Al día siguiente ya estaban juntos Beineberg y Reiting cuando Törless se acercó a ellos.

—Ya hablé con Reiting —dijo Beineberg—, y lo hemos arreglado todo. A ti, por supuesto no te interesan estas cosas.

Törless sintió como enojo y celos ante este nuevo giro de la situación; y no sabía si mencionar, en presencia de Reiting, la conversación nocturna que había mantenido con Beineberg.

—Bueno, pero por lo menos podríais haberme llamado, porque el asunto me concierne tanto como a vosotros dos —replicó.

—Lo habríamos hecho, querido Törless —se apresuró a decirle Reiting—, pero no pudimos encontrarte y dimos por descontada tu aprobación. Por lo demás, ¿qué habrías de decirle a Basini? (Ni la menor palabra de disculpa, como si su comportamiento fuera algo natural).

—¿Que habría de decirle? Pues que es un canalla —respondió Törless, turbado.

—¿No es cierto? Un perfecto canalla.

—Y tú también te metes en bonitas cosas, ¿no? —y Törless sonrió, algo cortado, porque se avergonzaba de no estar más resentido con Reiting.

—¿Yo? —Reiting se encogió de hombros—. ¿Qué tiene de malo? Y si él es tan tonto, tan bajo, que…

—¿Has vuelto a hablar con él? —preguntó Beineberg interviniendo en la conversación.

—Sí, ayer por la noche estuvo conmigo y me pidió dinero, porque tiene otra vez deudas que no puede pagar.

—¿Y le has dado algo?

—No, todavía no.

—Ah, muy bien —opinó Beineberg—. Entonces tenemos aquí la ocasión para atraparlo. Podrías citarlo en alguna parte para hoy por la noche.

—¿Dónde? ¿En el cuarto?

—Creo que no, pues todavía no sabe de su existencia, pero dile que acuda al desván, allí donde estuviste una vez con él.

—¿A qué hora?

—Digamos…, a las once.

—Muy bien. ¿Quieres que todavía sigamos paseando?

—Sí, Törless probablemente tenga aún que hacer ¿no?

En realidad, Törless ya no tenía ningún trabajo que hacer y sintió que entre los dos había todavía algo secreto que pretendían ocultarle. Se irritó consigo mismo por su inflexibilidad que le impedía acompañar a los otros.

Y así vio, con celos, cómo se alejaban sus amigos y trató de imaginar qué se traían entre manos.

No dejó de notar cuán inocente y amable era la manera de andar erguido, de Reiting. Exactamente como cuando hablaba. Y entonces procuró imaginarse cómo habría sido Reiting aquella noche, en su ser interior, en su intimidad. Tenía que haber sido como el caer largo larguísimo, de dos almas apasionadas la una por la otra hasta dar luego en un abismo como el de un reino subterráneo. Y entonces habría habido un instante en que los rumores del mundo de arriba, de muy arriba, se apagaban, se extinguían.

¿Podía alguien que hubiera vivido semejante cosa, volver a estar satisfecho y comportarse con ligereza? Seguramente para Reiting aquello no tenía gran importancia. A Törless le habría gustado preguntárselo, y en cambio, a causa de un pueril recato, lo había abandonado a aquel maquinador que era Beineberg.