Pero ya el día siguiente le trajo una gran decepción. Aquella mañana, Törless había comprado un ejemplar de la obra que había visto en casa del profesor y aprovechó el primer recreo largo para comenzar a leer. Pronto comprobó que no entendía palabra de lo que estaba encerrado entre paréntesis y de lo que decían las notas a pie de página, y por más que seguía concienzudamente con los ojos las frases, tenía la sensación de que una vieja mano huesuda, le revolvía el cerebro y le introducía en él un tornillo.
Cuando al cabo de una media hora, ya agotado, levantó la vista, no había pasado de la segunda página y el sudor perlaba su frente.
Así y todo, apretó los dientes y volvió a leer una página más, hasta que terminó el recreo.
Por la noche, empero, no se acercó al libro. ¿Temor? ¿Repugnancia? No lo sabía muy bien. Sólo una cosa le atormentaba: el profesor, ese hombre que aparentaba tan poco, tenía el libro al alcance de la mano en su cuarto, como si le procurara un cotidiano entretenimiento.
En ese estado de ánimo le encontró Beineberg.
—Y bien, Törless, ¿cómo te fue ayer con el profesor?
Se sentaron solos en el hueco de una ventana y corrieron hacia adelante el ancho perchero del que colgaban muchos abrigos, de manera que de la clase sólo les llegaba, de vez en cuando, un zumbido ondulante y el reflejo de las lámparas en el cielo raso. Törless se puso a jugar distraídamente con uno de los abrigos que estaban colgados frente a él.
—¿Estás dormido? Tiene que haberte respondido algo, ¿no?, supongo que no se ha visto en grandes dificultades.
—¿Por qué?
—Bueno, no se habrá intimidado por una pregunta tan tonta.
—La pregunta no era tonta. Todavía sigo pensando en todo eso.
—Sí, a mí tampoco me parece tan tonta; sólo para él debe de haber sido tonta. Esos aprenden sus cosas de memoria como el cura su catecismo, y cuando uno les pregunta sobre algo que está fuera de la línea, se ven en dificultades.
—Ah, no creas que le costó mucho trabajo responder. Ni siquiera me dejó terminar. Inmediatamente se dio cuenta de lo que yo quería saber.
—¿Y qué explicación te dio?
—A decir verdad ninguna. Me dijo que yo todavía no estaba en condiciones de comprender, que eran necesidades del pensar, y que son cosas que sólo se entienden bien una vez que uno se ha embebido de ellas.
—¡Puras patrañas! ¿De modo que no pueden explicar sus historias a alguien que tiene el cerebro bien constituido? ¿Que sólo es posible comprenderlas cuando uno se ha pasado diez años ablandándose los sesos? Y hasta entonces uno habrá contado mil veces con esas bases y habrá levantado grandes edificios, en los que todas las piezas encajan perfectamente; debe uno crecer en los principios, como el católico en la Revelación. ¿Es pues un arte, ése de engatusar a un hombre normal con demostraciones? En cambio, nadie sería capaz de persuadirlo de que sus edificios, si bien se sostienen, descansan en una piedra fundamental que, a pesar de todo, se esfuma en el aire cuando pretende uno comprenderla.
A Törless le desagradó la manera exagerada que Berneberg tenía de presentar las cosas.
—No será tan terrible como tú dices. Yo nunca dudé de que las matemáticas estaban en lo cierto (en última instancia, los resultados así lo demuestran); pero, claro está, me parece extraño que este fenómeno se oponga al entendimiento; y, después de todo, bien pudiera ser que se opusiera sólo aparentemente.
—Pues bien, tú puedes esperar esos diez años y entonces tal vez su entendimiento esté listo, preparado… yo también estuve reflexionando desde la última vez que hablamos de esto, y estoy firmemente convencido de que aquí hay gato encerrado. Por lo demás, antes no hablabas de la misma manera que hoy lo haces.
—Oh, no, también estoy preocupado; sólo que no quiero exagerar como tú. Lo encuentro extraño, eso es todo. El pensamiento de los números irracionales, de los números imaginarios, de las líneas paralelas que se cortan en el infinito (es decir, en alguna parte, entonces), me desconcierta. Cuando pienso en estas cosas quedo aturdido, como si recibiera un golpe en la cabeza.
Törless se echó hacia adelante, en medio de la sombra, y la voz le vibró ligeramente al hablar.
—Antes lo tenía todo tan claramente ordenado en mi cabeza; y ahora tengo la impresión de que mis pensamientos son como nubes, y cuando llego a algún lugar, me parece que hay un vacío a través del cual se ve una amplitud infinita, indeterminable. Las matemáticas estarán en lo cierto, pero ¿qué le ocurre a mi cabeza y qué les ocurre a las cabezas de los demás? ¿Es que no lo sienten? ¿Cómo se lo representan? ¿De ninguna manera?
—Creo que pueden verlo en tu profesor. Cuando llegas a alguna conclusión, miras inmediatamente en torno y preguntas: ¿En qué relación está ahora esto mío con todo lo demás? Ellos se han hecho un camino de millares de serpenteantes corredores, a través del cerebro. Y se limitan a mirar el último recodo que dejaron atrás, por ver si aún continúa manteniéndose el hilo que van dejando detrás de sí. Por eso tú los confundes con tu manera de preguntar. Ellos no pueden encontrar el camino que lleva hacia atrás. ¿Cómo puedes sostener por lo demás, que exagero? Esos hombres adultos, tan inteligentes y sensatos, se han tejido una red y cada punto de la malla sostiene a otro, de suerte que el conjunto parece natural; pero nadie sabe dónde está el primer punto, por obra del cual se mantiene el todo. Nosotros dos nunca hablamos seriamente de ello. A la postre, a nadie le gusta dedicar muchas palabras a estas cosas; pero bien ves ahora qué endeble es la concepción del mundo con que la gente se contenta… Es un engaño son patrañas que sólo indican debilidad mental, pobreza de sangre. Porque, en efecto, el entendimiento de los hombres llega muy lejos, en tanto que su explicación científica elaborada de la cabeza, una vez fuera se congela, se enfría; ¿te das cuenta? ¡Ah, ah, todas esas cimas esas cimas exteriores de que nos hablan los profesores esas cimas tan delicadas, que ahora todavía no podemos comprender, son cosa muerta, son cosa helada! ¿Entiendes? Por todas partes se levantan, rígidas, esas maravillosas cimas de hielo y nadie es capaz de hacer nada con ellas, tan faltas de vida están.
Törless había vuelto a echarse lentamente hacia atrás. El cálido aliento de Beineberg daba en los abrigos y calentaba aquel rincón. Y la excitación de Beineberg como siempre, impresionó penosamente a Törless. Y ahora, el otro se había inclinado tan cerca de Törless que sus ojos inmóviles, como dos piedras verdes, estaban junto a los de Törless, en tanto que las manos, de una movilidad peculiarmente fea, se agitaban aquí y allá en la semipenumbra.
—Todo lo que ellos afirman es incierto. Todo se desarrolla naturalmente, dicen. Cuando cae una piedra, lo que la hace caer es la fuerza de gravedad; pero ¿por qué no habría de ser la voluntad de Dios? ¿Y por qué no habría de compartir la suerte de aquel que no estuviera satisfecho con la suya propia? ¡Pero no sé por qué te hablo de esto! Siempre te quedarás a mitad de camino. Encontrarás que todo es un poco extraño, menearás un poco la cabeza, te espantarás un poco. Eso es lo que siempre haces; pero nunca te aventuras fuera de ti. En todo caso, no soy yo quien se lo pierde.
—¿Quieres decir que te doy lástima? No vayas a creer tampoco que tus afirmaciones son tan seguras.
—¡Cómo puedes decir eso! ¡Son lo único seguro que hay! Por lo demás, no sé por qué hablo contigo de esto. Ya verás, mi querido Törless; hasta apostaría que alguna vez tendrás un interés enorme por conocer la naturaleza intima de estas cosas. Por ejemplo, si con Basini ocurre lo que yo…
—Por favor —lo interrumpió Törless—, no quisiera mezclar precisamente ahora el asunto de Basini.
—¿Y por qué no?
—Porque no. Sencillamente no quiero. Me resulta desagradable. Para mí Basini y esto son cosas diferentes. Y no me gusta cocinar cosas diferentes en la misma olla.
Beineberg torció el gesto ante esta inusitada decisión, mejor todavía, ante la rudeza de su camarada más joven; pero Törless sentía que la mera mención del nombre de Basini le había quitado toda su seguridad, y, para ocultarlo, continuó hablando, irritado.
—Haces en general afirmaciones con una seguridad que verdaderamente no hace al caso. ¿No crees que también tus teorías están construidas sobre la arena, lo misino que las otras? Suponen también muchos vericuetos, que deben contar con una gran dosis de buena voluntad.
Lo curioso fue que Beineberg no se enojó. Se limitó a sonreír —cierto es que un poco cortado, mientras los ojos le refulgían, inquietos— y a decir:
—Ya verás, ya verás.
—¿Qué cosa veré? Pues por mí, si tengo que ver, que sea; pero me interesa un rábano, Beineberg. Tú no me entiendes. No sabes lo que me interesa. Si las matemáticas me atormentan y si… —reflexionó rápidamente y no dijo nada de Basini—, si las matemáticas me atormentan, lo que busco en ellas es algo diferente de lo que buscas tú. No es nada sobrenatural. Precisamente busco lo natural, ¿comprendes? Nada que esté fuera de mí. Busco en mí mismo, ¡algo natural! Cierto es que hay cosas que no comprendo; pero tú tampoco las comprendes, como ocurre en el caso de las matemáticas. ¡Ah, déjame por ahora en paz con tus especulaciones!
Cuando se puso de pie, Törless estaba temblando excitación.
Y Beineberg se limitó a decir otra vez:
—Ya verás, ya verás…