Y sin embargo ésa fue la sensación con la que se despertó a la mañana siguiente. Le habría gustado saber qué cosa había a medias pensado y a medias soñado en última instancia, de Basini. Pero no pudo establecerlo.

Le había quedado sólo un estado de ánimo de ternura, como el que reina los días de Navidad en una casa en la que los niños saben que los regalos ya están dispuestos, pero que se hallan aún detrás de una misteriosa puerta cerrada, a través de cuyas rendijas sólo se vislumbra, aquí y allá, un rayo de luz.

Al anochecer, Törless permaneció en la sala de estudio, Beineberg y Reiting se habían marchado a alguna parte, probablemente al cuartucho del altillo. Basini estaba sentado más adelante, en su lugar, con la cabeza sostenida por las dos manos e inclinada sobre un libro.

Törless se había comprado un cuaderno y preparaba cuidadosamente la pluma y la tinta. Al cabo de alguna vacilación, escribió en la primera página: De natura hominum. Creía que el tema filosófico merecía aquel título latino. Luego trazó un gran arabesco espiral, artístico, alrededor del título, y se echó hacia atrás en la silla, para esperar a que se secara lo escrito.

Pero pasó bastante tiempo y él no había vuelto a tomar la pluma. Algo lo mantenía inmovilizado. Era el efecto hipnótico de las grandes, blancas lámparas, el calor animal que emanaba de aquel grupo de seres humanos. Siempre había sido sensible a ambientes de este tipo, ambientes que podían excitar en su cuerpo una sensación de fiebre que, de hecho, estaba asociada a un estado de abatida serenidad y a una receptividad extraordinaria del alma. Como en aquel instante. Se había pasado el día reflexionando sobre lo que quería anotar: toda la serie de ciertas experiencias que comenzaban con la noche en que estuvo en casa de Bozena y que llegaban hasta aquella imprecisa voluptuosidad que últimamente había llegado a sentir con tanta agudeza. Si conseguía ordenar aquello, hecho por hecho, esperaba que todo su sentido se le revelara por sí mismo, como la forma de una línea envolvente que en un cuadro se destacara de la confusión de centenares de curvas. Era todo cuanto quería, pero hasta entonces le había ocurrido al igual que un pescador que, sintiendo los movimientos de la red, sabe que en ella ha caído una presa importante y no puede, a pesar de todos sus esfuerzos, levantarla hasta la superficie.

Pero ahora, Törless empezó a escribir. Lo hizo apresuradamente y sin atender ya a la forma. «Siento —anotó— que hay algo en mí y no sé bien lo que es». Tachó inmediatamente lo escrito y en su lugar escribió: «Debo de estar enfermo, loco…». Aquí sintió un escalofrío, pues aquella palabra le sonaba agradablemente patética. «Locura, o ¿qué otra cosa es lo que me hace parecer extrañas las cosas que para los demás son triviales y cotidianas? ¿Por qué eso provoca en mí lascivos sentimientos? (eligió deliberadamente esta palabra, llena de resonancias bíblicas porque le pareció más oscura y más plena). Antes podía hacerle frente, como todo joven, como todos mis camaradas…». Aquí se detuvo. «Pero ¿es cierto?», pensó. «En casa de Bozena, por ejemplo, ya me sentía muy raro. ¿Cuándo comenzó, pues, propiamente?… Bah, es igual. En todo caso, alguna vez…», pero dejó la frase sin terminar.

¿Cuáles son las cosas que me parecen extrañas?

Las más insignificantes. Casi siempre son cosas inanimadas. ¿Qué es lo que de ellas me choca? Un no sé qué que no conozco. Sin embargo está ahí. Yo percibo ese «algo», percibo su existencia; ese algo obra en mí como si quisiera hablarme. Me encuentro en la situación de un hombre que debe enseñar a un sordomudo las palabras con las contorsiones de la boca, y que no consigue su objeto. Es como si tuviera un sentido más que los otros; pero un sentido todavía no desarrollado, un sentido que revela su existencia, pero que no funciona. Para mí el mundo está repleto de mudas voces, ¿soy, pues, un visionario o un alucinado?

«Pero no sólo lo inanimado obra en mí. No. También los hombres; y esto me hace abrigar mayores dudas. En ciertos momentos les veo tal como son. Beineberg y Reiting, por ejemplo. Ellos tienen su cuartito. Un desván oculto, como lugar habitual, porque a ellos les divierte tener ese lugar de retiro; y por dos motivos, se retiran allí: cuando están airados y cuando quieren aislarse de sus camaradas. Son motivos claros, comprensibles. Sin embargo, hoy y muchas veces tengo la impresión de que los veo como en sueños y que ellos son figuras del sueño. No son sólo sus palabras, no son sólo sus acciones, no. Todo lo suyo, todo lo que está ligado a su proximidad física, obra en mí como lo hacen las cosas inanimadas. No obstante, vuelvo a oírlos otra vez hablar como antes. Veo que sus acciones y palabras encajan siempre en las mismas formas, tengo que repetírmelo sin tregua. Aquí no ocurre nada extraordinario. Y sin embargo, incesantemente hay algo en mí que se rebela, que me dice lo contrario. Este cambio comenzó, si mal no recuerdo, con Basini…».

Y aquí Törless, involuntariamente, se puso a mirar a Basini.

Éste seguía inclinado sobre su libro y parecía estudiar. Al contemplarlo se acallaron los pensamientos de Törless, que volvió a sentir aquel delicioso tormento que acababa de describir. Cuando cobró conciencia de lo tranquilo e inerme que parecía Basini sentado ante él, sin que ni a derecha ni a izquierda lo separara nada de los demás, se le hicieron vividas las humillaciones que Basini había sufrido. Se le hicieron vividas…, es decir, que ni se le ocurrió pensar que la humillación es algo que padece todo ser humano, sino que en él se agitó algo como un insensato movimiento circular que, momentáneamente, hizo que la figura de Basini se retorciera, contraída del modo más increíble, para luego volver a agitarse en contorsiones nunca vistas, y las imágenes giraban tan vertiginosamente que Törless sintió vahídos. Éstas eran por cierto metáforas que descubrió después; por el momento, tenía tan sólo la impresión de que algo dentro de él, como una loca peonza, daba vueltas desorbitadamente del pecho a la cabeza: la sensación de su propio vértigo. Y cual puntitos de colores, saltaban en el torbellino sentimientos que él había experimentado en diferentes momentos respecto a Basini.

A decir verdad, era siempre sólo la misma sensación, y lo curioso estribaba en que, en el fondo, no era propiamente una sensación, sino más bien como un terremoto que no difundía ninguna onda perceptible y frente al cual, sin embargo, toda el alma se conmovía tan temblorosa, que la onda misma de las turbulentas sensaciones era como la inocente ondulación de la superficie

Si en otro tiempo esta sensación le había parecido otra cosa, era porque entonces disponía sólo, para la interpretación de estas ondas que penetraban todo su organismo, de las imágenes que se grababan en sus sentidos. Como si la única cosa visible de una tormenta que se extiende a través de la oscuridad hasta perderse, fuesen las nubes de espuma de las olas que chocan contra las rocas de una orilla iluminada, nubes que saltan por el aire un instante para caer de inmediato, exánimes, fuera del círculo de luz.

Estas impresiones eran siempre cambiantes, fugitivas, penetradas por la conciencia de su fugacidad. Törless nunca podía retenerlas, asirlas, pues cuando pretendía examinarlas mejor, sentía que aquellas señales que aparecían en la superficie no guardaban ninguna relación con la fuerza de la oscura y profunda raíz que aquéllas pretendían representar.

Nunca «vio» a Basini en una actitud físicamente plástica y viva, nunca tuvo una verdadera visión de él, sino tan sólo la ilusión de una visión y en cierto modo, sólo la visión de sus visiones, pues siempre le ocurría como si acabara de aparecer una imagen sobre la misteriosa superficie y, en el momento mismo de aparecer, nunca conseguía atraparla. De ahí la constante inquietud que lo dominaba, como la que se siente en el cinematógrafo cuando junto a la ilusión del conjunto tiene uno la vaga noción de que, detrás de la imagen que está viendo, hay centenares de imágenes, cada una de las cuales es en sí misma diferente.

Pero Törless no sabía dónde buscar propiamente esa fuerza capaz de ilusionarlo, aunque era una fuerza que sólo podía ilusionarlo en una medida infinitamente pequeña. Presentía oscuramente que esa fuerza se relacionaba con aquella extraña cualidad de su alma por la cual hasta las cosas inanimadas, los meros objetos, se le representaban con centenares de ojos silenciosos, interrogantes.

Törless permanecía inmóvil, mirando continua y fijamente a Basini, mientras se entregaba a su loco torbellino interior. Y de nuevo volvió a presentársele la pregunta: «¿Cuál es esa cualidad especial que poseo?». Poco a poco, dejó de ver ya a Basini, las calientes lámparas, dejó de sentir el calor animal que lo rodeaba, dejó de oír el zumbido y ronroneo que producen muchas personas reunidas, aun cuando sólo susurren. Todo se había convertido en una oscura, ardiente, cálida masa que, indiferenciada, giraba en círculo frente a él. Sólo en las orejas sentía un ardor, y en la punta de los dedos un frío muy intenso. Hallábase en un estado de fiebre, más espiritual que física, que le deleitaba. El torbellino fue subiendo de punto, y a él se mezclaban sensaciones suaves, deliciosas. En ese estado se había abandonado antes a aquellos recuerdos que la mujer deja cuando su cálido aliento roza por primera vez un alma joven; y también ahora se despertaba en Törless esa cansada calidez. Sí, ahí estaba un recuerdo… Había ocurrido durante un viaje…, en una pequeña ciudad italiana… Él vivía con sus padres en un hotel, no lejos del teatro. Todas las noches daban la misma ópera y todas las noches Törless escuchaba cada palabra y cada nota; no entendía la lengua y, sin embargo, cada noche se sentaba junto a la ventana abierta para escuchar. De esa manera se enamoró de una de las actrices sin haberla visto. Nunca le había conmovido tanto el teatro como entonces. Percibía la pasión de la melodía como los aletazos de grandes aves oscuras, como si pudiera sentir las líneas que su vuelo le trazaba en el alma. Lo que oía no era ya la expresión de pasiones humanas; eran pasiones que huían de los hombres como de jaulas estrechas y cotidianas. En su conmoción nunca podía pensar en los personajes que allá, en el teatro, representaban invisibles esas pasiones; si procuraba imaginárselos, inmediatamente surgían ante sus ojos oscuras llamas o cosas de dimensiones inusitadamente gigantescas, como ocurre en las tinieblas donde los cuerpos se agigantan y los ojos relucen como el espejo de profundos manantiales, y Törless amaba aquellas sombrías llamas, aquellos ojos en la oscuridad, aquellos negros aletazos, con el nombre de la actriz desconocida para él.

¿Y quién había compuesto aquella ópera? No lo sabía. Tal vez el texto fuera un endeble, sentimental, relato de amor. ¿Habría sospechado el autor que, en virtud de la música, ese texto se había convertido en otra cosa?

De pronto, un pensamiento se le metió por todo el cuerpo. ¿Son también así los mayores, los maduros? ¿Es así el mundo? ¿Hay una ley general según la cual en nosotros existe algo más fuerte, más grande, más hermoso, más apasionado, más oscuro, que nosotros mismos? ¿Tan poco poder tenemos que sembramos, sin objeto, millares de semillas hasta que, de pronto, una de ellas surge como oscura llama y nos trasciende, y va mucho más allá que nosotros?… En cada nervio del cuerpo se le agitaba un impaciente «sí» como respuesta.

Törless miró en derredor con ardientes ojos. Allí continuaban estando las lámparas, el calor, la luz, los diligentes estudiantes. Pero se sintió en medio de ellos como un elegido, como un santo de rostro celestial, pues nada sabía de la intuición de los grandes artistas.

Presuroso, con la rapidez que da el miedo, tomó la pluma y anotó en unos cuantos renglones su descubrimiento. Todavía una vez más tuvo la sensación de que en su interior, muy adentro, llameaba una luz… Luego le cayó sobre los ojos una lluvia cenicienta y se apagó el deslumbrante brillo de su espíritu.