequeña dosis de veneno necesaria para liberar el alma de un exceso de salud segura y acomodada, pero que le da, a cambio, una salud más aguzada, sutil e inteligente».
Al fin y al cabo, ¿hemos de contar las horas de degradación que nos han dejado una marca de fuego en el alma después de cada gran pasión? ¡Pensad sólo en las horas de voluntaria humillación a causa del amor! Esas horas ensimismadas en que los enamorados se abocan como ante el borde de un profundo pozo, o en que descansan mutuamente el oído en el corazón del otro por ver si oyen en su interior el ruido impaciente de las garras de grandes gatos intranquilos rascando las paredes de su prisión. ¡Y todo para acabar sintiendo su propio temblor! ¡Y todo para aterrorizarse ante la propia soledad más allá de estos fondos de tinieblas, marcados con fuego! ¡Y todo para echar a correr —con el miedo de quedarse solo con estas fuerzas siniestras— y refugiarse del todo uno en el otro!
Basta con mirar a los ojos los matrimonios jóvenes. Parece que sus ojos digan: —Eso es lo que crees, ¿verdad?…, pero no puedes ni imaginar hasta qué profundidad podemos sumergirnos. En tales ojos hay una mofa muy grande contra aquél que no sabe nada de todo lo que sus propios ojos saben, y el afectuoso orgullo de los que han caminado juntos a través de todas las moradas del infierno.
Y así como esos enamorados caminan uno al lado del otro, asimismo ando yo a través de todas estas cosas vividas.
A pesar de todo, aunque más adelante Törless considerara así las cosas, antes, cuando se había hallado bajo el empuje de sensaciones solitarias y anhelantes, no siempre había tenido la confianza, ni mucho menos, de que las cosas llegarían a buen fin. De los enigmas que lo habían estado acechando hasta hacía poco, había quedado una especie de secuela que vibraba en el fondo de sus experiencias como el eco lejano de una nota oscura. Eso era aquello en que no quería ya continuar pensando.
Pero de vez en cuando algo le obligaba a pensar en ello de nuevo. Entonces quedaba sumido en una profunda desesperación; y una vergüenza muy distinta, una vergüenza cansada y desalentada lo abrumaba en medio de tales recuerdos.
A pesar de todo, fue siempre capaz de sobreponerse, hasta que pasó aquello.
Eso era algo que facilitaban las peculiares condiciones de vida en el instituto. Allí, donde las fuerzas impetuosas de la juventud quedaban limitadas entre las paredes grisáceas, esos impulsos se dirigían hacia una fantasía que acariciaba sin orden alguno imágenes tan voluptuosas, que a más de uno le habían sacado de quicio.
Un pequeño grado de desenfreno era incluso considerado como muestra de virilidad y de audacia, como la atrevida toma de posesión de placeres considerados hasta entonces como prohibidos. Sobre todo, si uno se comparaba con el aspecto honorable y tieso de los profesores. Porque entonces la palabra de advertencia «moral» quedaba asociada ridículamente a espaldas estrechas, barrigas prominentes sobre dos piernas como palillos y unos ojos tan inofensivos, tras las gafas, como dos ovejas paciendo, como si la vida no fuera más que un prado florido, algo edificante y solemne.
En el instituto, por fin, nadie sabía todavía lo que era la vida, ni tenían la más pequeña idea de todas las gradaciones que bajan de la ordinariez y la corrupción hasta el nivel de la enfermedad y lo grotesco, que es lo que primero llena de repulsa a los adultos cuando oyen hablar de estas cosas.
Todas estas inhibiciones, que tienen una repercusión más grande de lo que tendemos a imaginar, era algo desconocido para Törless. Había sido su absoluta inconsciencia lo que le había movido a cometer semejante debilidad.
Pues la fuerza mortal de la resistencia, esta delicada facultad sensible del espíritu que más adelante llegó a ponderar en tal extremo, era algo que desconocía en aquel tiempo de instituto. Pero apuntaba ya, por cierto. Törless andaba despistado, sólo veía las ondas que proyectaba en su conciencia alguna cosa todavía desconocida, y las tomaba ya, erróneamente, por verdades: pero tenía una labor que cumplir con sí mismo, una empresa espiritual. Aunque no fuera lo suficientemente mayor como para asumir la responsabilidad que ello comportaba.
Sabía sólo que había estado siguiendo alguna cosa todavía indefinida, por un camino que conducía hasta lo más profundo de su ser, y estaba ya agotado. Se había acostumbrado a depositar esperanzas en descubrimientos misteriosos y extraordinarios, y por eso se había metido por los callejones estrechos y retorcidos de la sensualidad. No por una perversión, sino movido por una situación espiritual todavía desprovista de meta.
Y, esa deslealtad hacia alguna cosa seria y esforzada, centrada en él mismo, la experimentaba con una turbia conciencia de culpabilidad, un asco indeterminado y oculto no acababa de abandonarlo, y un incierto temor lo perseguía a aquél que, en la oscuridad, no sabe ya si está corriendo por el mismo camino que eligió una vez, o si ha perdido aquella pista desde hace tiempo.
En tales casos se esforzaba en no pensar nada. Sordo y mudo, iba haciendo mientras olvidaba todas las preguntas de otrora. El delicioso goce que había sentido en los actos de humillación, se volvió cada vez más raro.
Cierto es que aquel goce no le había abandonado del todo, pero Törless, al final de esta etapa, no presentaba ya resistencia de ningún tipo cuando se tomaban nuevas decisiones sobre el destino de Basini.