A las once menos cuarto, Törless vio cómo Beineberg y Reiting se deslizaban de sus camas, y él se levantó entonces inmediatamente.
—Pst… Espera un poco. Llamaremos la atención si salimos los tres juntos.
Törless volvió a meterse entre las sábanas.
Se reunieron en el corredor y subieron hasta el desván con las habituales precauciones.
—¿Dónde está Basini? —preguntó Törless.
—Vendrá por el otro lado. Reiting le dio la llave.
Estuvieron todo el tiempo a oscuras. Sólo una vez arriba, ante la gran puerta de hierro, Beineberg encendió su pequeña linterna sorda.
La cerradura ofrecía resistencia. Se había afianzado en una posición a causa de los muchos años que había permanecido cerrada y no obedecía a la ganzúa. Por fin cedió con ruido seco y la pesada hoja se movió, chirriando, en los goznes herrumbrados.
Del desván se desprendió un aire cálido, rancio, como el que exhalan los invernáculos pequeños.
Beineberg volvió a cerrar la puerta.
Los tres subieron por la escalera de madera y se agazaparon junto a una enorme viga transversal.
A ambos lados se extendía una hilera de grandes tinas de agua, que debían servir a los bomberos en caso de que estallara un incendio. Evidentemente, hacía ya mucho que no se renovaba el agua, pues se sentía un olor dulzón.
Todo aquel ambiente era sumamente agobiante: el calor de debajo del tejado, el aire enrarecido y la maraña de grandes vigas que en parte se perdían hacia arriba en la oscuridad y en parte se arrastraban por el suelo formando una espectral urdimbre de maderos.
Beineberg cegó la linterna y, sin decir palabra, se sentaron100 inmóviles en medio de las tinieblas… Transcurrieron largos minutos.
De pronto se oyó el chirrido de una puerta en el extremo opuesto, suave y vacilante. Era un rumor que hacía saltar el corazón hasta el cuello, como la primera señal de que se aproxima la presa.
Siguieron unos pasos inseguros, el ruido retumbante de un pie contra la madera, un murmullo apagado, como el de un cuerpo que cae… Silencio. Después de nuevo pasos temerosos… Un momento de espera… Una voz muy baja.
—¿Reiting?
Entonces Beineberg quitó la pantalla de la linterna y dirigió un ancho rayo hacia el lugar de donde venía la voz.
Se iluminaron algunas enormes vigas que proyectaron agudas sombras, pero más allá no se veía otra cosa que un cono de polvo, que bailaba en el aire.
Los pasos se fueron haciendo cada vez más claros y próximos.
Se oyó de nuevo un pie —esta vez muy cerca— que daba contra la madera, y al instante siguiente surgió, en medio de la base del cono luminoso, el rostro de Basini… ceniciento en la dudosa luz.
Basini sonreía. Graciosamente, dulcemente. Se salió del marco de luz manteniendo esa sonrisa rígida, como la de un cuadro.
Törless, sentado en su viga, sintió que le temblaban los músculos de los ojos.
Beineberg se puso a enumerar, mesurado, con roncas palabras, los actos reprobables de Basini. Luego preguntó:
—¿Y no te avergüenzas?
Basini dirigió a Reiting una mirada que parecía decir: «Ha llegado el momento en que debes ayudarme». Y en ese mismo instante, Reiting le dio un puñetazo tal en el rostro, que Basini retrocedió tambaleándose, tropezó con una viga y terminó por caer al suelo. Beineberg y Reiting se lanzaron sobre él.
La linterna se había volcado y su luz se difundía, incomprensible y pesada por el suelo, hasta los pies de Törless…
Por los ruidos y murmullos, Törless se dio cuenta de que habían despojado a Basini de sus ropas y de que ahora lo estaban azotando con algo delgado, elástico, correoso. Evidentemente habían preparado todos los detalles. Törless oía los gemidos y las quejas, lanzadas, a media voz, de Basini que, suplicante, pedía sin tregua perdón; por último, percibió tan sólo un suspiro, como un grito reprimido, luego palabrotas de injuria proferidas a media voz, y la cálida, vehemente, respiración entrecortada de Beineberg.
Törless no se había movido de su sitio. Verdad es que al principio había tenido una ganas bestiales de abalanzarse con ellos, de flagelar también con ellos pero lo contuvo la sensación de que habría llegado demasiado tarde y sería superfluo. Una pesada mano le tenía paralizados los miembros.
Se había quedado mirando el suelo, frente a sí, aparentemente con indiferencia. Ni siquiera aguzaba el oído para seguir los rumores, y ya no sentía que el corazón le palpitaba tan violentamente como antes. Tenía clavados los ojos en la luz que se derramaba a sus pies, como un charco. Veía unas manchas en el suelo y una lea101 telaraña, pequeñita. El resplandor llegaba hasta las junturas de las vigas y se perdía en una penumbra polvorienta, sucia.
Törless habría podido permanecer en esa actitud una hora entera sin notarlo. No pensaba en nada y sin embargo algo le oprimía en su interior. Y se observaba a sí mismo; pero lo hacía como si en verdad mirara el vacío y se viera a sí mismo sólo como en un destello confuso. Y ahora, lentamente, pero cada vez más perceptible, de ese destello confuso salía algo que buscaba imponerse a la clara conciencia.
Por un momento, algo hizo sonreír a Törless, pero luego esa exigencia subió de punto. Le hizo abandonar su asiento y colocarse de rodillas en el suelo. Le hizo sentir la necesidad de apretar su cuerpo contra la tablas, y Törless sintió que los ojos se le agrandaban como los de un pescado, y sintió cómo le golpeaba, a través del desnudo cuerpo, el corazón contra la madera.
Lo había sobrecogido una alteración tal que debió aferrarse a las vigas para defenderse del vahído.
El sudor brillaba en su frente. Se preguntó, lleno de temor, qué sentido podía tener todo aquello.
Asustado de su indiferencia, aguzó nuevamente el oído, a través de las tinieblas, hacia el lugar en que estaban los otros tres.
Había vuelto a reinar el silencio; sólo Basini se quejaba en voz baja, para sí, en tanto que buscaba a tientas sus ropas.
La voz quejosa de Basini suscitó en Törless un sentimiento grato. Como con patas de araña, le recorrió las espaldas un estremecimiento, arriba y abajo. Luego se le concentró entre los omoplatos y de allí, con finas uñas, le estiró hacia atrás la piel de la cabeza. Con gran sorpresa, Törless comprobó que se encontraba en un estado de extrema excitación sexual. Trato de establecer desde cuándo estaba así y sin recordarlo supo que su estado ya era aquél cuando sintió la singular necesidad de apretarse contra el suelo. Se avergonzó; pero era como si una violenta ola de sangre le hubiera inundado la cabeza.
Beineberg y Reiting llegaron a tientas y se sentaron en silencio junto a él. Beineberg se puso a contemplar la linterna.
En ese momento, Törless recuperó su tranquilidad Aquello ya no podía apartársele de la vista —así lo sentía ahora—, como si mirara con hipnóticos y rígidos ojos al cerebro. Era un interrogante…, era un… no, era una desesperación… ¡Oh, ya lo conocía tanto…! Los muros, aquel jardín de la confitería, las casuchas bajas, aquel recuerdo de infancia…, siempre lo mismo…, siempre lo mismo. Miró a Beineberg. «¿Y éste no siente nada?», pensó; pero Beineberg se inclinó para alzar del suelo la linterna. Törless le contuvo el brazo.
—¿No es como un ojo? —dijo y señaló la luz que se derramaba por el suelo.
—¿Y ahora te da por ponerte poético?
—No; pero ¿no te parece que tiene una peculiar relación con los ojos? De ellos emana (piensa en tus ideas favoritas desde el punto de vista de la física). Además, es seguro que un hombre revela mucho más con sus ojos que con sus palabras…
—Bueno… ¿y qué?
—Para mí esta luz es como un ojo, dirigido a un mundo extraño. Es como si fuera a revelarme algo. Quisiera embeberme de ella…
—Ya veo que empiezas a ponerte poético.
—No, lo digo en serio. Estoy desesperado. Reflexiona un poco y también tú lo sentirás. Una necesidad de revolcarme en ese charco de luz…, así de cuatro patas, arrastrarme hasta ese rincón lleno de polvo, por ver si puede revelárseme algo…
—Querido, eso son tonterías, sensiblerías. Es mejor que las dejes de lado.
Beineberg se agachó y enderezó la linterna. Al verlo, Törless experimentó una maligna alegría. Se percataba de que ese hecho tenía para él un sentido más, algo que se le escapaba al compañero.
Aguardó a que reapareciera Basini. Un lúgubre estremecimiento volvió a recorrerle las espaldas y a estirarle otra vez, con finas garras, la piel de la cabeza hacia atrás.
Sabía ya con toda claridad que a él le estaba reservado algo que iba apremiándole cada vez en intervalos más breves; era una sensación incomprensible para los otros, pero que, evidentemente, para la vida de Törless debía tener una gran importancia.
Sólo que no sabía cuál podía ser el sentido de aquella sensación, aunque recordaba que estaba ya presente cada vez que se desencadenaban los hechos, y que le parecía extraña y le atormentaba sencillamente porque él no conocía la causa.
Se propuso pensar seriamente en ello en la ocasión siguiente. Mientras tanto, se entregó por entero al estremecimiento escalofriante que precedía a la aparición de Basini.
Beineberg había levantado la linterna y de nuevo los rayos cortaban un círculo en la oscuridad.
Y de pronto, tornó a aparecer dentro del círculo el rostro de Basini, exactamente como la primera vez, con la misma sonrisa rígida, sostenida, dulzona, como si en el ínterin no hubiera ocurrido nada, sólo que del labio superior, la boca y la mandíbula resbalaban lentamente algunas rojas gotas de sangre que, como gusanos, iban abriéndose camino, serpenteando.
—Siéntate allí —dijo Reiting mientras señalaba una enorme viga. Basini obedeció—. Probablemente había creído que te sería más fácil salirte de eso, ¿eh? Tal vez creíste que yo te ayudaría. Pues ya ves cómo te has engañado. Lo que hice contigo era sólo para ver hasta dónde eras capaz de llegar.
Basini insinuó un movimiento de defensa. Reiting amenazó abalanzarse nuevamente sobre él. Entonces Basini exclamó:
—Pero, por amor de Dios, yo no podía hacer otra cosa.
—¡Calla! —gritó Reiting—. Estamos hartos de tus discursos. Sabemos de una vez por todas lo que hay que hacer contigo; y ahora vamos a juzgarte…
Sobrevino un breve silencio. Y de pronto dijo Törless, en voz baja, con tono casi cordial:
—Di, pues, «soy un ladrón».
Basini abrió desorbitadamente los ojos, casi espantado; Beineberg sonrió con aprobación.
Pero Basini permanecía callado. Beineberg le dio entonces un golpe en las costillas y le gritó:
—¿No oyes? Tienes que decir que eres un ladrón vamos, dilo pronto.
Otra vez sobrevino un breve silencio y luego, Basini dijo en voz baja, en un respiro y con el tono más inocente e impersonal que pudo:
—Soy un ladrón.
Beineberg y Reiting rompieron a reír, complacidos mientras miraban a Törless.
—Fue una buena ocurrencia, muchacho.
Y luego dirigiéndose a Basini, le dijeron:
—Y ahora tendrás también que decir en seguida «Soy un animal, un animal ladrón, soy vuestro animal ladrón, cochino».
Basini lo repitió sin interrupción, con los ojos cerrados. Pero Törless ya se había retirado a la penumbra. Le repugnaba la escena y se avergonzaba de haber proporcionado a los otros esa idea suya.