Se aproximaban dos días festivos. Como coincidían en lunes y martes, el director del instituto resolvió conceder a los alumnos vacaciones también el sábado, de modo que iban a ser cuatro los días de fiesta. Con todo, para Törless no alcanzaban a justificar el largo viaje hasta la casa paterna. Esperaba en cambio, por lo menos, que lo visitaran los padres; pero el consejero estaba retenido en el ministerio por urgentes asuntos y la madre no se sentía bien, de suerte que no se decidió a afrontar sola las fatigas del viaje.
Únicamente cuando recibió la carta en la que los padres le comunicaban su decisión de no ir a verlo y le dedicaban cariñosas palabras de consuelo, Törless sintió que aquella situación era la que más le convenía. Se dio cuenta de que se habría sentido molesto de haber tenido que estar frente a sus padres en las circunstancias actuales.
Los dueños de propiedades vecinas invitaron a muchos estudiantes. También obtuvo permiso para alejarse del instituto Dschjusch, cuyos padres poseían una hermosa heredad a un día de viaje en coche de la pequeña ciudad; y Beineberg, Reiting y Hofmeier lo acompañaron. Dschjusch también invitó a Basini, pero Reiting había ordenado a éste que rechazara la invitación. Törless se excusó alegando que todavía no sabía si sus padres irían a visitarlo. No se sentía de manera alguna con ánimo de entregarse a intrascendentes y alegres diversiones.
Ya el sábado por la tarde, el gran edificio estaba silencioso y parecía abandonado. Cuando Törless andaba por los corredores, los pasos resonaban de uno a otro extremo; nadie se preocupaba de él, pues también la mayor parte de los profesores habían salido a cazar y estaban de viaje. Sólo a la hora de las comidas, que se servían en una habitación pequeña, junto al desierto comedor, se veían los pocos estudiantes que habían permanecido en el instituto. Después de comer volvían a dispersarse los pasos de los alumnos en los amplios corredores y cuartos. El silencio de la casa los absorbía inmediatamente y en el intervalo tenían una vida a la que nadie atendía más que a la de las arañas y ciempiés del sótano y del desván.
De la clase de Törless, sólo se habían quedado él y Basini, fuera de algunos más que estaban internados en la enfermería. En el momento de la despedida, Törless había sostenido un sigiloso cambio de palabras con Reiting; habían hablado de Basini. Reiting temía que éste aprovechara la oportunidad para granjearse las simpatías de algún profesor y obtener su protección. Encomendó pues a Törless con insistencia que vigilara cuidadosamente a Basini.
Sin embargo, no tenía necesidad alguna de dirigir la atención de Törless hacia Basini.
Apenas se disipó la animación de la alegre despedida de los internos que se alejaron en el coche, una vez que uno de los sirvientes hubo acomodado en él las valijas Törless cobró viva conciencia de que se quedaba solo con Basini.
Habían terminado de almorzar. Basini se hallaba sentado delante y escribía una carta: Törless había tomado asiento en el rincón más alejado de la sala y procuraba leer.
Era la primera vez que volvía a tomar el libro de Kant; había preparado cuidadosamente la situación
Delante estaba sentado Basini, detrás él, con los ojos clavados en el compañero, taladrándolo. Y así se proponía leer, introduciéndose, cada vez que volvía una página, más profundamente en Basini. Le parecía un buen procedimiento. De esa manera tendría que encontrar las verdades que buscaba sin que se le escapara de las manos la vida, la movediza, compleja y misteriosa vida…
Pero el procedimiento no le resultó eficaz. Le ocurrió como siempre que preparaba algo mentalmente con demasiado cuidado. Era demasiado poco directo, de manera que su estado de ánimo vino a paralizarse pronto y a convertirse en el pertinaz, pastoso aburrimiento que invade a todo aquel que demasiado deliberadamente se aferra una y otra vez a nuevos intentos.
Törless arrojó furioso el libro al suelo. Basini, sobresaltado, miró en torno suyo, pero en seguida continuó escribiendo apresuradamente.
Así fueron arrastrándose las horas del crepúsculo. Törless se sentía completamente embotado. Lo único que interrumpía su general sensación de hastío y aburrimiento era el tic-tac de su reloj de bolsillo, ese tic-tac que se arrastraba, como una pequeña cola detrás del pesado cuerpo de las horas. En la sala había oscurecido… Hacía tiempo que Basini ya no debía poder escribir… «Ah, probablemente no se anima a encender la luz», pensó Törless; pero ¿es que todavía seguía sentado en su lugar? Törless, que había estado contemplando, a través de la ventana, el paisaje crepuscular, tenía que acostumbrar antes sus ojos a la penumbra de la sala. Sí. Allí estaba la sombra inmóvil que debía ser Basini. Ah, si hasta suspira. Una vez, dos veces… ¿O es que está dormido?
Entró un sirviente y encendió las lámparas. Basini se incorporó y se frotó los ojos. Luego tomó un libro y se puso a leer. A Törless le ardían los labios por hablarle y, para no ceder a la tentación, abandonó la sala.