—Lo tengo —susurró Reiting.

—¿A quién?

—Al ladrón de las arcas.

Törless acababa de llegar con Beineberg. Faltaba poco para la hora de la comida y ya se había marchado el encargado de la vigilancia. Entre las verdes mesitas se habían formado grupos que charlaban y por toda la sala se difundían cálidos murmullos de vida.

Era el habitual salón del colegio, de paredes blanqueadas, con un gran crucifijo negro y los retratos de los soberanos reinantes. Junto a la gran estufa de hierro que todavía no habían encendido, estaban sentados, en parte sobre el estrado, en parte en sillas desplazadas de sus lugares, los jóvenes que por la tarde habían acompañado hasta la estación a los padres de Törless. Además de Reiting, hallábase el alto Hofmeier y Dschjusch, que con tal sobrenombre llamaban a un pequeño conde polaco.

Törless sentía curiosidad.

Las arcas se encontraban al fondo del salón y eran largas cajas con muchas gavetas que podían cerrarse con llave y en las cuales los alumnos del instituto guardaban sus cartas, libros, dinero y toda clase de chucherías.

Desde hacía un tiempo, algunos se quejaban de que les faltaban pequeñas sumas de dinero, pero nadie podía decir con exactitud la cantidad echada de menos.

—Beineberg era el primero que podía decir con seguridad que le habían robado en la semana anterior una cantidad considerable; pero sólo Reiting y Törless estaban enterados de ello.

Sospechaban de los sirvientes.

—¡Vamos, cuenta, pues! —rogó Törless—; pero Reiting le hizo una rápida señal.

—Pst… Más tarde… Nadie sabe nada todavía.

—¿Es un sirviente? —susurró Törless.

—Danos por lo menos algún indicio.

Reiting se apartó de los demás y dijo en voz baja:

—B.

Nadie, salvo Törless, había oído esta conversación tan llena de precauciones. Lo que su amigo le comunicaba le producía gran sorpresa. ¿B? Únicamente podía ser Basini. ¡No era posible! Su madre era una mujer de loituna, el tutor tenía el título de excelencia. Törless no quería creerlo. Y de pronto, le asaltó el recuerdo de lo que Bozena había contado.

Apenas pudo esperar el momento en que los otros se marcharon para comer. Beineberg y Reiting se quedaron atrás con el pretexto que, habiendo comido mucho al mediodía, ahora no tenían apetito.

Reiting propuso que sería mejor ir allá «arriba».

Salieron al corredor que, interminable, se extendía a lo largo de las salas de clase. Las trémulas llamas de gas lo iluminaban sólo en breves trechos y los pasos resonaban de hueco en hueco, aun cuando se andara por él suavemente…

A unos quince metros de las puertas, una escalera conducía al segundo piso, en el que se hallaba el gabinete de ciencias naturales, otros elementos de enseñanza y una cantidad de cuartos vacíos.

A partir de allí, la escalera se hacía más estrecha y subía hasta el desván, en pequeños peldaños empinados, que doblaban en ángulo recto. Y —como a menudo ocurría en viejos edificios en los que hay de manera harto ilógica una profusión de rincones y recovecos, sin utilidad alguna— la escalera continuaba dando vueltas por un buen trecho por sobre el cuerpo del edificio, de Micrte52 que más allá de la pesada puerta de hierro, cerrada con llave, que la obstruía, se prolongaba en la forma de una escalerilla de madera.

Y de este modo quedaba un espacio perdido de varios metros, que alcanzaba hasta las vigas del tejado. Nadie entraba en aquel lugar, que servía como depósito de viejas bambalinas, procedentes de inmemoriales representaciones de teatro.

Hasta en pleno mediodía la luz quedaba atenuada en la escalera en una especie de penumbra, saturada de viejo polvo, pues casi nunca se utilizaba aquella parte que se hallaba en un ala del inmenso edificio.

Al llegar a los últimos peldaños de la escalera, Beineberg se encaramó en la barandilla, y sosteniéndose de los barrotes, se dejó caer entre los telones, ejemplo que siguieron Reiting y Törless. Encontraron una gran caja de madera que ellos habían puesto adrede para que les sirviera de apoyo, y desde allí bajaron al suelo de un salto.

Aun cuando los ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad durante el ascenso, no era posible descubrir allí otra cosa que una desordenada confusión de bambalinas apoyadas unas sobre otras.

Pero cuando Beineberg apartó un poco una de ellas, apareció un estrecho corredor en forma de túnel.

Ocultaron la caja que les había servido para descender y echaron a andar entre las bambalinas.

Allí la oscuridad era completa y se necesitaba conocer muy bien el lugar para poder seguir adelante. De vez en cuando, crujía una de aquellas grandes paredes de lienzo cuando la rozaban. Del suelo se levantaba un murmullo como de ratones espantados y un olor a viejos arcones de madera podrida.

Los tres, que estaban acostumbrados al camino, iban a tientas, tomando mil precauciones a cada paso, para no dar con una de las cuerdas tendidas sobre el piso, que ellos habían puesto como trampa y señal de alarma.

Transcurrió bastante tiempo hasta que llegaron a una portezuela que estaba en la pared de la derecha.

Cuando Beineberg la abrió se encontraron en un cuartucho estrecho que daba debajo del tramo superior de la escalera y que, a la trémula luz de una lamparilla de petróleo que Beineberg encendió, mostró un aspecto bastante extravagante y novelesco.

El techo era, sólo en aquella parte que corría al nivel de la escalera, suficientemente alto para que los muchachos pudieran estar erguidos. Pero hacia atrás corría el sgo52 siguiendo la línea de la escalera y, bajando, terminaba en un rincón muy estrecho. Entre este rincón y la I. K hada frontal de enfrente, y entre dos tabiques delgados, se formaba aquel pequeño espacio que separaba las buhardillas del último piso del edificio, y configuraba una separación natural bordeando la pared maestra, a la que se hallaba adosada la escalera. Probablemente se hubiera construido aquel cuartucho con el designio de que sirviera de depósito de trastos viejos, aunque acaso también pudiera deberse a un capricho del arquitecto, a quien se le hubiera ocurrido la idea medieval de hacer construir un escondite en aquel oscuro rincón.

En todo caso, en el instituto no había, aparte de los tres muchachos, quien conociera la existencia del cuartucho, sin contar con que a nadie se le hubiera ocurrido darle un destino.

Por eso pudieron proveerlo de todas aquellas cosas que le prestaran un aire romántico y misterioso.

Las paredes estaban completamente cubiertas con trozos de rojos damascos que Reiting y Beineberg habían robado de una habitación en los sótanos, y el suelo estaba cubierto con un grueso edredón de lana puesto en doble, como los que suelen usarse en invierno, por encima de las mantas. En la parte anterior de la cámara había unas cuantas cajas bajas, forradas con tela, que servían de asientos; atrás, donde el piso y el techo formaban un ángulo agudo, habían construido un lugar de descanso, que venía a ser como una gran cama baja. Ofrecía lugar para tres o cuatro personas y estaba separada de la parte anterior del cuarto por una cortina que también la dejaba a oscuras.

Junto a la puerta colgaba de la pared un revólver cargado.

A Törless no le gustaba aquel cuarto. Verdad es que su estrechez y soledad le agradaban; allí tenía la impresión de hallarse en lo profundo de una montaña, y el olor de las viejas, polvorientas bambalinas le provocaba sensaciones imprecisas. Pero el hecho de tener que dirigirse allí sigilosamente, esas cuerdas de alarma, este revólver y todas esas cosas que debían dar la cabal ilusión de algo misterioso y audaz, le parecían ridículas. Era como si uno pretendiera convencerse de llevar una vida de bandido.

Törless se avenía a todo sólo porque no quería ser menos que los otros; pero Beineberg y Reiting tomaban aquello muy en serio. Törless lo sabía. Sabía que Beineberg tenía ganzúas para todos los sótanos y cuartos del instituto. Sabía que a menudo durante muchas horas de clase, Beineberg desaparecía para ir a sentarse a alguna parte —arriba, entre las vigas del tejado o bajo tierra en una de las muchas bóvedas del edificio— y, a la luz de una linternilla que siempre llevaba consigo, leer novelas de aventuras o entregarse a la meditación de cosas sobrenaturales.

De Reiting conocía análogas rarezas. También éste tenía un rincón oculto, en el que escribía su diario secreto, lleno de planes para el futuro y precisas anotaciones sobre la manera de poner en práctica las numerosas intrigas que él urdía entre los camaradas, porque Reiting no conocía mayor placer que el de azuzar a las personas unas contra otras, valerse de una para declarar una sorda guerra contra otra, y deleitarse en arrancar por la fuerza complacencias y zalamerías, detrás de las cuales podía aún sentirse el odio enconado.

—Me ejercito —era su única disculpa, y la daba con afable risa. Se ejercitaba casi diariamente, en algún lugar apartado, ya golpeando contra una pared, ya contra un árbol o una mesa, para fortalecerse los brazos y endurecerse las manos, criando callos.

Törless conocía todo aquello, pero lo comprendía solo hasta cierto punto. Algunas veces había seguido a Reiting y a Beineberg en sus caprichosas andanzas. Le había gustado lo inusitado de ellas. Y también le gustaba luego volver a la luz del día, a la alegría serena de lodos sus camaradas, mientras tenía aún los ojos y los oídos excitados, temblorosos por la soledad y las alucinaciones de las tinieblas. Pero cuando Beineberg y Reiting, con la nueva intención de tener alguien delante del que poder hacer el fantoche, lo buscaban para exponerle todas sus maquinaciones, cosa que parecía excitarles enormemente, en tales ocasiones la conciencia de Törless le impedía participar en este juego. Incluso consideraba a Reiting como una persona exaltada y demasiado extravagante. Solía decir que su padre había sido una persona inconstante, versátil, desaparecida prematuramente, que su nombre debía de ser sólo un seudónimo, que ocultaba una alcurnia de origen muy alto. Por su madre, pensaba que él estaba iniciado en secretos aún más ambiciosos. Soñaba con importantes posiciones oficiales y pensaba en la gran política; por eso quería llegar a ser oficial.

Törless no podía comprender tales designios. Para él los siglos revolucionarios habían pasado para siempre.

Sin embargo, simulaba tomar a Reiting en serio; claro está que sólo en lo pequeño y momentáneamente. Porque Reiting era un tirano, extremadamente severo con quien lo contradijera. Sus partidarios en el instituto variaban diariamente; pero la mayoría de los camaradas estaban siempre de su lado. En eso estribaba su talento. Uno o dos años atrás había hecho una enconada guerra contra Beineberg, que terminó con la derrota de éste. Beineberg llegó a quedar bastante aislado, aunque a juicio de todos, en sangre fría y en capacidad de despertar antipatías, apenas iba a la zaga de su adversario. Pero le faltaban la afabilidad y gentileza del otro. En casi todos, su modo de ser suelto y su dedicación a la filosofía engendraba desconfianza. En el fondo de su ser se presentían brutales excesos de alguna clase. Sin embargo, le había creado a Reiting grandes dificultades, y la victoria de éste había sido sólo fortuita. Pero desde entonces estaban unidos por intereses comunes.

En cambio Törless permanecía indiferente a estas cosas. Por lo demás, no encontraba en ellas gusto alguno. Sin embargo, se hallaba metido dentro de ese mundo y diariamente tenía ante sus ojos lo que significaba desempeñar el primer papel en un estado, pues en institutos como aquél cada clase es un pequeño estado. De ahí su tímido respeto por los dos amigos. Los esfuerzos que a veces hacía para imitar a los otros se quedaban siempre en intentos de diletante. De suerte que sin contar con que era más joven, vino a ser como un discípulo o ayudante de los otros. Gozaban de su protección, pero ellos escuchaban bien dispuestos el consejo de Törless. Porque, en efecto, el espíritu de Törless era el más agudo y ágil. Una vez lanzados a una aventura, Törless imaginaba las combinaciones más intrincadas y fructíferas. Nadie como él podía predecir con tanta precisión las diferentes posibilidades que podían esperarse de la conducta de alguien en una situación dada; pero cuando se trataba de tomar una decisión, basándose en las posibilidades psicológicas, de asumir una determinada responsabilidad y obrar de acuerdo con ella, Törless renunciaba, perdía el interés en el asunto y se desanimaba. Sin embargo le divertía el papel de jefe secreto del estado mayor, tanto más cuanto que ese papel era lo único que aportaba alguna animación a su profundo aburrimiento.

Pero muchas veces cobraba conciencia de lo que tenía que sacrificar a esta dependencia interior. Sentía que todo lo que hacía era sólo un juego; pero, así y todo, era un juego que a medias le ayudaba a pasar el tiempo de su larvada existencia en el instituto, sin rozar siquiera, claro está, su propio ser íntimo, que se recluía a una imprecisa distancia.

Y cuando en ciertas ocasiones veía con cuánta seriedad los dos amigos tomaban estas cosas, sentía que algo fallaba en su propio entendimiento. Se habría burlado alegremente de ellos; pero tenía miedo de que detrás de los fantásticos manejos de los amigos pudiera esconderse algo más verdadero de lo que él era capaz de ver. En cierto modo, se sentía desgarrado entre dos mundos: uno burgués, sólido, en el que todo estaba regulado y se desarrollaba razonablemente, como era el mundo de su hogar; y otro mundo fantástico, lleno de aventuras, tinieblas, misterios, sangre e impensadas sorpresas. Uno parecía excluir al otro. La sonrisa burlona que habría mantenido gustoso entre los labios y un estremeciendo que le corría por las espaldas se entrecruzaban, vislumbraba ciertas cosas…

Anhelaba sentir por fin algo concreto en su interior; necesidades definidas que establecieran una clara distinción entre el bien y el mal, entre lo útil y lo inútil; anhelaba una capacidad de elección aun cuando pudiera equivocarse; es decir, prefería en cualquier caso equivocarse a ir por el mundo sólo con la sensibilidad a flor de piel.

Cuando entró en la pieza, tornó a asaltarlo ese desacuerdo interior, como ocurría siempre en aquel lugar.

Reiting se había puesto a contar su historia.

Basini, que le debía dinero, había postergado una y otra vez el momento de devolvérselo, empeñando siempre su palabra de honor.

—Al principio yo nada tuve que decir —agregó Reiting—, pues cuanto más tiempo pasara más favores me debería; pero faltar a la palabra de honor una, dos, tres o cuatro veces, no es cosa de poca monta, ¿no os parece? Por fin tuve necesidad de aquel dinero. Se lo hice saber y él me juró, por lo más sagrado, que me lo devolvería. Naturalmente, tampoco esta vez cumplió su palabra. Yo le advertí que iba a denunciarlo. Me pidió dos días más de tiempo porque esperaba recibir una suma de su tutor. Mientras tanto, me había informado un poco sobre la situación de Basini, pues quería saber si debía dinero a alguien más. Había que contar también con esa posibilidad. Y lo que comprobé no era precisamente agradable. Le debía dinero, además, a Dschjusch y a algunos otros. Ya les había pagado una parte, naturalmente, con el dinero que me debía a mí. Los otros tenían prisa por cobrar. ¿Es que me tomaba a mí por el más bondadoso de todos? De ser así, su actitud no me caía nada simpática. Sin embargo, me dije «esperemos, ya se presentará la ocasión de demostrarle lo contrario». Al conversar conmigo, me había mencionado la suma que esperaba recibir para tranquilizarme y demostrarme que era mayor que la deuda. Yo seguí preguntándole y llegué a la conclusión de que la suma total de las deudas superaba en mucho a la que él esperaba recibir. «Ahá», pensé, «ahora probará otra vez».

Y en efecto, así ocurrió. Se me presentó en actitud de gran confianza y me rogó que tuviera un poco de paciencia, ya que los otros lo acosaban mucho. Por esta vez permanecí completamente frío. «Ve a mendigarles a los otros», le dije, «yo no estoy acostumbrado a pedirles nada». «A ti te conozco mejor, contigo tengo más confianza», intentó persuadirme. «Ésta es mi última palabra: me entregas mañana el dinero o te impondré condiciones». «¿Qué condiciones?», quiso saber. ¡Habríais tenido que verlo! Parecía que estaba dispuesto a vender el alma. «¿Qué condiciones? Oh, oh, tendrás que seguirme en todo lo que yo pretenda». Si no es más que eso, lo haré, seguro, y me gustará hacerlo. «Oh, tendrás que hacerlo aunque no te guste, tendrás que prestarte a lo que se me ocurra…, con ciega obediencia». Entonces me miró de soslayo, a medias sonriente, a medias cortado. No sabía hasta qué punto se podría comprometer, hasta qué punto yo hablaba en serio. Probablemente le habría gustado prometerme cualquier cosa, pero temblaba sólo imaginando el momento en que lo pondría a prueba. Por fin dijo, sonrojándose: «Te devolveré el dinero». Me divertía verlo. Era un individuo en el que entonces no había reparado, se me confundía con los otros cincuenta. Y lo cierto es que nunca contó para nada, ¿no? Y ahora, de pronto, estaba tan cerca de mí que lo veía en sus particularidades más intimas. Yo sabía de seguro que él estaba dispuesto a venderse, sin protestar demasiado, con tal de que nadie lo supiese. Era realmente una sorpresa; y no hay nada más hermoso que cuando, de pronto, una persona se nos revela de esa manera, cuando nos muestra su modo de ser hasta entonces no sospechado, cuando se nos exhibe súbitamente ante la vista, como los movimientos de una carcoma al deshacerse la madera…

Al día siguiente me devolvió, en efecto, el dinero; es más, aún me invitó a tomar algo en el casino. Pidió vino, tortas, cigarrillos y me manifestó que quería obsequiarme por «agradecimiento», por haber tenido yo tanta paciencia. Sólo que a mí me desagradaba que obrara con tanta mansedumbre, como si entre nosotros nunca hubiera mediado una palabra hiriente. Se lo hice notar y él se puso aún más amable. Era como si quisiera liberarse de mí, volver a ser igual. No quería saber nada de lo pasado y volvió a hacerme protestas de su amistad; sólo que en sus ojos había algo que se aferraba a mí como si temiera que desapareciese la atmósfera de proximidad, artificialmente creada. Terminé por detestarle. Yo me decía: ¿Creerá que puede convencerme todo esto? Y me puse a pensar en cómo podría humillarlo. Buscaba algo que fuera bien hiriente. Me vino entonces a la memoria lo que Beineberg me había contado por la mañana. Le habían robado dinero. Se me ocurrió muy de paso. Pero el pensamiento volvía y volvía una y otra vez. Hasta me estrangulaba la garganta. «Sería verdaderamente una maravilla», pensé mientras le preguntaba, como al acaso, cuánto dinero aún poseía. La cifra que me dio sumada a lo que me había devuelto coincidía. «Pero ¿quién habrá sido tan tonto para prestarle dinero?», le pregunté riendo. «Hofmeier», me dijo.

Creo que me estremecí de alegría. Precisamente Hofmeier había estado dos horas antes en mi cuarto para pedirme prestado dinero. De manera que aquello que me había pasado por la cabeza un par de minutos antes, se convertía de pronto en realidad. Exactamente como si uno, bromeando, pensara «esta casa debería incendiarse ahora», y al instante siguiente las llamas se levantaran a varios metros de alto…

Calculé rápidamente, una vez más, todas las posibilidades. Desde luego que no tenía la seguridad absoluta pero mi presentimiento me bastaba. Me incliné, pues hacia él y le dije del modo más afable que pudiera darse, como si pretendiera meterle en el cerebro una aguda, delgada varilla de hierro. «Pero vamos, querido Basini, ¿por qué me mientes?». Cuando oyó esto los temerosos ojos parecían flotarle en la cara. Pero yo continué: «Tal vez puedas engañar a otro; en todo caso, a mí no. Bien sabes que Beineberg…». Él no se sonrojó ni se puso pálido. Parecía esperar la solución de un equívoco. «Bueno, para decirlo brevemente», le declaré, «el dinero con que me pagaste tu deuda era el que por la noche tomaste del cajón de Beineberg».

Me eché hacia atrás para observar la impresión que le hacían mis palabras. Había enrojecido como una guinda. Las palabras que quería decir se le atragantaban le hacían afluir la saliva a los labios. Por último consiguió hablar. Fue todo un torrente de denuestos y acusaciones contra mí; cómo podía atreverme a sostener semejante cosa, cómo podía abrigar siquiera remotamente sospecha tan miserable, que lo que yo buscaba era reñir con él porque era el más débil, que me había irritado porque, al pagarme la deuda, se había liberado de mi; pero que él convocaría a toda la clase…, al prefecto, al director…, que Dios mostraría su inocencia, etc., y así, hasta nunca acabar. Ya me sentía verdaderamente desasosegado por temor de haber cometido una injusticia y de haberlo ofendido sin motivo. ¡Y tan bien que le quedaba el rojo en la cara…! Tenía el aspecto de un animalito indefenso, atormentado; pero en modo alguno podía yo confesar, sin más, mi error. De manera que mantuve una sonrisa burlona (a decir verdad casi solo de turbación y embarazo), con la cual seguí todo su discurso. De vez en cuando asentía con un movimiento de cabeza y le decía con calma: «Pero si lo sé todo». Al cabo de un rato también él se calmó. Yo continuaba sonriendo. Tenía como la impresión de que con esa sonrisa sola podría convertirlo en ladrón, aun cuando no lo fuera. «Además», pensé, «siempre habrá tiempo de repararlo todo».

Al cabo de otro rato, en el que, de tarde en tarde, miraba furtivamente, palideció de pronto. En su rostro se produjo una singular transformación. Aquella soltura formal, aquel aire inocente que antes lo embelleciera, desapareció con los colores. Tenía ahora un aire verdoso, macilento, hinchado. Sólo una vez había visto yo antes algo parecido, cuando presencié en la calle cómo detenían a un asesino. Estaba mezclado con la otra gente y nada en él lo hubiera denunciado; pero cuando el oficial de policía le puso una mano sobre el hombro, se convirtió súbitamente en otra persona. Se le transformó el rostro y los ojos se le quedaron clavados en el vacío, como buscando una salida… Una verdadera cara de malhechor.

El cambio de la expresión de Basini me recordó aquel espectáculo. Quería decir entonces que yo estaba en lo cierto… Sólo tenía que aguardar…

Y en efecto, ocurrió como me lo esperaba. Sin que yo le hubiera dicho nada más, Basini, agotado por el silencio, rompió a llorar y me pidió merced. Había robado el dinero sólo porque se veía en gran necesidad de él; si yo no hubiera intervenido, lo habría devuelto con tanta presteza que nadie se habría dado cuenta de nada. No debía decir yo que él había robado, puesto que sólo había tomado en préstamo secretamente… Las lágrimas le impidieron continuar; pero luego siguió haciéndome objeto de sus súplicas. Me obedecería en todo lo que a mí se me antojara, con tal de que no le dijera a nadie lo que sabía. A ese precio se me ofreció como esclavo. Y la mezcla de astucia y ansioso temor que se echaba de ver en sus ojos era repugnante. No le prometí sino que iba a pensarlo, pero le hice notar que lo que había ocurrido con él era, en primer término, una cuestión que incumbía a Beineberg. ¿Y ahora qué vamos a hacer con él?

Mientras Reiting hablaba, Törless lo oía sin decir palabra, con los ojos cerrados; de vez en cuando le recorría el cuerpo un estremecimiento hasta la punta de los dedos y en la cabeza se le agolpaban desordenados y tumultuosos pensamientos, en lo alto, como burbujas de agua hirviente. Dicen que eso ocurre a quien por primera vez ve a la mujer que habrá de hacerle concebir desde el principio una pasión arrebatadora. Dicen que existe un momento así, en el que uno se inclina, reúne energías, contiene el aliento, un instante de supremo silencio que se da en la tensísima intimidad de dos personas. Y es absolutamente imposible decir lo que ocurre en ese instante. El instante mismo es como la sombra que proyecta la pasión. Un relajamiento de todas las tensiones anteriores y al propio tiempo un estado de nueva, súbita sujeción, en el que ya está contenido todo el futuro, una incubación concentrada en la punta de un alfiler…, y por otra parte algo insignificante, un sordo, impreciso, sentimiento, una debilidad, un temor…

Así lo sintió Törless. Lo que Reiting había contado de él mismo y de Basini le parecía, cuando se lo preguntaba, sin importancia. Un mal paso dado con ligereza y una actitud cobarde por parte de Basini que naturalmente tenía que despertar un cruel malhumor en Reiting; pero, por otro lado, tenía el oscuro presentimiento de que aquel incidente había asumido un giro enteramente personal contra él mismo y en todo aquello había algo que lo amenazaba como con la aguda punta de una espada.

Imaginó a Basini en casa de Bozena y tuvo que mirar en derredor el cuarto. También las paredes parecían amenazarlo, inclinarse hacia él como para asirlo con sangrientas manos; el revólver se movía de aquí para allá en su lugar.

Es que ahora, por primera vez, había caído una piedra en las serenas aguas de la soledad de sus ensueños. Allí estaba la piedra y nada podía hacerse. Allí estaba la realidad. Ayer Basini se hallaba tan en regla como él mismo; pero se había abierto la puerta de una trampa y Basini se había precipitado abajo. Exactamente como Reiting lo había descrito: una súbita transformación y ya no era la misma persona…

Y otra vez tornó a relacionar todo aquello con Bozena. Los pensamientos de Törless arrastraban blasfemias. Una exhalación de cosa putrefacta, dulzona, que emanaba de ellos, lo había perturbado, y esa profunda humillación, esa entrega de uno mismo, esa manera de verse envuelto entre las pesadas, pálidas, ponzoñosas hojas de la ignominia, que como un incorpóreo, remoto espejismo se le había insinuado en sus sueños…, todo eso le había ocurrido de pronto con Basini. ¿Era pues algo con lo que verdaderamente había que contar, algo de que tenía uno que guardarse, algo que podía surgir de pronto, del silencioso espejo del pensamiento?. Pero entonces todo lo demás era también posible, entonces Reiting y Beineberg eran posibles, también ese cuarto era posible… Y también era posible que en el mundo luminoso, sereno, que hasta entonces era el único que había conocido, se abriera una puerta que condujera a otro, sordo, quemante, vehemente, desnudo, anonadador. Era posible que entre aquellos hombres que vivían en una firme y traslúcida construcción de vidrio y acero con su ordenada existencia alrededor de la oficina y la familia, y aquellos otros caídos, sangrientos, sudorosos y sucios, que vagaban por perdidos senderos, en medio de rugientes voces, hubiera un paso, es más aún, que los límites de esos dos mundos, secretos y próximos, franqueables, se tocaran en todo momento.

Pero no podía eludir la pregunta, ¿cómo es posible? ¿Qué ocurre en ese momento? ¿Qué cosa apunta, como un clamor, hacia lo alto y qué cosa se apaga repentinamente?

Ésas eran las preguntas que el incidente hizo nacer en Törless. Surgían imprecisas, con los labios cerrados, veladas por un sentimiento sordo, indefinido… de debilidad, de miedo.

Pero a lo lejos resonaban en Törless, ciertamente, desgarradas y de una en una, muchas de las palabras de Bozena, que lo llenaban de una espera cargada de temor.

En ese momento terminó el relato de Reitíng.

Törless comenzó a hablar en seguida. Obedecía a un repentino impulso, nacido de su consternación. Le parecía que tenía por delante algo decisivo y se espantaba de su proximidad, quería eludirlo, ganar una tregua. Habló, pero en el mismo instante sintió que decía cosas impropias, que sus palabras eran infundadas y que en modo alguno expresaban sus verdaderas opiniones… Dijo:

—Basini es un ladrón —y el sonido claro, duro, de esta palabra, le produjo tal satisfacción que la repitió dos veces…—, un ladrón. Y a los ladrones se los castiga en todas partes…, en todo el mundo. Hay que denunciarle, alejarle del instituto. Ojalá se corrija fuera; pero con nosotros ya no tiene nada que ver.

Pero Reiting dijo, con una expresión de desagradable sorpresa:

—No, ¿para qué llevar las cosas a esos extremos?

—¿Para qué? ¿No te parece obvio?

—De ninguna manera. Hablas como si ya tuviéramos a las puertas de casa una lluvia de azufre que fuera a aniquilarnos a todos, si permitimos que Basini permanezca entre nosotros. No me parece un asunto tan tremendo.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿De modo que seguirás estudiando, comiendo, durmiendo diariamente con un hombre que ha robado y que luego se te ha ofrecido como doncella, como esclavo? Francamente, no te entiendo. Se nos educa juntos porque pertenecemos a la misma clase social. ¿Te será, por ventura, indiferente servir en el mismo regimiento o trabajar con él en el mismo ministerio, o frecuentar las mismas familias…? ¿Y acaso que haga la corte a tu propia hermana?

—Vaya, ¿no te parece que exageras? —rompió a reír Reiting—. Hablas como si perteneciéramos a una fraternidad para toda la vida. ¿Crees por ventura que siempre llevaremos un sello que declare «Graduado en el instituto de W.»? ¿Crees que ello entraña privilegios y deberes especiales? Más adelante cada cual seguirá su propio camino y cada uno de nosotros ocupará el lugar que le corresponda. Porque no hay sólo una clase social. Quiero decir que no tenemos por qué quebrarnos la cabeza pensando en el futuro. Y en lo tocante al presente, en ningún momento dije que continuemos siendo camaradas de Basini. Ya encontraremos algo que conserve las distancias. Basini. Está en nuestras manos. Podemos hacer con él lo que queramos. Por mí, puedes ir y escupirle dos veces al día. ¿En qué queda, pues, lo que tenemos en común, mientras él se avenga a lo que nosotros queramos? Y si se rebela, siempre podremos enseñarle quién es el amo… Tienes que hacerte a la idea de que entre nosotros y Basini no existe otra cosa que aquello que pueda procurarnos algún placer o diversión.

Aunque Törless no estaba convencido de la corrección de su propio punto de vista, continuó hablando vehementemente:

—Escúchame, Reiting. ¿Por qué brindas a Basini una defensa tan calurosa?

—¿Que yo lo defiendo? No lo sabía. No tengo ningún motivo especial para hacerlo. Todo este asunto me es infinitamente indiferente. Sólo me irrita que tú exageres. ¿Qué ocultas detrás de esto? ¿Qué significa este idealismo tuyo? Santa indignación o entusiasmo por el instituto y por la justicia. No tienes idea de lo exageradamente tonto que suena todo esto. ¿O es que, a fin de cuentas —y Reiting lanzó a Törless una relampagueante mirada, cargada de sospechas— tienes algún otro motivo para hacer expulsar a Basini y sencillamente no quieres reconocerlo? ¿Alguna vieja venganza que ha quedado pendiente? Entonces dilo, porque, si fuera eso, podríamos verdaderamente aprovechar esta ocasión favorable.

Törless se volvió hacia Beineberg; pero éste se limitó a reír irónicamente. Durante la conversación había estado chupando un largo chibuquí, sentado a la manera oriental, con las piernas cruzadas, y a la dudosa luz del cuarto parecía, con sus salientes orejas, la grotesca imagen de un ídolo.

—Por mí, podéis hacer lo que queráis; el dinero no me importa y la justicia tampoco. En la India le habrían atravesado las vísceras con una afilada caña de bambú; por lo menos, sería divertido. Basini es tonto y cobarde. No será una lástima para él; en cuanto a mí, me tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirle a tales gentes. Son insignificantes, y lo que pueda suceder en su alma es cosa que no sabemos. Que Alá infunda gracia a vuestro juicio.

Törless no replicó. Se dio por vencido una vez que Reiting, se le había opuesto y que Beineberg no quiso hacer pesar su opinión. Törless ya no podía presentar otra resistencia. Ya no veía necesidad alguna de detener aquella cosa incierta, que se aproximaba.

Decidieron aprobar lo que Reiting propuso. Determinaron que desde aquel momento, Basini estuviera sujeto a vigilancia, sometido en cierto modo a tutela, para darle oportunidad de que se regenerara. En adelante iban a examinar atentamente los ingresos y los gastos de Basini, y los tres decidirían cuáles habrían de ser las relaciones de aquél con los demás compañeros.

Esta decisión era aparentemente muy correcta y benévola, «exageradamente vulgar», como esta vez no dijo Reiting; porque, en efecto, sin que se lo confesara, cada cual sentía que con ella habían creado tan sólo una situación ambigua. Reiting habría renunciado de mala gana a la idea de proseguir divirtiéndose con el incidente, ya que éste le procuraba placer; pero, por otro lado, aún no sabía con claridad qué giro podría continuar dándole. En cuanto a Törless, se había quedado paralizado ante el mero pensamiento de que ahora tendría que tratar diariamente a Basini.

Cuando poco antes había pronunciado la palabra «ladrón», por un instante todo se le había hecho más fácil. Había sido como una válvula de escape, como una liberación de cosas que se revolvían en su interior.

Pero esta sencilla palabra no conseguía contestar a las preguntas que tornaban a surgirle. Ahora se habían hecho más claras, y ya no se trataba de evadirlas.

Törless pasó la mirada de Reiting a Beineberg, cerró los ojos y repitió para sí la decisión que habían tomado, volvió a mirar a los amigos… Él mismo ya no sabía si se trataba tan sólo de una fantasía, que como un gigantesco cristal quebrado cubría las cosas, o si todo aquello era verdadero, aquello que, inquietante y fantástico, vislumbraba ante sí. ¿Es que Beineberg y Reiting no sabían nada de esos interrogantes, aunque ellos, desde el principio, se movían a sus anchas en este mundo, que sólo ahora y por primera vez le parecía a él tan extraño?

Törless tenía miedo de ellos, pero era el miedo de aquél que, hallándose frente a un gigante, le teme porque lo sabe ciego y tonto…

Pero había ocurrido algo decisivo: ahora estaba mucho más lejos que un cuarto de hora antes. Había pasado toda posibilidad de echarse atrás. Le animaba una ligera curiosidad acerca de lo que sobrevendría, puesto que habían llegado a una decisión contra su propia voluntad; pero todo lo que le agitaba por dentro permanecía aún en tinieblas. Sin embargo, experimentaba ya cierta delectación en mirar fijamente, para penetrarlas, esas tinieblas que los otros no advertían. Y tal delectación estaba mezclada con un suave estremecimiento, como si sobre su vida se extendiera, ahora permanentemente, un cielo gris, cubierto de grandes nubarrones, con monstruosas, cambiantes figuras… y aquellas preguntas siempre de nuevo presentes: ¿son monstruos?, ¿son sólo nubes?

¡Y esas preguntas eran sólo para él! Como un misterio, algo ajeno a los otros, prohibido…

Así comenzó Basini a adquirir, por primera vez, la significación que luego habría de tener en la vida de Törless.