En los días siguientes, toda aquella historia pareció casi olvidada. Fuera de las horas de clase y de las comidas, Keiting no se dejaba ver; Beineberg estaba más taciturno que de costumbre y Törless conseguía pensar cada vez menos en el episodio.
Basini se movía entre los compañeros como si no hubiera ocurrido nada.
Basini era algo más alto que Törless, pero de complexión debilucha, movimientos blandos, perezosos, y rasgos femeninos. Poseía una inteligencia limitada; en esgrima y en ejercicios físicos era uno de los últimos. Pero tenía cierto aire agradable de coqueta afabilidad.
Frecuentaba la casa de Bozena sólo para alardear de hombre. Por su desarrollo físico atrasado, el verdadero deseo sexual le era aún por completo desconocido. Sentía más bien que era su deber, o que era conveniente, que en él no faltara el aire de aventuras galantes. Su momento más feliz era aquel en que salía de la casa de Bozena y la dejaba detrás de sí, pues lo único que le interesaba era poseer el recuerdo del lance.
Además mentía también por vanidad. De las vacaciones, volvía siempre con recuerdos de alguna pequeña aventura: cintas, rizos, cartitas; pero cuando una vez sacó del baúl una lindísima liga, pequeña, perfumada, color celeste, y luego se llegó a saber que no la había obtenido de ninguna amiga sino de su propia hermana de doce años, fue objeto de incontables burlas por su ridícula jactancia.
La inferioridad moral que todos percibían en él, así como su necedad, tenían el mismo origen. No era capaz de oponer resistencia a ninguna sugestión y luego se sorprendía siempre de las consecuencias. Era como esas señoras de lindos ricitos sobre la frente, que dan a sus maridos una dosis de veneno en la comida y luego se espantan grandemente de las duras, extrañas palabras del fiscal y de la sentencia de muerte.
Törless le evitaba. Al hacerlo así, poco a poco fue perdiéndose también aquel profundo sentimiento de espanto que en los primeros momentos se había apoderado de él y le había sacudido tan singularmente. Todo volvía a ser razonable. Aquella cosa extraña que sintiera tornábase día a día más irreal, como los rastros de un sueño que no pueden perdurar en el mundo de la realidad, seguro, bañado por los rayos de un sol resplandeciente.
Para afirmarse más en ese sentido, comunicó a sus padres en una carta todo lo ocurrido, sólo que calló los sentimientos que le provocó el incidente.
Había llegado de nuevo al convencimiento de que lo mejor sería aprovechar la siguiente ocasión que se ofreciera para alejar a Basini del instituto. No podía imaginar que sus padres pensaran de otra manera. Esperaba de ellos un juicio severo, terminante, sobre Basini, esperaba que, no pudiendo soportar que éste estuviera cerca del hijo, se apresuraran, por así decirlo, a cogerlo con las puntas de los dedos y arrojarlo lejos, como a un insecto repugnante.
Nada de esto contenía, empero, la carta que recibió como respuesta. Los padres se habían esforzado honestamente en sopesar, como personas razonables, todas las circunstancias, en la medida en que la cortada, presurosa carta del hijo les permitía hacerse cargo de ellas. Prefirieron dar un juicio contenido y prudente, tanto más cuanto que debían tener en cuenta las exageraciones propias de la indignación juvenil del hijo. Aplaudieron, pues, la decisión que habían tomado los tres jóvenes de dar a Basini la oportunidad de corregirse; opinaban que no era lícito arruinar la vida de una persona por una falta, cometida con ligereza, sobre todo —y ésta era a una circunstancia que recalcaron mucho— teniendo en cuenta que no se trataba de una persona ya hecha y madura, sino de un joven de carácter blando que estaba todavía en mitad de su desarrollo. En todo caso, tal vez sería conveniente mostrar a Basini severidad y rigor, pero también tratarlo con benevolencia para alentarlo a corregirse.
Fortalecieron este consejo con una serie de ejemplos que Törless conocía muy bien; porque, en efecto, el joven recordaba que, en los primeros cursos, en los que la dirección aún se complacía en imponer medidas draconianas y en limitar la cantidad de dinero para gastos menudos a sumas ínfimas, muchos no podían, a menudo, contenerse y dejar de mendigar a los más felices de los pequeños glotones un pedazo de su emparedado de jamón u otra fruslería de este género. Ni siquiera él mismo se había visto libre de esa tentación, aun cuando ocultaba su vergüenza regañando contra la malévola, malintencionada dirección del colegio. Y no sólo a los años sino también a las graves y bondadosas exhortaciones de los padres debía él la satisfacción de haber superado, poco a poco y con orgullo, semejantes debilidades.
Pero en esta ocasión todo aquello no hizo ningún efecto en Törless.
No podía dejar de comprender que sus padres tenían razón en muchos aspectos; pero también sabía que, lejos, es casi imposible juzgar con entera rectitud; tenía la impresión de que en la carta de los padres faltaba algo muy importante.
No se traslucía en ella la sensación de que hubiera ocurrido algo irreparable, algo que nunca debía ocurrir entre personas de cierto círculo. Faltaban el asombro y la perplejidad. Los padres hablaban como si se tratara de algo habitual, que había que tomar con tacto pero no con mucha indignación, una mácula, muy fea por cierto, pero inevitable, como las necesidades físicas cotidianas. Y no había ni pizca de inquietud personal; les ocurría lo mismo que a Beineberg y a Reiting.
Törless podía haber admitido que se le dijera todo aquello, pero en cambio, rompió la carta en pedazos y la quemó. Era la primera vez en su vida que incurría en semejante acto de impiedad filial.
La carta ejerció en él un efecto contrario. En lugar de aceptar la sencilla actitud que le proponían, volvió a asaltarle el pensamiento de que la conducta de Basini era discutible, dudosa. Se decía, meneando la cabeza, que era menester meditar todavía, aunque no podía precisar por qué…
Lo más curioso era que Basini le perseguía más en los sueños que cuando reflexionaba en toda aquella historia. En tales circunstancias, Basini se le manifestaba comprensible, cotidiano, con claros contornos, tal como lo veían sus padres y sus amigos; y al instante siguiente Basini desaparecía para volver, una y otra vez, como una pequeña, pequeñísima figura que, intermitentemente, resplandecía ante un fondo profundo, muy profundo…