… El episodio de Kant quedó casi del todo superado. Durante el día Törless ya no pensaba en él; el convencimiento de que estaba cerca de la solución de su propio enigma era tan vivo que no se le ocurría buscar otro camino para resolverlo. Por las noches tenía la impresión de sentir en la mano el picaporte de la puerta que se abría al misterio, sólo que siempre tornaba a escapársele. Pero, como había comprendido que debía renunciar a la ayuda de libros filosóficos, y como tampoco tenía verdadera confianza en ellos, hallábase un tanto desconcertado sobre la manera de poder atravesar aquella puerta. Varias veces volvió a hacer intentos de poner por escrito lo que le ocurría; pero las palabras escritas permanecían como muertas, eran una serie de bien conocidos signos de interrogación, sin que volviera a darse aquel momento en el cual él, a través de esos signos, había visto como una bóveda iluminada por la temblorosa llama de velas.
Por eso resolvió continuar buscando, lo más pronto posible, aquellas situaciones que en sí mismas pudieran tener para él un contenido tan peculiarmente valioso; y muy frecuentemente dejaba descansar la mirada en Basini, cuando éste, creyendo que nadie lo observaba, se movía inocentemente entre los otros. «Alguna vez —pensaba Törless— volveré a vivir esa sensación y acaso sea más viva y clara que antes». Y este pensamiento lo tranquilizaba por entero. Comprendía que su situación era como la de aquel que, hallándose en un cuarto oscuro, no tiene otra salida, una vez que se le ha escapado el contacto de los dedos la posición de cosas que antes tocaba, que tantear y tantear a la ventura las negras paredes.
Por las noches estos pensamientos perdían, sin embargo, algo de su color. Se avergonzaba, en cierto modo, de haber excluido su primitivo propósito de buscar en el libro que el profesor le había mostrado la explicación que acaso contuviera. Permanecía entonces quietamente tendido en la cama y aguzando el oído en dirección a Basini, cuyo cuerpo ultrajado descansaba en paz como el de todos los demás. Törless permanecía quieto, como un cazador al acecho, con la sensación de que el tiempo empleado en ello tendría su recompensa. Pero, apenas pensaba en el libro, su tranquilidad se veía turbada por una sutil duda, por el presentimiento de que era inútil lo que hacía, por la vacilante confesión de que había sufrido una derrota.
Tan pronto como ese sentimiento impreciso le dominaba, Törless perdía aquella serenidad que se requiere para contemplar el desarrollo de un experimento científico. Basini parecía irradiar una influencia física, un encanto, como el que siente el que duerme junto a una mujer a la que en cualquier momento puede quitarle de encima las sábanas. Era como un cosquilleo en la frente, que se escapaba a la conciencia, la sensación de que bastaba extender la mano. Era lo que, con frecuencia, induce a las jóvenes parejas a entregarse a desórdenes que van mucho más allá de las necesidades de su sensualidad.
Según la vehemencia con que se le ocurría la idea de que su empresa quizá tuviera que parecerle ridícula si supiera todo lo que sabían Kant, su profesor y los que han terminado sus estudios, y según la violencia de ese pensamiento, se hacían más débiles o más fuertes sus impulsos voluptuosos que, a pesar del silencio general del dormitorio, le mantenían los ojos abiertos y ardientes. Y esos impulsos eran a veces tan vigorosos que le ahogaban cualquier otro pensamiento. Cuando en esos momentos, a medias gustoso, a medias desesperado, se entregaba a sus susurros, a sus insinuaciones, le ocurría como le ocurre a todos los seres humanos que nunca hacen tantas locuras, nunca se desgarran tanto el alma con el voluptuoso propósito de abandonarse a una profunda sensualidad, que cuando sufrieron un fracaso que alteró el equilibrio de su propia conciencia.
Cuando por fin, después de medianoche, era presa de una inquieta modorra, le parecía algunas veces que alguien del pasillo en que estaban las camas de Reiting y Beineberg se levantaba, tomaba el abrigo y se acercaba el lecho de Basini. Luego abandonaban el dormitorio…; pero bien pudiera haber sido un producto de la imaginación…