El mismo día Törless manifestó al profesor de matemáticas el deseo de ir a verle a su casa para que le explicara algunos puntos de la última lección, y al día siguiente, durante el intervalo de mediodía, Törless subió la escalera que conducía a la pequeña morada del profesor.
Sentía ahora un respeto completamente nuevo por las matemáticas que, habiéndole parecido antes una disciplina muerta, de improviso se le habían convertido en algo vivo. Y a causa de ese respeto sentía una especie de envidia por el profesor, que debía de estar familiarizado con todos los secretos matemáticos, cuyo conocimiento llevaba siempre consigo como la llave de un jardín vedado. Törless, ciertamente, se veía, además, empujado a aquella visita por una curiosidad un poco tímida. Nunca había estado todavía en el cuarto de un hombre soltero y ardía en deseos de saber cómo era la vida de un hombre sabio, reservado y tranquilo, a juzgar por su manera de comportarse públicamente.
En general, era esquivo y retraído con sus profesores; por eso creía que ellos no le tenían particular simpatía. De manera que hallándose ahora turbado, frente a la puerta, el paso que daba le pareció un atrevimiento en el que se trataba menos de obtener una explicación —porque ya ahora dudaba de que ello fuera posible— que de echar una furtiva mirada alrededor de la vida del profesor y de su diario concubinato con las matemáticas.
Lo introdujeron en el cuarto de trabajo. Era una habitación larga, de una sola ventana; un escritorio salpicado de manchas de tinta se hallaba junto a la ventana, y contra la pared había un sofá con borlas y forrado con un raído género verde, listado. Sobre el sofá colgaba de la pared una descolorida gorra de estudiante y una serie de fotografías oscurecidas, de los tiempos de la universidad. Encima de una mesita ovalada con patas de tijeras, con unos ornamentos que se supone debían haberle dado gracia, pero que, por el contrario, representaban un añadido completamente frustrado, había una pipa y un pote de tabaco de corte grueso. Por lo demás, todo el cuarto olía a tabaco de pipa barato.
Apenas Törless había tenido tiempo de cobrar conciencia de estas impresiones y de cierto malestar interior, como ocurre al encontrarse uno frente a algo poco agradable, cuando el profesor entró en el cuarto.
Era un hombre joven, de a lo sumo treinta años de edad, rubio, nervioso, excelente matemático, que ya había mandado a la academia algunos trabajos importantes.
Fue a sentarse en seguida a su escritorio, revolvió un poco los papeles que había sobre él (Törless comprendió más tarde que era en esos papeles donde el profesor encontraba verdadero refugio), se limpió los lentes con un pañuelo, cruzó una pierna sobre la otra, y se quedo mirando a Törless, en actitud expectante.
Éste, por su parte, también había comenzado a observarlo. Advirtió que el profesor llevaba un par de bastos calcetines blancos de lana y además que el borde de los pantalones estaba ennegrecido por el betún de los botines.
El pañuelo, en cambio, era de un blanco resplandeciente y la corbata, si bien perfectamente anudada, era de abigarrados colores, como los de una paleta de pintor.
Estas pequeñas observaciones chocaron involuntariamente a Törless. Ya no podía esperar que aquel hombre estuviera en posesión de conocimientos importantes, puesto que evidentemente ni en su persona ni en nada de lo que le rodeaba podía advertirse el menor signo de ello. Se había imaginado el cuarto de trabajo de un matemático como algo completamente diferente, con algún signo de las cosas tremendas que en él se pensaban. La vulgaridad, el carácter cotidiano de ese cuarto le hería. Y trasladó ese sentimiento a las matemáticas, de manera que su respeto comenzó a ceder frente a una recelosa aversión.
Como ahora también el profesor se movía con impaciencia en su asiento, sin saber cómo debía tomar aquel largo silencio y aquellas miradas inquisitivas, se creó ya en ese momento una atmósfera de incomodidad.
—Bueno, pues…, usted quiere una explicación… Con mucho gusto estoy dispuesto… —comenzó a decir el profesor.
Törless formuló sus reparos y se esforzó por exponerle su significación; pero le parecía que hablaba a través de una espesa, turbia niebla, y que las palabras se ahogaban ya en la garganta. El profesor sonreía, tosía de vez en cuando y por fin dijo:
—Permítame usted.
Encendió un cigarrillo y lo fumó en presurosas chupadas; el papel, como Törless advirtió mientras hablaba, se hinchaba y luego se arqueaba hacia abajo chisporroteando cada vez. El profesor se quitó los lentes de la nariz, tornó a colocárselos, hizo con la cabeza una señal de asentimiento y por último no dejó que Törless llegara al final.
—Me complace mucho, mi querido Törless, me complace realmente mucho lo que me dice —lo interrumpió—. Su preocupación demuestra seriedad. Realmente…, pero no es tan sencillo darle la explicación que usted desea… Compréndame usted bien, se lo ruego. Mire usted, me está hablando de la función de los factores trascendentes. Hum, sí, se los llama así… Ahora bien, no sé cómo se imagina usted estas cosas; lo que está más allá de los estrictos límites del entendimiento es algo muy especial. A decir verdad, no son cosas que me conciernan a mí mismo; mi especialidad es otra; podrá pensarse de este modo o de este otro, sobre el asunto. Y yo evitaría en cualquier caso polemizar… Pero en lo tocante a las matemáticas —y aquí recalcó la palabra matemáticas como si quisiera cerrar de una vez por todas una puerta fatal— en lo que concierne, pues, a las matemáticas, es absolutamente seguro que se trata de una cuestión sólo natural y matemática. Ahora bien, para ser estrictamente científico yo debería hacerle algunas demostraciones que usted apenas podría comprender Además, no tenemos tiempo. Sepa usted que me doy cuenta de que, por ejemplo, estos valores numéricos imaginarios, que realmente no existen, son un hueso duro de pelar para cualquier estudiante joven. Debería contentarse usted con saber que tales conceptos matemáticos son precisamente necesidades puras del pensar matemático. Reflexione usted. En la fase elemental de los estudios matemáticos, en la cual aún se halla usted, para muchos es difícil comprender la explicación cabal Afortunadamente sólo muy pocos sienten verdadera curiosidad por estas cosas; pero cuando viene uno, como usted hoy (aunque como ya le dije, me ha complacido mucho), a plantear estas cuestiones, entonces lo único que puede decírsele es: Querido amigo, aquí no cabe otra cosa que creer. Cuando sepas diez veces más matemáticas de lo que ahora sabes, lo comprenderás; pero, por el momento, ¡creer! No hay otro remedio, querido Törless. Las matemáticas constituyen todo un mundo en sí mismas y es menester haber vivido mucho tiempo en ese mundo para sentir todo lo que en él es necesario.
Cuando el profesor calló, Törless estaba de buen humor. Desde que había oído cerrarse la puerta, las palabras del profesor le habían sonado cada vez más lejanas… Al otro lado, indiferentes, estaban todas las explicaciones correctas que, sin embargo, no le eran accesibles.
Pero el torrente de palabras y el sentimiento de fracaso le habían aturdido y no comprendió en seguida que debía ponerse de pie.
Entonces el profesor, para rematar definitivamente la charla, echó mano de un último argumento, convincente.
Sobre una mesilla estaba un célebre libro de Kant. El profesor lo tomó y se lo mostró a Törless.
—Vea este libro. Es de filosofía. Contiene un análisis del tema de nuestra conversación. Si usted pudiera llegar a la médula del libro, se encontraría con esas necesidades del pensar que precisamente lo determinan todo. Es algo muy parecido a lo que ocurre con las matemáticas. No advertimos esas necesidades del pensar y sin embargo procedemos continuamente valiéndonos de ellas. Ahí tiene usted la prueba de lo importantes que son esas cosas; pero —sonrió cuando vio que Törless abría el libro y se ponía a hojearlo—, pero, no va usted a ponerse a leerlo ahora. Únicamente quería darle un ejemplo, que usted pudiera recordar alguna vez en el momento oportuno. Por ahora, seguramente es todavía demasiado difícil para usted.