Por la noche, tendido en la cama, Törless no lograba conciliar el sueño. El tiempo se deslizaba como las enfermeras pasan ante el lecho de un enfermo. Sentía los pies helados y las mantas lo agobiaban en lugar de calentarlo.
En el dormitorio se oía tan sólo la respiración tranquila y regular de los alumnos internos, que después de la horas de estudio, de gimnasia y de correr de aquí para allá al aire libre, estaban entregados a un sueño sano, animal.
Törless se puso a escuchar la respiración de los que dormían. ¿Cuál era la de Beineberg, la de Reiting, la de Basini? No lo sabía; pero tenía que ser la de uno de esos muchos pechos que subían y bajaban regularmente, indiferentes, tranquilos, como un aparato mecánico.
Una de las cortinas de lino había quedado desenrollada sólo hasta una altura media y por allí entraba la clara y resplandeciente noche que dibujaba un pálido e inmóvil cuadro en el suelo. El cordón había quedado sin anudar y caía en una fea curva hacia abajo, mientras se proyectaba en el suelo una sombra, como un gusano que se arrastrara por el claro cuadrado de penumbra.
Todo tenía una fealdad inquietante, grotesca.
Törless procuró pensar en algo grato. Recordó a Beineberg. ¿Acaso no le había vencido hoy? ¿No había sido hoy cuando por primera vez había logrado afianzarse en sus propias peculiaridades frente a los demás? ¿No había logrado acaso elevarse hasta el punto de hacerle sentir al otro la diferencia infinita de fineza de sensibilidad que los separaba? ¿Había sabido contestar bien? ¿Sí o no?…
Pero ese «sí o no» le subía una y otra vez por la cabeza cual una burbuja que luego se esfumaba. «Sí o no», «sí o no», volvía a repetirse sin tregua, con un ritmo monótono, como el del rodar de un tren, como el balancearse de las flores en alto tallo, como el golpear de un martillo que se oye en una casa silenciosa, a través de muchas delgadas paredes… Ese penetrante y continuo «sí o no» fastidiaba a Törless. Su alegría no era verdadera. ¡Parecía tan ridícula!. Y cuando por fin se incorporó en el lecho, creyó que era su propia cabeza la que, asintiendo, se movía acompasadamente sobre los hombros, arriba y abajo, rítmicamente.
Por último, todo se acalló en su interior. Ante los ojos tenía sólo una amplia superficie negra que se iba extendiendo en círculo en todas direcciones.
Aquí llegaban… Desde lo lejos, allá en el borde, dos figuritas pequeñitas, vacilantes, trémulas, avanzaban al sesgo sobre el entablado. Eran evidentemente sus padres; pero tan pequeños que Törless no podía sentir nada por ellos.
Volvieron a desaparecer por el otro lado.
Luego aparecieron otros dos. Pero ¡vaya!, un tercero avanzaba desde atrás, con pasos que eran el doble de largos que el cuerpo y… en seguida se hundió en el borde. ¿No había sido Beineberg? Y allí iban ahora los dos primeros; uno de ellos, no había duda, era el profesor de matemáticas, Törless lo reconoció por el pañuelo que coquetamente le sobresalía del bolsillo. ¿Y ese otro que llevaba bajo el brazo un volumen grueso, muy grueso y tan alto como la mitad de él mismo? ¿Tan grande que apenas podía cargar con él? A cada tres pasos se detenían y dejaban el libro en el suelo. Törless oyó que la débil voz del profesor decía: «Si esto es así, encontraremos la explicación correcta en la página doce; pero la página doce nos remite a la página cincuenta y dos, donde está expuesto, empero, lo que ya se hizo notar en la página treinta y uno. Y, apoyándose en este supuesto…». Entonces se inclinaban sobre el libro y con las manos movían presurosamente las páginas. Al cabo de un rato volvían a levantarse y el hombrecillo acariciaba cinco o seis veces las mejillas del profesor. Luego avanzaban unos pasos más y Törless oía de nuevo su voz con tanta claridad como cuando se dedicaba a aclarar algún teorema en las clases de matemáticas. Y así continuaba la cosa, hasta que el otro volvía a acariciar la mejilla del profesor.
¿Quién era ese otro? Törless frunció las cejas para verle mejor. ¿No llevaba una coleta? ¿Y una ropa un tanto anticuada? Muy anticuada. Si hasta tenía calzas de seda que le llegaban a las rodillas. ¿No era acaso…? ¡Oh… —y Törless se despertó con la exclamación—: Kant!
No pudo contener una sonrisa. Alrededor todo estaba en silencio. La respiración de los que dormían se había hecho más apagada. También él había dormido. Y además en el ínterin, la cama se había calentado. Se estiró, cuan largo era, bajo las sábanas, con una sensación agradable.
«De manera que soñé con Kant», pensó, «¿por qué no soñé más? Tal vez me hubiera soltado algún discursillo». Recordó que en una ocasión —a la mañana siguiente debía dar examen de historia y no se hallaba bien preparado para afrontarlo— soñó durante toda la noche tan vívidamente con los acontecimientos sobre los que debían examinarlo, que al día siguiente pudo referirlos como si él mismo hubiera participado en ellos, de manera que obtuvo una nota sobresaliente. Y ahora pensaba otra vez en Beineberg y en Kant, en la conversación que habían sostenido el día anterior.
Lentamente, el ensueño se fue apartando de Törless…, lentamente, cual una sábana de seda que se desliza sin fin sobre la piel de un cuerpo desnudo.
Pero muy pronto una singular inquietud le borró la sonrisa del rostro. ¿Había avanzado realmente siquiera un paso en sus pensamientos? ¿Podría comprender siquiera algo de ese libro que debía de contener la solución de todos los enigmas? ¿Y la victoria que había obtenido? Desde luego que había sido sólo su inesperada vehemencia lo que había reducido a Beineberg al silencio…
De nuevo se apoderó de él una profunda sensación de desagrado y un malestar físico. Permaneció así varios minutos, henchido de repugnancia.
Pero luego, de pronto, tuvo conciencia del contacto de su cuerpo con las suaves y tibias sábanas de la cama. Con precaución, muy lentamente, sigiloso, Törless volvió la cabeza. Sí, allí estaba todavía aquel pálido cuadrado en el entablado. Verdad era que ahora los lados se habían desplazado algún tanto, pero todavía se arrastraba por su interior aquella curiosa sombra, como un gusano. Le pareció que allí estaba encerrado y encadenado algo peligroso, que él podía contemplar desde la cama como protegido por una verja de hierro, con la tranquilidad de quien está a salvo.
Por toda la piel se le deslizó una sensación que repentinamente se convirtió en la imagen de un recuerdo. Cuando era muy pequeño, sí, eso era, cuando todavía llevaba vestiditos y no acudía aún a la escuela, tenía momentos en los cuales experimentaba el inexpresable deseo de ser una niña. Y este deseo no se albergaba en la cabeza; oh, no, ni tampoco en el corazón. Le cosquilleaba todo el cuerpo y le recorría toda la piel. Sí, había momentos en que se sentía tan vívidamente una niña que él pensaba que no podía ser de otra manera. Porque entonces nada sabía de lo que significaban las diferencias de sexo y no comprendía por qué todos le decían que debía seguir siendo un hombrecito. Y cuando le preguntaban por qué creía que era mejor ser una niña, se daba cuenta de que no podía explicarlo…
Aquella noche sintió de nuevo, por primera vez, algo parecido. Aquel escozor que le recorría el cuerpo bajo la piel.
Era algo que parecía del cuerpo y del alma a la vez. Un hormigueo y un ajetreo apresurados, que le aprisionaban el cuerpo como con millares de aterciopeladas antenas de mariposa. Y además esa terca porfía con la que la niñas huyen cuando sienten que los adultos no habrán de comprenderlas, esa arrogancia con la que se ríen disimuladamente de los mayores, esa arrogancia temerosa, en la que se percibe que en cualquier momento puede retirarse a algún hondo y temible escondite de su pequeño cuerpo…
Törless se rió suavemente y de nuevo se extendió, con agradable sensación, bajo las mantas.
¿Y aquel hombrecillo movedizo con el que había soñado? ¡Con cuánta avidez volvía con los dedos las páginas! ¿Y el cuadrado de allí abajo? ¡Ja, ja! ¿Y no habría, acaso, aquel inteligente hombrecito, percibido algo de su vida? Se sintió infinitamente seguro frente a ese hombrecillo inteligente. Y por primera vez comprendió que él tenía algo en su sensualidad —porque hacía ya ahora mucho que sabía que se trataba de esto— que nadie era capaz de percibir y que tampoco nadie era capaz de imitar. Algo que lo protegía como un supremo, escondido muro contra toda la inteligencia de los demás.
¿Habían, aquellos hombres tan sensatos, aunque sólo fuera una vez en su vida —siguió imaginando Törless—, permanecido al pie de un muro solitario, aterrorizados ante los murmullos del cemento y la piedra, como palabras que busca una cosa inanimada para hablar a los demás? ¿Habían oído alguna vez la música del viento atizando las hojas otoñales, la habían oído en su interior, hasta hacer nacer de pronto un terror que, lentamente, poco a poco, se transforma en sensualidad, pero en una sensualidad tan extraña que parece más bien una huida, y al fin un insulto? Es fácil ser una persona sensata cuando se desconocen todas esas preguntas…
Pero, en el ínterin, volvía a parecerle, una y otra vez, que el hombrecillo crecía, se agigantaba, que asumía un rostro grave severo, y cada vez la imagen obraba como una descarga eléctrica dolorosa que, partiendo del cerebro, le recorría el cuerpo. Y entonces volvía a acometerle todo el dolor de hallarse todavía frente a una puerta cerrada, y una queja sin palabras atravesaba el alma de Törless como el ladrido de un perro resonando por encima de los anchos campos nocturnos.
Y así se adormeció. A medias entregado al sueño, miró todavía varias veces la mancha luminosa que había junto a la ventana, de manera mecánica, como cuando pulsamos una cuerda para comprobar si todavía está tensa. Luego, se hizo de manera imprecisa el propósito de reflexionar al día siguiente sobre sí mismo y se dijo que lo mejor sería hacerlo con papel y pluma… Después, ya no sintió otra cosa que la agradable, suave, tibieza —como un baño y una conmoción voluptuosa— de la que como tal no tenía conciencia pero que, de alguna manera absolutamente irreconocible, pero muy penetrante, estaba ligada a Basini.
Después se durmió profundamente y no soñó.