Una noche —era muy tarde y ya todos dormían— Törless sintió que alguien lo despertaba.
Junto a la cama estaba Beineberg. Aquello era tan inusitado que en seguida pensó que debía tratarse de algo importantísimo.
—Levántate, pero no hagas ruido. Que nadie nos oiga. Iremos allá arriba; tengo que contarte algo.
Törless se vistió presuroso, tomó el abrigo y se calzó unas pantuflas…
Una vez arriba, Beineberg volvió a colocar en su lugar, con especial cuidado, todos los obstáculos, y luego se puso a preparar té.
Törless, que sentía aún el sueño en todo el cuerpo, sorbió ávidamente la aromática, tibia, amarillenta bebida. Se acurrucó en un ángulo, esperando una gran sorpresa.
Por fin, Beineberg dijo:
—Reiting nos engaña.
Törless no se sorprendió en modo alguno. Siempre había dado por sentado que todo aquel asunto debía continuar de alguna manera. Era casi como si lo hubiera estado esperando. E involuntariamente dijo:
—Lo sospechaba.
—¿Cómo? ¿Que lo sospechabas? Pero no debes de haber notado nada, ¿no? No habría sido muy propio de ti.
—En todo caso, no se me ocurrió nada preciso. Además, no seguí pensando gran cosa en el asunto.
—Pero ahora lo sé todo. Desde el primer día abrigué sospechas sobre Reiting. Ya sabes que Basini me devolvió mi dinero. ¿Y con qué? ¿Qué te parece? ¿Con su propio dinero? No.
—¿Y crees que Reiting ha entrado en el juego?
—Seguramente.
En el primer momento, a Törless se le ocurrió que ahora también Reiting había seguido el ejemplo de Basini.
—¿Entonces crees que Reiting, lo mismo que Basini…?
—¿Qué estás pensando? Sencillamente Reiting dio a Basini el dinero necesario para que pudiera cancelar su deuda conmigo.
—No veo qué razón pudo tener para hacerlo.
—Tampoco yo pude comprenderlo del todo. En todo caso, recordarás que, desde el principio, Reiting se empeñó vehementemente en defender a Basini. En aquel momento tuviste toda la razón del mundo. En verdad lo más natural habría sido hacer expulsar a ese individuo; pero entonces no quise apoyarte premeditadamente, pues pensaba que todavía faltaba ver a dónde iba a parar el juego. Es cierto que no sé si en aquel momento Reiting ya tenía intenciones precisas, o si sólo quería esperar a ver si podía asegurarse a Basini de una vez por todas. Pero hoy sé lo que ocurre.
—¿Sí?
—Espera, no quiero contártelo tan de golpe. Conoces la historia que hace cuatro años ocurrió en el instituto, ¿no?
—¿Qué historia?
—Bueno, cierta historia…
—Ah, sí, superficialmente. No sé sino que entonces, a causa de una cochinada, se produjo un gran escándalo y que expulsaron a un buen número de alumnos como castigo.
—Sí, a esa historia me refiero. Me enteré de ciertas particularidades más por un alumno de aquella clase. Entre ellos había un muchachito muy guapo del que se habían enamorado muchos. Es algo que ya conoces, pues ocurre todos los años. Pero aquellos llevaron las cosas demasiado lejos.
—¿Cómo?
—¿Que cómo? No hagas preguntas tontas. ¡Y lo mismo hace Reiting con Basini!
Törless comprendió lo que ocurría entre los dos muchachos y sintió que se le estrangulaba la garganta, como si le estuvieran echando arena.
—Nunca hubiera pensado eso de Reiting —fue todo lo que se le ocurrió decir. Beineberg se encogió de hombros.
—Cree que puede engañarnos.
—¿Y está enamorado?
—No veo ninguna señal de eso. No es tan mentecato. Mantiene relaciones con él, se entretiene con él; a lo sumo, le gusta físicamente.
—¿Y Basini?
—¿Ése?… ¿No has notado qué descarado se ha vuelto últimamente? Ya casi no me deja que le diga nada Siempre llama a Reiting, sólo a Reiting y otra vez a Reiting, como si éste fuera su ángel custodio particular. Probablemente haya pensado que es mejor entregarse a uno solo. Y Reiting debe de haberle prometido protección si se avenía en todo a su voluntad; pero se han equivocado. Ya ajustaré cuentas con Basini.
—¿Cómo te enteraste?
—Los seguí una vez.
—¿A dónde?
—Aquí al lado. Reiting tenía una llave mía de la otra entrada. Yo me vine aquí. Abrí con precaución el agujero y me deslicé al otro lado.
En la delgada pared medianera que separaba el cuartito y el desván, había una abertura lo bastante ancha para permitir el paso de un cuerpo humano. En caso de sorpresa debía servir como salida de emergencia; generalmente estaba tapada con ladrillos sueltos.
Se produjo una prolongada pausa, en la que sólo se oía el crepitar del tabaco.
Törless no podía pensar en nada… veía, veía a través de sus ojos cerrados un súbito y violento torbellino de cosas… Hombres, hombres en medio de una iluminación deslumbrante, claras luces y sombras inquietas, profundas; rostros, un rostro, una sonrisa, unos ojos que se abrían, un temblor de la piel; veía a los seres humanos de una manera en que todavía no los había visto nunca, en que nunca los había sentido; pero los veía sin verlos, sin representárselos, sin imágenes, como si tan sólo su alma los viera. Eran figuras tan claras que habrían podido penetrar en él mil veces, pero se detenían como frente a un umbral que no podían traspasar y retrocedían apenas él buscaba palabras para dominar aquellas figuras.
Tenía que seguir preguntando. Dijo con voz vibrante:
—¿Y…, tú, lo viste todo?
—Sí.
—Y…, ¿cómo estaba Basini?
Pero Beineberg guardó silencio y de nuevo volvió a oírse tan sólo el inquieto crepitar del cigarrillo. Pasó un buen rato antes de que Beineberg volviera a hablar.
—Estuve examinando este asunto por ambas partes, y ya sabes que tengo opiniones muy particulares. Por lo que toca a Basini, me parece que en modo alguno haya algo que lamentar. Lo mismo me da que lo acusemos ahora, que le demos una paliza o que, de puro gusto, lo atormentemos hasta que quede medio muerto; porque no puedo imaginarme que un individuo como ése llegue a tener alguna significación dentro del maravilloso mecanismo del mundo. Me parece un elemento sólo fortuito, que ha sido creado fuera del orden general. Es decir, alguna significación también tendrá, pero seguramente muy imprecisa, como la de un gusano o una piedra, algo que no sabemos si, al pasar, aplastaremos o no; y esto y la nada son la misma cosa. Porque cuando el alma del mundo quiere que una de sus partes permanezca, se expresa muy claramente. Dice no, crea un obstáculo, nos hace pasar por encima del gusano o da a la piedra una dureza tal que no podamos destruirla sino con la ayuda de alguna herramienta. Y antes de que vayamos a buscar una herramienta, la piedra habrá creado los obstáculos con una serie de pequeñas, tenaces dificultades, de manera que aun cuando las superamos, la cosa ya tendrá de antemano otra significación.
En los hombres esa dureza estriba en su carácter, en la conciencia de que somos seres humanos, en el sentido de la responsabilidad, en saber que se es una parte del alma del mundo. Ahora bien, si un hombre pierde esa conciencia, se pierde él mismo, y cuando un hombre se pierde y se da por vencido, pierde eso propio, peculiar, en virtud de lo cual la naturaleza lo hizo hombre. Y nunca podemos estar más seguros que en el caso de que ese hombre sea algo ya innecesario, una forma vacía, algo que el alma del mundo ya ha echado de sí.
Törless no sentía el deseo de replicarle; ni siquiera lo escuchaba con gran atención. Hasta entonces nunca le habían gustado esos discursos metafísicos ni tampoco se le había ocurrido que pudiera eliminarse así, sin más ni más, a un ser humano, como acababa de hacerlo el razonamiento de Beineberg. Aquellas cuestiones aún no habían aparecido en el horizonte de su vida.
En consecuencia no se tomó ninguna molestia en examinar el sentido de las afirmaciones de Beineberg. Se limitó a escucharle sólo a medias.
Sencillamente, no entendía cómo podía alguien ser tan categórico. Estaba tembloroso y la circunspección con que Beineberg exponía sus pensamientos que provenían sabe Dios de dónde, le parecía ridícula, inconveniente, fuera de lugar, le impacientaba. Y Beineberg prosiguió diciendo:
—En el caso de Reiting, todo es muy distinto. También él está a merced mía por lo que hizo. Sólo que su suerte no me es tan indiferente como la de Basini. Como sabes, la madre de Reiting no tiene una gran fortuna. Si lo expulsan del instituto, se vendrán abajo todos sus planes. Si sale correctamente de aquí podrá llegar a ser algo; en caso contrario, se le ofrecerán pocas oportunidades. Y Reiting nunca me ha soportado, ¿comprendes? Siempre me ha odiado. Ya antes me creó bastantes dificultades; todas las que pudo… Creo que aún hoy se alegraría si pudiera hacerme reventar. ¿Comprendes ahora cómo puedo hacer todo lo que quiera, estando en posesión de este secreto…?
Törless se sobresaltó de manera tan extraña como si la suerte de Reiting le tocara a él mismo. Miró espantado a Beineberg. Éste había cerrado los ojos hasta el punto de que sólo se le veían dos menudas rayitas, y Törless tuvo la impresión de que estaba frente a una calma, pavorosa, gran araña, que acechaba junto a su tela. Las últimas palabras de Beineberg habían sonado frías y claras, como las frases de un dictado, en el oído de Törless.
No había seguido con atención el discurso del amigo. Sólo se había dicho: «Beineberg vuelve a hablar ahora de sus ideas, que nada tienen que ver con las cosas reales». Y de repente, no supo cómo había sucedido.
La telaraña, que de alguna manera se había estado formando afuera, de manera abstracta, debía de haberse cerrado de pronto con fabulosa rapidez, Y ahora, por una vez, había allí algo concreto, real, vivo…, una cabeza había caído en el lazo, con el cuello estrangulado.
Verdad es que Reiting no le gustaba nada; pero, recordando ahora el modo de ser amable, descarado, suelto, con que tramaba todas sus intrigas, Beineberg le pareció infame, cuando se lo imaginó estrechando, tranquilo y con una sonrisa irónica, su horrenda, espantosa urdimbre de pensamientos alrededor del otro. Törless dijo involuntariamente:
—No debes aprovecharte de él.
Acaso lo hubiera movido a decir esto su continua, secreta aversión por Beineberg.
Pero éste dijo, tras breve reflexión.
—¿Para qué? Sería verdaderamente una lástima. Desde ahora no es peligroso para mí; pero tiene demasiado valor para hacerlo tropezar en una tontería como esta.
Con tales palabras dio por terminado lo que se refería a Reiting; pero continuó hablando otra vez de la suerte de Basini.
—¿Crees todavía que deberíamos denunciar a Basini?
Törless no respondió. Deseaba oír hablar a Beinberg, cuyas palabras le sonaban como el retumbar de pasos dados en tierra hueca, socavada, y quería regodearse en ese estado.
Beineberg dijo:
—Pienso que lo mejor sería que lo castigáramos nosotros mismos, porque de cualquier manera merece un castigo, aunque sólo sea por su insolencia. Los del instituto a lo sumo lo expulsarán y dirigirán a su tío una larga carta. Ya sabes qué aire de negocio oficial se le prestará. Vuestra excelencia, su sobrino ha olvidado… Se ha equivocado… Le rogamos que lo retire… Esperamos que vuestra excelencia consiga inducirlo… a corregirse…, pues por el momento nos es imposible mantenerlo con los demás…, etc. ¿Te parece que esto tiene algún interés o algún valor para ellos?
—¿Y qué valor puede tener para nosotros?
—¿Qué valor? Para ti quizá ninguno, pues alguna vez serás consejero o poeta. Tú no necesitas de esto y hasta acaso lo temes. ¡Pero yo me imagino mi vida de otra manera!
Esta vez Törless prestó atención.
—Para mí Basini tiene un valor… Y hasta muy grande. Porque, mira, tú sencillamente lo dejarías escapar y te quedarías muy tranquilo, pensando que era una mala persona.
Törless reprimió una sonrisa.
—Para ti, todo termina en eso, porque no tienes ningún interés en adiestrarte para maniobrar en casos parecidos. Pero yo, en cambio, estoy muy interesado. En mi caso debo concebir a los hombres de manera diferente. Por eso quiero conservar a Basini; para aprender con él.
—Pero ¿cómo lo castigarás?
Beineberg retuvo un instante la respuesta, como si la meditara aún. Luego, dijo con precaución y titubeando:
—Te equivocas si crees que me importa mucho castigarlo. Claro está que, a fin de cuentas, lo que pienso para él puede considerarse también un castigo… Pero, en pocas palabras, tengo otras intenciones… Lo… bueno, digamos que lo atormentaré.
Törless se guardó de decir palabra. Todavía no comprendía claramente; pero sentía que todo aquello le llegaba, y debía llegarle, como de su interior. Beineberg, que no podía saber qué efecto habían causado sus palabras, prosiguió diciendo:
—No tienes por qué asustarte. No es tan cruel lo que pienso hacer. Por lo demás, como ya te expliqué, con Basini no hay que tener ninguna consideración. La decisión sobre si lo atormentaremos o lo perdonaremos nos corresponde sólo a nosotros y depende de los motivos que tengamos. ¿Tienes tú alguno? Eso que dijiste de la moral, de la sociedad, etc., naturalmente no cuenta. Ni tú mismo creíste nunca en semejante cosa. Según puedo suponer, este asunto te es indiferente. Pero, en el caso de que no quieras entrar en el juego, siempre podrás retirarte. En cambio, mi camino sigue una línea intermedia. Y debe ser así. Tampoco Reiting quiere abandonar el asunto, pues también para él tiene un valor especial, le ofrece la oportunidad de tener en sus manos a una persona con la que puede ejercitarse a manejarla como un instrumento. Reiting quiere dominar y a ti te trataría lo mismo que a Basini, si por casualidad se le diera la ocasión. En mi caso ocurre algo más importante; casi como un deber conmigo mismo. ¿Cómo podría explicarte esta diferencia que hay entre él y yo? Bien sabes cuánto venera Reiting a Napoleón. Ahora bien, fíjate que la clase de hombre que sobre todo me gusta es la que se parece más al filósofo y al santón indio. Reiting sacrificaría a Basini sólo por interés. Lo desmenuzaría moralmente para saber cómo se comportaba el otro en semejante operación, y, como te dije, haría lo mismo contigo o conmigo, sin la menor contemplación. Yo, en cambio, tengo, como tú, cierto sentimiento de que, en última instancia Basini es también un ser humano. Frente a la crueldad, también una parte de mí se siente herida. Pero precisamente de eso se trata. ¡De ser una víctima! ¿Ves?, también yo estoy tejido con dos hilos. Hay uno impreciso que, contrariando mis claras convicciones, me sujeta a una compasiva inacción. Pero también hay otro que corre a través de mi alma, a través de los conocimientos más íntimos, y me sujeta al cosmos. Poco antes te decía que hombres como Basini no significan nada, que son sólo una forma contingente, vacía. Los verdaderos hombres son únicamente aquellos que pueden penetrar en sí mismos, hombres cósmicos, que son capaces de sumergirse en el gran proceso del mundo. Esos hombres obran milagros con los ojos cerrados, porque saben valerse de todas las fuerzas del mundo, que están igualmente dentro que fuera de ellos. Pero los hombres que siguieron hasta aquí el curso del segundo hilo, deben romper el primero. He leído sobre horrendos sacrificios expiatorios por parte de monjes iluminados. Y a ti no te son del todo desconocidos los medios de que se valen los santos indios. Todas las cosas horribles que ocurren en esos ejercicios sólo tienen el objeto de dar muerte a los miserables deseos dirigidos hacia afuera que, ya se trate de la vanidad o del apetito, de la alegría o de la compasión, sólo puede anular el fuego que cada uno es capaz de encender en sí mismo. Reiting sólo conoce lo exterior; yo, en cambio, sigo el segundo hilo. Ahora, a los ojos de todo el mundo, él me aventaja, porque mi camino es más lento e inseguro; pero de un golpe yo puedo sobrepasarlo como a un gusano. Mira, se dice que el mundo está gobernado por leyes mecánicas que no pueden transgredirse. Eso es completamente falso; sólo lo dicen los libros escolares. El mundo exterior es, sin duda, tenaz y hasta cierto punto sus llamadas leyes no se dejan modificar; pero ha habido hombres que consiguieron hacerlo. Lo dicen libros sagrados, muy sabios, que la mayor parte de la gente no conoce ni de oídas. Por ellos sé que ha habido hombres que pudieron mover las piedras, el agua, y el aire, mediante un sencillo acto de su voluntad, y a cuyos mandatos ninguna fuerza de la tierra podía desobedecer. Pero también éstos son sólo los triunfos exteriores del espíritu; porque, en efecto, aquél que llega por completo a contemplar su alma, se libera de la vida corporal, que es sólo contingente. Dicen esos libros que quienes alcanzan tal estado ingresan directamente en el reino superior de las almas.
Beineberg hablaba con mucha gravedad, con contenida emoción. Törless había mantenido casi ininterrumpidamente los ojos cerrados. Sentía junto a sí el aliento de Beineberg y lo aspiraba como si fuera un angustioso medio de aturdirse. Beineberg puso fin a su discurso, diciendo:
—Bien comprendes, pues, cuál es el interés que tengo en todo esto. Todo lo que me impulsa a dejar escapar a Basini es de origen inferior, exterior. Tú podrás seguir ese impulso; pero para mí es un prejuicio del que tengo que liberarme como de todo aquello que me desvía del camino que me lleva a mi yo más íntimo. Justamente el hecho de que me sea difícil atormentar a Basini quiero decir, humillarlo, aplastarlo, alejarlo de mí está bien. Se necesita una víctima que obre un efecto purificador. Tengo la obligación de aprender diariamente en él que el mero ser humano individual no significa nada, que es tan sólo una semejanza exterior, imitativa.
Törless no comprendía muy bien todo aquello. Volvía a tener la sensación de que, de pronto, un lazo invisible, mortal, se estaba cerrando. Le resonaban en los oídos las últimas palabras de Beineberg, «tan sólo una semejanza exterior, imitativa». A Törless le parecía que estas palabras se ajustaban también a su propia relación con Basini. ¿No estaba aquel encanto especial, que para él tenía Basini, en tales visiones? ¿No era que cuando se representaba a Basini había detrás del rostro de éste otro rostro, como flotando? ¿Otro rostro de perceptible semejanza, que sin embargo no podía asirse?
Y así fue cómo Törless, en lugar de ponerse a reflexionar sobre los extraños designios de Beineberg, procuró, a medias aturdido por las nuevas, inusitadas impresiones, poner en claro lo que le ocurría a él mismo. Recordó la tarde anterior antes de conocer la falta de Basini. Entonces ya había tenido realmente estas visiones. Había habido algo que el pensamiento no pudo explicarle, algo que le había parecido muy sencillo y muy extraño. Había visto imágenes que no eran en verdad imágenes, frente a aquella chozas, cuando se hallaba con Beineberg en la confitería.
Eran semejanzas y al propio tiempo diferencias insalvables. Y lo había turbado ese juego, esa perspectiva secreta enteramente suya, personal.
Y ahora, de pronto, una persona se había posesionado de él. Todo aquello había cobrado cuerpo, se había hecho real en una persona. Toda esa cosa peculiar de antes se había concentrado en ella, había pasado de la fantasía a la vida, y se había hecho… amenazadora.
La conmoción fatigó a Törless; los pensamientos se le eslabonaban sin firmeza.
No le quedaba más que la sensación de que no debía desembarazarse de Basini, de que éste desempeñaría también en él un papel importante, ya a medias reconocido.
Meneaba asombrado la cabeza cuando pensaba en las palabras de Beineberg. ¿También él…?
«Él no puede buscar lo mismo que yo. Y sin embargo encontró las palabras justas para describir…».
Más que pensar, Törless soñaba. Ya no podía distinguir su propio problema psicológico de las fantasías de Beineberg. Terminó por quedarle sólo la sensación de que el gigantesco lazo iba cerrándose cada vez más alrededor de todo.
La conversación no continuó. Apagaron la luz y se deslizaron con cuidado de nuevo al dormitorio.