En los días siguientes, no ocurrió nada decisivo. En el colegio había mucho que hacer. Reiting, con precaución, renunciaba a sus desapariciones y Beineberg no buscó una nueva entrevista.

Durante esos días, como una corriente refrenada, lo ocurrido fue metiéndose profundamente en Törless e impartiendo a sus pensamientos una dirección irresistible.

Había abandonado definitivamente la idea de hacer expulsar a Basini. Por primera vez sentíase ahora lleno de sí mismo, concentrado en sí mismo, y no podía pensar en ninguna otra cosa. También Bozena le era ahora indiferente; lo que había sentido por ella era tan sólo recuerdo fantástico, y ahora le ocupaban cosas serias, claras.

Y por supuesto, esas cosas serias le parecían no menos fantásticas.

Abandonado a sus pensamientos, Törless salió a pasear solo por el parque; era alrededor del mediodía y el sol de otoño proyectaba pálidos recuerdos sobre los prados y senderos. Törless estaba interiormente agitado y no sentía placer en continuar andando, de manera que se limitó a rodear el edificio y a tenderse sobre el pajizo césped que se extendía al pie de la pared lateral, casi sin ventanas. Por encima de él, se abría el cielo de un azul empalidecido, sufriente, propio del otoño, y menudas nubecillas blancas, apelotonadas, corrían presurosas.

Törless se había echado cuan largo era de espaldas y miraba soñadoramente por entre las copas sin hojas de dos árboles que tenía frente a sí.

Pensaba en Beineberg. ¡Qué extraño era aquel hombre! Las palabras que había dicho podían adecuarse a un templo indio en ruinas, en medio de lúgubres imágenes de ídolos y serpientes encantadas, ocultas en recónditos escondites; pero ¿qué sentido tenían aquí a la plena luz del día, en el instituto, en la Europa moderna? Y sin embargo, aquellas palabras, después de recorrer una eternidad, como un camino sin fin ni objeto, tras millares de bifurcaciones y recodos, parecían haber llegado de pronto a una meta con sentido…

Y súbitamente advirtió Törless —y le pareció que se le ocurría por primera vez— cuán alto en verdad estaba el cielo.

Fue como un sobresalto. Entre las nubes resplandecía un agujero pequeño, azul, intenso, indeciblemente hondo.

Tenía la impresión de que con una escalera larga, larga, podría llegarse hasta allá arriba; pero cuanto más alto se elevaba con los ojos tanto más se alejaba aquel azul resplandeciente, fondo88. Y sin embargo sentía que era menester llegar allí alguna vez y poder detenerlo todo con la mirada. Este deseo le atormentaba vivamente.

Era como si, tensa al máximo, la mirada volara rauda, cual una flecha, entre las nubes, y como si cuanto más lejos apuntaba, diera cada vez menos cerca del blanco.

Y Törless se entregaba a ese juego, esforzándose por permanecer tranquilo y razonable en la medida de lo posible. «Ciertamente no hay ningún fin» se dijo «Todo se proyecta cada vez más lejos, más adelante, al infinito». Con los ojos clavados en el cielo se decía estas palabras como si quisiera poner a prueba la fuerza de una fórmula de conjunto. Pero en vano. Las palabras no decían nada o, mejor, decían algo completamente diferente, como si refiriéndose, eso sí, al mismo objeto, hablaran empero de otro aspecto de él, indiferente.

«¡El infinito!». Törless conocía la expresión por las clases de matemáticas. Nunca se había representado nada preciso, al pronunciar aquella palabra. Alguien la había inventado alguna vez y desde entonces era posible contar con ella como con algo seguro. Era precisamente lo que ocurría en los cálculos matemáticos. Pero más allá de ellos, Törless nunca había tratado de buscarle un sentido.

Y ahora le penetraba como un puñal y esa palabra contenía algo terriblemente inquietante. Se le antojó que era como un concepto domesticado, amansado, con el cual diariamente él hacía sus pequeños malabarismos y que, de pronto, ahora, se había desenfrenado. Los trabajos de algún inventor habían hecho adormecer esa cosa salvaje, violenta, anonadadora, que ahora se despertaba súbitamente y volvía a ser temible; y en aquel cielo se le imponía como algo vivo, que lo amenazaba, se mofaba de él.

Terminó por cerrar los ojos porque aquella visión le atormentaba demasiado.

Cuando poco después, una ráfaga de viento que barría el pajizo césped le hizo abrir los ojos, apenas sentía su propio cuerpo y de los pies le subía una agradable frescura que le mantenía los miembros en un estado de dulce inercia. A su anterior sobresalto se había agregado ahora algo suave y lánguido. Todavía sentía el cielo gigantesco y silencioso que lo cubría, mirándolo fijamente; pero ahora recordaba cuán a menudo ya otras veces había sentido esa misma sensación y en ese estado, entre la vigilia y el sueño, recorrió todos aquellos recuerdos y se sintió entrelazado con ellos.

Estaba primero aquel recuerdo de la infancia en el que los árboles se erguían graves y mudos como personas hechizadas. Ya entonces debió de haber sentido que esa sensación habría de volver a visitarlo muchas veces. Hasta aquello que había pensado en casa de Bozena tenía algo de ese recuerdo de la infancia, algo lleno de presentimientos y resonancias. Y también había ocurrido eso mismo en aquel momento de quietud, en el jardín, que se extendía ante las ventanas de la confitería, antes de que cayera el oscuro velo de la noche. Y Beineberg y Reiting se convertían a menudo, durante un fugaz instante, en algo ajeno, extraño, irreal. ¿Y Basini? Todo lo que ocurriera con él había dividido a Törless. La idea que se hacía de ello era tan pronto razonable y cotidiana, tan pronto lúgubre, con ese silencio penetrado de imágenes, común a todas esas impresiones, que se escurría aquí y allá en todo lo que Törless percibía, como algo real, vivo, que podía manejarse. Exactamente como le ocurriera poco antes con la idea del infinito.

Törless sentía que aquel silencio cargado lo iba cercando por todas partes. Como remotas, sombrías fuerzas, lo había estado amenazando ya desde siempre; pero instintivamente él se había apartado y aquello no había hecho sino rozarlo fugazmente, con una tímida mirada; pero ahora un accidente, una serie de acontecimientos, le había aguzado la atención y se la había enderezado a ese solo punto. Y a cada momento que pasaba, la aproximación de aquellas sombras lo desgarraba en medio de terribles incertidumbres.

Las cosas, los hechos y los hombres parecían tener ahora para Törless algo así como un doble sentido: como algo que la habilidad de un inventor había encadenado a una palabra inofensiva, explicativa, y como algo completamente monstruoso, que a cada instante amenazaba liberarse de aquello.

Cierto es que hay una explicación sencilla y natural para todas las cosas, y Törless no lo ignoraba, pero, para su terrible sorpresa, aquella explicación parecía descubrir en las cosas no más que una capa del todo superficial, sin llegar para nada hasta su interior, que Törless, como provisto de una mirada que se hubiera vuelto sobrenatural, veía siempre como algo brillante, como una segunda y más profunda apariencia de las cosas.

Y mientras Törless permanecía tendido, entretejiendo sus recuerdos, de éstos nacían extraños pensamientos, como si fueran raras flores. Aquellos momentos que nadie puede olvidar, aquellas situaciones cuya conexión con otras no entendemos pero que, sin embargo, hacen que nuestra vida se proyecte a nuestro entendimiento sin lagunas, como si corrieran paralelas y a igual velocidad unas junto a otras, se ajustaban recíprocamente de pasmosa manera.

El recuerdo del silencio pavoroso, quieto y de lívidos colores, de muchos atardeceres, sucedía alternativamente a la calurosa y trémula inquietud de una tarde de verano; una inquietud vertida por su alma ardorosa, con un movimiento parecido al que tendrían las palas vibrantes de una hueste de iridiscentes lagartijas huidizas.

De repente vio ante sí una sonrisa de aquel principito, una mirada, un movimiento…, todo íntimamente unido con aquella manera suave, dulce, con que el príncipe deshacía los pensamientos que Törless había entretejido alrededor de él, todo concentrado en un indescriptible segundo, en una nueva dimensión extraña, infinitamente amplia. Luego, le asaltaron nuevamente los recuerdos del bosque, de los campos; después, una silenciosa imagen en un cuarto oscurecido de su hogar, que le recordó a un amigo perdido. Le acudían a la memoria palabras de una poesía…

Porque ocurre que, en ciertas cosas, es imposible comparar, relacionar, lo que se vive con lo que se piensa o aprende. Lo que vivimos sin reservas, como algo indiviso en un instante, se hace incomprensible y confuso cuando pretendemos atarlo, con la cadena del pensamiento a nuestras posesiones permanentes. Y lo que nos parece enorme y ajeno al hombre mientras nuestras palabras, desde lejos, pretenden asirlo, se hace sencillo y pierde su carácter inquietante, tan pronto penetra en el círculo activo de nuestra vida.

Y todos esos recuerdos tenían en común, pues, el mismo misterio, como si estuvieran frente a él claros, al alcance de la mano.

En su momento habían estado acompañados de un sentimiento sombrío, en el que Törless casi no había reparado.

Y ahora se esforzaba precisamente en determinar qué era aquello. Pensó que una vez, hallándose con su padre frente a un paisaje, él había exclamado: «¡Oh, qué hermoso!» y se había turbado cuando el padre se alegró de la exclamación; pues del mismo modo habría podido decir «Es tremendamente triste». Era una falla93 de las palabras lo que le atormentaba. Una conciencia a medias de que las palabras no eran sino subterfugios, pretextos fortuitos de lo que uno sentía.

Y hoy recordaba aquel paisaje, recordaba aquellas palabras, y tenía aquel claro sentimiento de mentir sin saberlo. La mirada nostálgica de Törless atravesó otra vez el recinto de todas aquellas cosas. Pero su mirada regresaba una y otra vez de aquel recinto con las manos vacías. Una sonrisa de encanto en el reino de los pensamientos, una sonrisa que, distraído y como anonadado, conservara todavía en los labios, se transformó en el esbozo de un rasgo de dolor apenas perceptible…

Sentía la urgente necesidad de ir a la búsqueda de un punto de apoyo, de un puente o una comparación entre él mismo y aquello que, sin palabras, se encontraba erguido frente a su espíritu.

Y ocurría que, apenas lograba tranquilizarse con algún pensamiento, oía esta incomprensible voz interior: «Mientes». Era como si debiera vivir sin cesar en medio de una división en la que siempre quedaba un tenaz residuo, o como si con febriles dedos se esforzara hasta herírselos por desatar un nudo infinito.

Por fin, se abandonó del todo. Aquel mundo de ensueños se ciñó a su alrededor y los recuerdos crecieron, cambiaron, en tremendas deformaciones.

Había vuelto a clavar los ojos en el cielo, como si quizá, por una casualidad, pudiera aún arrebatarle su secreto, adivinar algo de él, de aquello que tanto le turbaba; pero se fatigó y le sobrecogió el sentimiento de una profunda soledad. El cielo permanecía silencioso, y Törless sentía que, bajo esa bóveda muda, inmóvil, se hallaba completamente solo. Se sentía como un diminuto punto viviente bajo aquel gigantesco cadáver.

Pero ya casi no le asustaba. Como un viejo, conocido dolor, le había invadido ahora todos los miembros.

Era como si la luz hubiera adquirido un destello lechoso, como si ante los ojos le bailara una niebla fría y pálida.

Lentamente y con cuidado, volvió la cabeza y miró en torno, por ver si en verdad todo había cambiado. Entonces la mirada topó con el muro grisáceo, sin ventanas, que se levantaba por detrás de la cabeza de Törless. El muro parecía haberse inclinado sobre él y mirarlo en silencio. De tiempo en tiempo, desde esa pared, le llegaba un murmullo, señal de la misteriosa vida que anidaba allí.

Algo parecido había oído a menudo en el escondite, cuando Beineberg y Reitíng hablaban sobre sus fantásticos mundos. Y él se había regocijado al oír ese murmullo, como la extraña música de acompañamiento de alguna grotesca pieza teatral.

Pero ahora, hasta el claro día parecía haberse metido en un insondable escondite, y el silencio vivo rodeaba a Törless por todas partes.

No pudo apartar la mirada. Junto a él, en un rincón húmedo, sombrío, crecía una fárfara cuyas anchas hojas ofrecían fantásticos escondites a babosas y gusanos. Törless oyó los latidos de su corazón. Luego volvió a percibir un tenue, susurrante murmullo…, y ese murmullo era lo único vivo en un mundo silencioso y sin tiempo.