Por la noche, Törless estuvo a punto de precipitarse sobre Basini. Hasta ese punto era viva la voluptuosidad que se le había despertado después de aquel penoso día sordo, pasado sin pensamiento. Afortunadamente, el oportuno sueño se la extinguió.
Transcurrió el día siguiente, que no aportó otra cosa que la misma infecundidad del silencio. El silencio, la espera… excitaban a Törless. La continua atención consumía en él toda energía espiritual, de suerte que se quedó incapaz de cualquier pensamiento.
Agotado, decepcionado, dudando penosamente de sí mismo e insatisfecho, se acostó muy temprano.
Hacía ya rato que estaba a medias entregado al sueño, en un tranquilo sopor, cuando oyó que entraba Basíni.
Sin moverse, siguió con los ojos la oscura silueta que pasó junto a su cama; oyó el ruido que el otro hizo al quitarse las ropas y luego el rumor de las sábanas al cubrirse el cuerpo.
Törless contuvo la respiración; sin embargo ya no pudo oír nada más. Con todo, no le abandonaba la sensación de que Basini no dormía, sino que estaba tenso, lo mismo que él, aguzando el oído en medio de las tinieblas. Así pasaron varios cuartos de hora…, horas enteras. El silencio se interrumpía sólo aquí y allá por el leve ruido de un cuerpo que se revolvía en la cama.
Törless se hallaba en un singular estado, que lo mantenía despierto. La noche anterior habían sido imágenes sensuales, productos de su fantasía, lo que lo habían excitado vehementemente. Sólo al final esas imágenes se habían referido a Basini; pero la implacable mano del sueño había terminado por hacerlas desvanecer, y ahora únicamente tenía de ellas un recuerdo muy oscuro. Pero hoy, desde el principio no sentía otra cosa que un deseo impulsivo de levantarse y de llegarse hasta Basini. Mientras tuvo la sensación de que Basini velaba y aguzaba el oído hacia él, apenas pudo contenerse. Y ahora, puesto que Basini ya probablemente estaba durmiendo, sentía la tremenda comezón de precipitarse sobre el joven dormido, como si fuera una presa.
Törless sentía ya en todos los músculos los movimientos que haría al incorporarse para abandonar la cama. Sin embargo, aún no podía salirse de su inmovilidad.
«¿Qué haré, de hecho, junto a él?», se decía por fin, casi en voz alta, sobresaltado. Y tuvo que confesarse que la ferocidad y la voluptuosidad que sentía no tenían un objeto preciso. Si realmente se hubiera abalanzado sobre Basini, se habría encontrado en apuros. ¿Querría golpearlo, flagelarlo? ¡Dios lo librara de ello! ¿Y cómo podría, entonces, acallar la excitación de sus sentidos? Le acometió una náusea de horror cuando involuntariamente, pensó en los diferentes y pequeños vicios de los muchachos. ¿Exhibirse así ante otro ser humano. Nunca…?
Pero a medida que iba creciendo esa sensación de horror y de repugnancia, se le hacía más fuerte el impulso de llegarse hasta Basini. Por fin comprendió toda la insensatez de semejante acto. Pero un impulso verdaderamente físico parecía arrastrarlo fuera de la cama, como si Törless estuviera atado a una soga que tirara de él. Y mientras borraba de su cabeza todas las imágenes y se decía, sin cesar, que ahora lo mejor sería buscar el sueño, se incorporó mecánicamente en el lecho. Muy lentamente —Törless sentía muy bien cómo ese impulso iba venciendo sólo paso a paso las resistencias— se levantó. Primero sacó un brazo, luego dobló el torso, después saco una rodilla de debajo de las mantas…, y por fin, bruscamente, se precipitó, descalzo y de puntillas, a la cama de Basini, en cuyo borde se sentó.
Basini dormía.
Tenía todo el aspecto de estar soñando cosas agradables.
Törless no era dueño de sus actos. Por un instante se quedó sentado, contemplando el rostro del compañero dormido. Le cruzaron por la cabeza esos pensamientos breves, desgarrados, que tenemos cuando perdemos el equilibrio, cuando tropezamos o cuando alguien nos arrebata un objeto de las manos. Y sin reflexionar, tomó a Basini de los hombros y lo sacudió para despertarlo.
El durmiente se agitó varias veces, luego despertó y miró a Törless con ojos soñolientos.
Törless se sobresaltó. Estaba completamente perturbado. Por primera vez se daba cuenta de lo que había hecho y no sabía qué decir ahora. Se avergonzó profundamente. Oía cómo le golpeaba el corazón en el pecho. A la lengua le acudieron palabras de explicación, de excusa. Iba a preguntarle a Basini si tenía fósforos o si podía decirle qué hora era…
Basini seguía mirándolo aún sin comprender.
Törless retiró de pronto la mano, sin decir palabra; ya se disponía a apartarse de esa cama para deslizarse a la suya…, y en ese momento Basini pareció comprender la situación y se incorporó dando un respingo.
Törless permaneció indeciso junto a Basini. Éste seguía mirándolo con ojos inquisitivos, interrogantes. Luego abandonó el lecho, se cubrió con un abrigo, se calzó las pantuflas y avanzó con pasos cautelosos.
Törless comprendió claramente que aquello no ocurría por primera vez.
Al pasar por su cama recogió la llave del cuarto de arriba, que tenía oculta bajo la almohada…
Basini tomó directamente el camino que conducía al cuartito. Parecía conocer perfectamente aquel camino que en otra ocasión le habían ocultado. Mantuvo firmemente la caja de madera cuando Törless se subió a ella hizo a un lado las bambalinas, todo con discretos movimientos como un diestro lacayo.
Törless abrió la puerta y entraron en la habitación. De espaldas a Basini tardó un rato en encender la lamparilla.
Cuando se volvió, Basini estaba frente a él, desnudo. Involuntariamente, Törless retrocedió un paso. La repentina aparición de ese cuerpo desnudo, blanco como la nieve, detrás del cual el rojo de las paredes parecía sangre, lo deslumbró y lo intimidó. Basini tenía hermosas formas. Su cuerpo estaba desprovisto casi de todo rastro de líneas viriles. Era de una delgadez esbelta, casta, como la de una muchacha; y Törless sintió que la imagen de esa desnudez encendía sus nervios con cálidas, blancas llamas. No podía sustraerse a la fuerza de esa belleza. Antes no había sabido lo que era la belleza, porque, ¿qué podía saber del arte a su edad? Hasta una cierta edad, cuando uno ha sido educado al aire libre, el arte es una cosa incomprensible y aburrida.
Pero ahora la belleza se le había manifestado por el camino de la sensualidad. Secretamente, de improviso De la piel desnuda se desprendía como un aliento cálido, enloquecedor, una suave y voluptuosa coquetería. Y sin embargo, en aquel cuerpo había algo de solemne e inexpugnable que incitaba a doblar las manos en señal de respeto.
Pero, pasado el primer momento de sorpresa, Törless se avergonzó tanto de una cosa como de la otra. «¡Pero, si es un hombre!». El pensamiento le sublevó; más, así y todo, le parecía que una muchacha no podía estar hecha de otra manera.
Avergonzado, increpó a Basini.
—Pero ¿qué te has creído? ¡Vuelve a vestirte inmediatamente…!
Basini pareció confundido; titubeando y sin dejar de mirar a Törless recogió el abrigo del suelo.
—¡Siéntate allí! —dijo Törless señalándole un lugar; Basini obedeció. Törless, con las manos cruzadas a la espalda, se apoyó contra la pared—, ¿Por qué te has desnudado? ¿Qué pretendías de mí?
—Yo… pensé… —dijo Basini titubeando.
—¿Qué pensaste?
—Pues los otros…
—¿Qué otros?
—Beineberg y Reiting…
—¿Beineberg y Reiting? ¿Y qué hacían ellos? ¡Tienes que contármelo todo! ¡Lo quiero! ¿Entiendes? Aunque, por supuesto, ellos ya me lo dijeron.
Törless enrojeció al decir esta torpe mentira. Basini se mordió los labios.
—¡Bueno, empieza!
—No. No me pidas que te cuente. ¡Por favor, no me lo pidas! Haré todo lo que quieras, pero no me hagas contar esas cosas… ¡Oh, tienes una manera muy especial de atormentarme…!
En los ojos de Basini luchaban el odio, el miedo y un suplicante ruego. Törless moderó involuntariamente su actitud.
—No quiero atormentarte. Sólo quiero que me digas tú mismo toda la verdad. Quizá en tu propio interés.
—Pero, si yo no hice nada que valga la pena contarse.
—¿Sí? ¿Entonces por qué te desnudaste?
—Ellos me lo exigían.
—¿Y por qué lo hacías lo que ellos te exigían? Eso significa que eres un cobarde, un miserable cobarde.
—¡No, no soy cobarde! ¡No digas eso!
—¿Quieres callarte? Si temes los golpes de ellos, tampoco los míos te vendrán mal.
—No tengo miedo a que me peguen.
—¿No? ¿Y entonces…?
Törless volvía a hablar con calma. La grosera amenaza que había proferido lo irritaba. Pero se le había escapado involuntariamente, sólo porque le parecía que Basini alzaba más la cresta con él que con los otros.
—Si verdaderamente, como dices, no tienes miedo, ¿qué ocurre contigo?
—Ellos dicen que si me someto a su voluntad, al cabo de un tiempo me será perdonado todo.
—¿Que ellos dos te perdonarán?
—No, en general.
—¿Cómo pueden prometer tal cosa? También estoy yo, ¿no es cierto?
—Dicen que ellos se ocuparán de arreglarlo todo.
Al oír estas palabras, a Törless le pareció que había recibido un golpe en la cabeza. Pensó en lo que le había dicho Beineberg, quien le asegurara que, dado el caso. Reiting obraría con él del mismo modo que con Basini ¿Y qué haría si realmente era víctima de una intriga? No estaba a la altura de los otros dos para hacerles frente ¿Y hasta dónde llevarían ellos sus maquinaciones? ¿Hasta el punto en que las habían llevado con Basini? Todo en él se rebelaba furiosamente contra ese malicioso pensamiento.
Transcurrieron algunos minutos. Sabía que, a fuerza de osadía y perseverancia, podían hacerlo víctima de una de esas maquinaciones, pero sólo porque él mismo se interesaba tan poco en esas cosas, porque nunca sentía que toda su personalidad estaba en juego. Y en ellas siempre era más lo que podía perder que lo que podía ganar. Pero si alguna vez los hechos se presentaran de otra manera y lo urgieran a la acción, él —estaba seguro— sería enérgico, resistente, arrojado. Sólo había que saber cuál era el momento oportuno para jugarse todo.
—¿Te han dicho algo más…? ¿Sobre lo que piensan hacer…? Quiero decir, ¿que se refiera a mí?
—¿Algo más? No. Sólo dijeron que ya se ocuparían de arreglarlo todo.
Sin embargo… había ahora un peligro…, oculto en alguna parte…, que acechaba a Törless;… a cada paso podía caer en una trampa, cada noche podía ser la última anterior a la lucha. Ese pensamiento estaba henchido de una horrible incertidumbre. Ya no se trataba ahora de un blando abandonarse, de jugar con enigmáticos rostros… Esto tenía ahora aristas muy duras, y era sensiblemente la realidad.
Tornaron a hablar.
—¿Y qué hacen contigo?
Basini permaneció en silencio.
—Si realmente quieres corregirte, debes decírmelo todo.
—Me hacen desnudar.
—Sí, sí, ya lo vi… ¿Y luego?…
Pasó un breve momento de silencio y, de pronto, Basini dijo:
—Varias cosas.
Lo dijo con una entonación amorosa, femenina.
—¿Quieres decir entonces que eres su… a…mante?
—¡Oh, no, soy su amigo!
—¿Cómo puede entenderse lo que dices?
—Sí, ellos mismos lo dicen.
—¿Cómo…?
—Sí, Reiting.
—¡Ah, Reiting!
—Sí, es muy amigo mío. Casi siempre me hace desvestir y luego que le lea en voz alta libros de historia: de Roma y de sus emperadores, de los Borgia, de Timur Chan. Bueno, ya sabes, esas cosas horrendas, sangrientas. Pero después es incluso cariñoso conmigo… y después, casi siempre me pega…
—¿Cómo?… Ah, sí.
—Sí. Reiting dice que, si no me azotara, él creería que soy un hombre y entonces ya no podría ser tan blando y cariñoso conmigo. Pero de esa manera yo vengo a ser cosa suya, y él ya no se avergüenza.
—¿Y Beineberg?
—Oh, Beineberg es horrible. ¿No te parece que hasta tiene mal aliento?
—¡Calla! Lo que a mí me parezca no es cosa que te importe. Cuéntame lo que Beineberg hace contigo.
—Pues también más o menos lo que hace Reiting, sólo que… ¡Pero no vuelvas a injuriarme así!…
—Adelante.
—… sólo que da ciertos rodeos. Me suelta largos discursos sobre mi alma, me dice que la he manchado; pero, en cierto modo, sólo la primera morada del alma. Y esa primera morada es algo completamente insignificante, exterior, respecto de la morada más íntima. Según él, habría que matar los deseos de esa morada. Así muchos pecadores llegaron a ser santos. El pecado no es cosa tan mala considerado desde un punto de vista superior; sólo que es menester llevarlo hasta un extremo para vencerlo. Luego Beineberg me hace permanecer inmóvil, contemplando un cristal tallado…
—¿Te hipnotiza?
—No. Dice que lo que quiere es adormecer y privar de fuerza aquellas cosas que andan vagando por la superficie de mi alma. Sólo así podrá tener relaciones con mi misma alma.
—¿Y qué clase de relaciones tiene con tu alma?
—Éste es un experimento que todavía nunca dio buen resultado. Él se sienta y yo debo tenderme en el suelo de manera que Beinebérg pueda ponerme los pies sobre el cuerpo. La contemplación del cristal debe adormecerme. Entonces él me manda que ladre y me dice con detalle cómo debo hacerlo; suavemente, con un gemido, más alto, es decir, de la manera que ladra un perro cuando se despierta.
—¿Y todo eso para qué?
—No se sabe para qué puede servir. También me hace gruñir como un cerdo y no deja de repetirme que en mí hay algo de ese animal. Pero no lo dice por insultarme. Me lo repite en voz muy baja y en tono muy ansioso, como para, según dice él, metérmelo en los nervios. Porque él sostiene que probablemente una de mis existencias anteriores haya sido la de un animal, que es menester expulsar de mí con alguna artimaña para neutralizar sus malos efectos.
—¿Y tú crees todo eso?
—¡Dios me libre de tal cosa! Me parece que ni siquiera él mismo lo cree. Además, al terminar se comporta de una manera bien diferente. ¿Por qué iba a creer en semejante cosa? ¿Quién cree hoy en las almas y en la transmigración de las almas? Bien sé que cometí una falta, pero siempre tuve la esperanza de poder repararla. No me parece que sea necesaria aquí ninguna artimaña. Por lo demás, no me rompo la cabeza tratando de averiguar cómo pude dar ese mal paso. Esas cosas ocurren tan rápidamente, tan por sí mismas. Sólo después advierte uno que ha hecho algo insensato. Pero si a Beineberg le da gusto buscar allí algo sobrenatural, por mí que lo haga. Claro está que por el momento estoy sometido a su voluntad. Si a lo menos se le ocurriera ahora dejar de pincharme…
—¿Cómo?
—Sí, con una aguja…; pero no muy vivamente, sólo para ver cómo reacciono. Por ver si en algún lugar de mi cuerpo se manifiesta algo notable. De todas maneras es doloroso. Beineberg sostiene que los médicos no saben nada de esto. No sé qué pretende demostrar. Sólo recuerdo que me habla mucho de faquires que, cuando contemplan su alma, son insensibles a los dolores corporales.
—Ah, sí, conozco esas ideas; pero tú mismo dijiste que eso no era todo.
—Claro está que no. Te dije también que todas estas cosas me parecían sólo rodeos. Después llega un momento en el que Beineberg permanece callado y yo no sé qué le pasa. Pero de pronto estalla y exige de mí favores…, como un poseso…, con mucha más violencia que Reiting.
—¿Y tú haces todo lo que te piden?
—¿Qué otro remedio me queda? Quiero volver a ser otra vez un hombre decente y estar tranquilo.
—Pero ¿lo que ocurre mientras tanto te es tan indiferente?
—No puedo hacer otra cosa.
—Presta ahora atención y contesta a mi pregunta: ¿cómo pudiste robar?
—¿Cómo? Pues mira, necesitaba urgentemente ese dinero. Tenía una deuda con Traiteur y él ya no quería esperar más para cobrarla. Además, yo sabía que en esos días iba a recibir cierta cantidad de dinero. Ninguno de los compañeros quería prestarme. Algunos no tenían ellos mismos nada, y los que ahorran se alegran cuando uno que no lo hace se ve en dificultades. Por cierto que yo no quería estafar a nadie. Lo único que quería era tomar en préstamo secretamente…
—No tengo la misma opinión —le interrumpió Törless impaciente por la manera que Basini tenía de aligerar su falta—. Te pregunto cómo pudiste hacer eso, qué sentiste en ese momento, qué experimentaste en tu interior en ese instante.
—Pues bien…, absolutamente nada. Sólo duró un instante, no sentí nada, no pensé en nada; sencillamente ocurrió de pronto.
—Pero ¿y la primera vez con Reiting? ¿Cuando por primera vez te pidió ciertas cosas? ¿Comprendes…?
—Oh, me fue bastante desagradable, porque era algo que me mandaba hacer. Pues si hubiera sido de otro modo…, piensa que muchos hacen lo mismo voluntariamente, por gusto, sin que los demás se enteren de nada. Así probablemente no sea tan duro.
—Pero tú lo hiciste obedeciendo a un mandato. Te has envilecido, te has humillado. Es como si te hubieras estado revolcando en medio de las inmundicias.
—Lo admito, pero tenía que hacerlo.
—No, no tenías que hacerlo.
—Me habrían azotado, me habrían denunciado. Toda la vergüenza hubiera caído sobre mí.
—Bueno, dejemos eso. Quiero saber otra cosa de ti. Escucha, sé que has gastado mucho dinero en casa de Bozena, que te has pavoneado, te has jactado ante ella, has hecho gala de tu virilidad, ¿no? Quieres decir entonces que quieres ser un hombre. No sólo de palabra y con…, sino con toda el alma. Pues mira, ya que alguien te pide una vez algo tan humillante y en el mismo momento sabes que eres demasiado cobarde para decirle «no», ¿no sientes como un desgarramiento en todo tu ser? ¿Un horror impreciso, como si se hubiera consumado en ti algo indecible?
—Dios mío, no te comprendo. No sé lo que quieres. No puedo decirte nada, absolutamente nada.
—Entonces, presta atención. Ahora te mandaré que vuelvas a desnudarte.
Basini sonrió.
—Vamos, tiéndete en seguida en el suelo. No te rías. Te lo mando de veras, ¿oyes? Si no obedeces inmediatamente ya verás lo que te espera cuando regrese Reiting… Así, así está bien. ¿Ves? Ahora estás desnudo ante mí en el suelo. Y hasta tiemblas. ¿Tienes frío? Ahora podría escupirte en el cuerpo si se me antojara. Aplasta más la cabeza contra el suelo. ¿No te parece muy singular el polvo del suelo? ¿No es como un paisaje lleno de nubes y rocas grandes como casas? Podría pincharte con agujas. Allá, en el hueco donde está la lámpara, hay todavía algunas. ¿Ya las sientes en la piel?… Pero no quiero, no quiero hacerlo. Podría hacerte ladrar, como hace Beineberg, hacerte tragar el polvo como un cerdo. Podría hacerte mover…, ya sabes…, y tendrías que suspirar y decir:… Oh, querida mamá…
Törless puso repentinamente término a sus ultrajes.
—Pero no quiero, no quiero hacerlo, ¿entiendes?
Basini lloraba.
—Me estás atormentando…
—Sí, te estoy atormentando. Pero ¿qué me importa lo que te ocurra? Sólo quiero saber una cosa: ¿qué su-cede en ti si te meto todo esto como un cuchillo? ¿Qué pasa dentro de ti? ¿Se rompe algo? ¡Dime! ¿No se rompe algo de repente, como un cristal que, sin tener aún ninguna rajadura, se destroza de pronto en mil pedazos? La imagen de ti que me has pintado no se borra de un soplo; ¿no surge acaso otra en su lugar, como ocurre con las imágenes de la linterna mágica que salen de la oscuridad? ¿Es que no me comprendes? No puedo explicarte más… Tú mismo debes decírmelo…
Basini lloraba sin tregua. Se le agitaban los femeninos hombros y no cesaba de repetir:
—No sé, no sé lo que quieres. No puedo explicarte nada. Ocurrió en un instante. No podía haber sido de otra manera. Tú habrías hecho lo mismo que yo.
Törless permaneció callado. Agotado e inmóvil, se apoyaba en la pared y miraba fijamente ante sí, al vacío.
—Si estuvieras en mi situación te comportarías del mismo modo —dijo Basini. Allí estaba lo que había ocurrido como una sencilla necesidad, serena y sin deformaciones.
La conciencia de Törless se rebeló, llena de desdén, contra la sola idea; y sin embargo esa rebelión interior de todo su ser no le ofrecía ninguna tranquilizadora garantía. «… Sí, yo tendría más carácter que él, yo no toleraría semejante posibilidad…; pero ¿esto es tan importante? ¿Es importante que yo obre de manera diferente por mi firmeza de carácter, por decencia, por motivos morales que ahora me parecen completamente accesorios? No, eso no es lo importante. Lo importante es que, si alguna vez yo obrara como Basini, no encontraría en ello nada más extraordinario que lo que él encuentra. Sí, eso es: el sentimiento que tendría de mí mismo sería tan sencillo y alejado de toda duda como el de Basini…».
Este pensamiento —que acudía con frases inconexas que se perseguían entre sí y que empezaban siempre otra vez desde el principio— esta idea, que al desprecio que sentía por Basini agregaba un dolor muy íntimo, suave pero mucho más profundo que toda reflexión moral en su equilibrio interior, procedía del recuerdo de una sensación que Törless tuviera poco antes y de la que no podía liberarse. Cuando, a través de Basini, advirtió el amenazador peligro que representaban para él Reiting y Beineberg, sencillamente se había asustado. Se había asustado, como ante un súbito accidente y, sin reflexionar, había buscado, rápido como el rayo, defensa y protecciones. Por el momento se trataba de un verdadero peligro; y la sensación que antes había tenido lo excitaba ese rápido impulso instintivo. Y ahora procuró en vano volver a desatarlo; pero sabía que ese impulso había despojado momentáneamente al peligro de todo su carácter singular y dudoso.
Sin embargo tratábase del mismo peligro que, semanas antes, él había presentido en aquel mismo lugar, cuando se había sobresaltado por aquel cuartucho, que, cual un olvidado resto medieval, estaba separado de la cálida y clara vida de las salas de clase, y por Beineberg y Reiting, porque los seres humanos que ellos eran en aquellos otros lugares claros parecían haberse transformado de pronto en personas diferentes, cargadas de sombras, ávidas de sangre, que vivían otra vida.
Esta sensación había sido, para Törless, algo así como un salto, como una transformación; como si la imagen de su entorno apareciera de pronto ante unos ojos distintos de los suyos, ante unos ojos que despertaban de un sueño de siglos…
Y sin embargo era el mismo peligro… No dejaba de repetírselo y procuraba una y otra vez comparar los recuerdos de las dos sensaciones diferentes…
A todo esto hacía ya tiempo que Basini se había levantado; advirtió la mirada ausente, hosca, de su compañero, recogió en silencio su ropa y se marchó.
Törless lo vio como a través de una niebla y lo dejó ir sin decir palabra.
Tenía la atención concentrada en el esfuerzo de encontrar de nuevo en él aquel punto en el que repentinamente se había operado el cambio de su perspectiva interior.
Pero tan pronto como se aproximaba a ese punto le ocurría como a aquel que pretende comparar cosas que están cerca con cosas que están lejos: nunca conseguía atrapar las imágenes del recuerdo de las dos sensaciones juntas, sino que cada vez se producía una especie de quebranto en la sensación, como ocurre en la acomodación del ojo en la que las sensaciones musculares que la acompañan son apenas perceptibles. Y cada vez, en el momento decisivo, esto le ocupaba toda la atención; el acto de comparar se imponía al objeto de la comparación, se producía una sacudida apenas perceptible…, y todo volvía a quedar quieto.
Y Törless comenzaba de nuevo.
Este proceso mecánicamente simétrico, regular, lo amodorraba y lo mantenía en una especie de rígido, despierto, helado sueño, que lo tuvo clavado, inmóvil, en su lugar. Por tiempo indefinidamente largo.
Sólo un pensamiento despertó a Törless como el leve contacto de una cálida mano. Era un pensamiento tan obvio que Törless se maravilló de que no se le hubiera ocurrido ya mucho antes.
Era un pensamiento que no hacía sino registrar la experiencia de manera sencilla, sin deformaciones, en una proporción cotidiana y natural, lo que de lejos nos parecía tan grande y misterioso; como si hubiera invisibles fronteras alrededor de los hombres. Lo que fuera de ellas se va preparando y acercándose desde lejos es cual un mar neblinoso, lleno de gigantescas, cambiantes, formas. Lo que entra dentro de esas fronteras, lo que se convierte en acción, lo que viene a formar parte de la vida de cada individuo, es claro y pequeño, de dimensiones humanas, y de líneas humanas. Y entre la vida que se vive y la vida que se siente, que se presiente, que se ve desde lejos hay como una estrecha puerta que marca esa invisible frontera y en la cual se agolpan las imágenes de los hechos para penetrar en los hombres.
Y como esto convenía tan por entero a su experiencia, Törless inclinó, pensativo, la cabeza. «Singular pensamiento…», se dijo.