Durante la clase de matemáticas Törless concibió un súbito pensamiento.

En los últimos días había estado siguiendo los cursos del instituto con particular interés, pues pensaba: «Si esto es verdaderamente una preparación para la vida, como dicen, entonces tiene que haber aquí algo de lo que yo busco».

Y había pensado en las matemáticas, precisamente por aquellas ideas sobre el infinito.

Y fue mediada la clase de matemáticas cuando la idea le surgió, caliente, en la cabeza. Al terminar la clase se juntó con Beineberg, porque era el único con quien podía hablar de semejante cosa.

—Dime ¿entendiste bien todo esto?

—¿Qué?

—Ese asunto de las cantidades imaginarias.

—Sí, no es tan difícil. Lo único que hay que tener presente es que la raíz cuadrada de menos uno es la unidad de cálculo.

De eso precisamente se trata. Tal cosa no existe. Todo número, ya sea positivo, ya sea negativo, da como resultado, si se lo eleva al cuadrado, algo positivo. Por eso no puede haber ningún número real que sea la raíz cuadrada de algo negativo.

—Completamente cierto. Pero ¿por qué, de todos modos, no habría de intentarse aplicar también a un número negativo la operación de la raíz cuadrada? Desde luego que el resultado no puede tener ningún valor real; por eso el resultado se llama imaginario. Es como cuando uno dice: aquí, antes, siempre se sentaba alguien; pongámosle hoy entonces también una silla. Y aun cuando la persona haya muerto, obramos como si todavía pudiera acudir a nosotros.

—Pero ¿cómo puede hacerse tal cosa, cuando se sabe, con toda precisión matemática, que es imposible?

—A pesar de ello se hace precisamente como si fuera posible. Quizás pueda obtenerse algún resultado. ¿Y qué otra cosa ocurre, a fin de cuentas, con las cantidades irracionales? Una división que nunca termina, una fracción cuyo valor nunca puedes agotar, aun cuando te pases la vida haciendo la operación. Y, ¿qué piensas de las líneas paralelas, que se cortan en el infinito? Creo que no habría matemáticas si pretendiéramos saberlo todo tan a conciencia y exactamente.

—En eso tienes razón. Cuando uno considera las cosas así, todo parece bastante correcto; pero lo curioso está precisamente en que se puedan hacer cálculos reales y se pueda llegar por fin a un resultado comprensible con semejantes valores imaginarios, que de alguna manera son imposibles.

—Sí, y para ello los factores imaginarios deben anularse recíprocamente en el curso de la operación.

—Sí, sí, todo lo que dices lo sé muy bien; pero de todos modos, ¿no queda algo muy extraño? ¿Cómo podría decirlo? Imagínate sólo esto: en una de esas operaciones al principio hay números, por decirlo así, completamente sólidos. Una medida de longitud o de peso, o algo que podamos representarnos de manera concreta. Y que por lo menos son números reales. Al terminar la operación son también números reales; pero esos dos extremos, el comienzo y el final están ligados por algo que no existe. ¿No es acaso como un puente que sólo tiene pilares a una y a otra orilla, y que, a pesar de ello, puede uno atravesar como si los tuviera en todo el recorrido? Operaciones de esa naturaleza me dan vértigo. Son como un trozo de camino que va sabe Dios adónde. Pero lo que me parece realmente inquietante es la fuerza que hay en esas operaciones y el hecho de que uno pueda llegar con seguridad al otro lado.

Beineberg sonrió irónicamente.

—Hablas casi ya como nuestro catequista: «Ves una manzana…, pues son las vibraciones de la luz que el ojo, etcétera… Y extiendes la mano para coger algo, pues son los músculos y los nervios que ponen en movimiento a aquéllos. Pero entre ambas cosas hay algo más, y es el alma inmortal, que una vez pecó… Sí, sí, ninguna operación puede explicarse sin el alma que actúa sobre vosotros como sobre el teclado de un piano…».

Y Beineberg imitó el tono de voz con que el catequista solía formular esta vieja comparación.

—Por lo demás, me interesan muy poco todas estas cosas.

—Yo pensaba, por el contrario, que debían intensarte; por lo menos pensé inmediatamente en ti porque esto (si verdaderamente es tan inexplicable) viene a ser casi una confirmación de tus creencias.

—¿Por qué no iba a ser inexplicable? Considero muy posible que aquí los inventores de las matemáticas hayan dado un traspiés. Porque, en efecto, ¿por qué aquello que está más allá de nuestro entendimiento no podría permitirse gastarle precisamente semejante broma al entendimiento? Pero la cuestión no me preocupa mucho, pues sé que todas estas cosas no conducen a nada.