En los últimos minutos debía haber caído una fina llovizna, pues el aire estaba húmedo y pesado, alrededor de los faroles flotaba una niebla multicolor y las aceras resplandecían esporádicamente.
Törless se apretó junto al cuerpo el espadín que golpeaba contra el pavimento; pero hasta el ruido de los tacones lo hacía estremecer extrañamente. Al cabo de un rato, se encontraron en terreno blando. Se alejaban del centro de la ciudad y se dirigían hacia el río, a través de las anchas calles del pueblo.
El río se revolvía negro y traía consigo profundos, azarosos ruidos, bajo el puente. Se veía un solo farol, de vidrios rotos y cubiertos de polvo. El resplandor de la luz vacilante, agitada por ráfagas de viento, dio sobre una ola fugitiva y les iluminó las espaldas. Los redondos maderos del puente cedían a cada paso y luego volvían a ocupar su lugar…
Beineberg se detuvo. Al otro lado, la orilla estaba bordeada por espesos árboles, la cual, debido a que la calle doblaba en ángulo recto y seguía la línea del agua, daba la impresión de un negro e impenetrable muro. Sólo tras una búsqueda cuidadosa se descubría una delgada, oculta senda que lo atravesaba en línea recta, perpendicular al río. Del monte bajo, espeso y ufano, que sus ropas rozaban al pasar, caía una salpicadura. Al cabo de un rato debieron detenerse otra vez y encender un fósforo. El silencio era completo, ya no se oía ni siquiera el gorgotear del río. De pronto les llegó desde lejos un rumor impreciso, quebrado. Se oía ya como un grito, ya como una advertencia, ya como la simple llamada de un ser incomprensible, que por algún lado se les acercaba entre los arbustos. Avanzaron en dirección al rumor. Se detuvieron otra vez, para volver luego a emprender la marcha. Debió de pasar todo un cuarto de hora antes de que, tomando aliento, distinguieran ruidosas voces y sones de un acordeón.
Entre los árboles, todo se hizo ahora más luminoso, y al cabo de unos pasos se encontraron en el borde de un claro en cuyo centro se levantaba, maciza, una construcción alta, de dos pisos y forma cuadrada.
Era el antiguo establecimiento de baños. En su época, los de la ciudad y los campesinos de los alrededores lo usaban como estación curativa; pero hacía ya muchos años que estaba casi abandonado. Únicamente en el piso bajo funcionaba una taberna de mala reputación.
Los dos amigos permanecieron un instante quietos, aguzando el oído.
En el momento en que Törless daba un paso hacia adelante para salir de la espesura, resonaron en el zaguán pesadas botas y apareció un borracho con paso inseguro. Detrás de él, en la sombra del corredor, había una mujer cuya voz presurosa, enojada, susurraba como pidiendo al hombre algo. Éste rompió a reír y se tambaleó sobre las piernas. Luego se oyó una especie de ruego, que los jóvenes no pudieron, empero, comprender. Sólo era perceptible la voz acariciadora, zalamera. También la mujer salió de la casa y, acercándose al borracho, le puso la mano sobre el hombro. La luna la iluminaba, la iluminaba la falda, la blusa, la sonrisa suplicante. El hombre se quedó mirándola fijamente, sacudió la cabeza mientras apretaba las manos en los bolsillos. Luego escupió y apartó a la mujer. Debía de haberle dicho algo, pues ahora podían oírse las voces que sonaban más airadas.
—¿de manera que no quieres darme nada, so…?
—¡será mejor que subas, cerda!
—¿qué…? ¡Semejante palurdo!
Como respuesta, el borracho, con pesados movimientos, recogió una piedra.
—si no te marchas en seguida, idiota, te sacudiré el lomo —dijo, y se preparó a arrojar la piedra. Törless oyó como la mujer, profiriendo una última injuria, se lanzaba escaleras arriba.
El hombre permaneció un momento quieto, mientras sostenía, indeciso, la piedra en la mano. Rió, miró el cielo donde la amarillenta luna desaparecía entre negras nubes, luego se quedó contemplando la oscura valla de los árboles como si pensara en marcharse. Törless volvió a echar hacia atrás con precaución el pie. Sentía que el corazón le golpeaba en la garganta. Por fin pareció que el borracho había entrado en razón. Dejó caer la piedra y con tosca, triunfal carcajada, lanzó un grosero insulto hacia la ventana de arriba; luego desapareció. Los dos amigos permanecieron aún un rato inmóviles.
—¿la reconociste? —susurró Beineberg—. Era Bozena.
Törless no respondió. Estaba atento escuchando, por ver si volvía el borracho. Entonces Beineberg lo empujó hacia adelante. Con presurosos, precavidos pasos legaron —a través de la luz que, en forma de cono, salía de la ventana del piso bajo— al oscuro zaguán de la casa. Una escalera de madera conducía en bruscos recodos hasta el primer piso. Casi al llegar allí debió de haberse oído el crujir de sus pasos en los escalones o el ruido del espadín contra la madera, pues se abrió la puerta de la taberna y alguien salió a ver quién había entrado en la casa, al tiempo que el acordeón dejó de pronto de tocar y se callaron por un instante la voces.
Törless, asustado, se apretó contra una de las vueltas de la escalera; pero, así y todo, y a pesar de la oscuridad, debían haberle visto, pues oyó que la burlona voz de la camarera, mientras tornaba a cerrarse la puerta, decía algo que suscitó violentas carcajadas.
En el rellano del primer piso, la oscuridad era completa. Ni Törless ni Beineberg se atrevían a avanzar un paso, por temor de derribar algo y hacer ruido. Dominados por la excitación, buscaron a tientas, con presurosos dedos, el picaporte.
Bozena, cuando era una joven labriega, había ido a la ciudad para servir y luego se hizo criada.
Al principio todo le fue bien. Su aspecto campesino, del que no llegó nunca a desprenderse por completo, así como su paso largo y firme le valieron la confianza de las señoras, que apreciaban la ingenuidad y el candor de una chica que olía todavía a establo, y el cariño de los patrones, a quienes agradaba el perfume que despedía Bozena. Pero, acaso sólo por capricho, acaso también por desasosiego interior y ansias sordas de pasión, abandonó esa tranquila vida. Se hizo camarera, enfermó y luego encontró acomodo en una elegante casa pública; y a medida que la vida licenciosa la iba gastando se vio de nuevo empujada, cada vez más lejos de la ciudad, hacia la provincia.
Por fin, había ido a parar allí, donde hacía ya muchos años que vivía, no lejos de la aldea en que había nacido; y mientras durante el día trabajaba como camarera en la taberna, por las noches leía novelas baratas, fumaba cigarrillos, y recibía, de vez en cuando, la visita de un hombre.
No había llegado aún a hacerse precisamente fea, pero su rostro estaba desprovisto notablemente de toda gracia; y ella ponía especial empeño en hacer resaltar todavía más esta circunstancia. Le gustaba aparentar que conocía muy bien la elegancia y los usos del mundo distinguido, que ahora, claro está, ya no frecuentaba. Se complacía en decir que le importaban un comino ese mundo, ella misma y todas las cosas. A pesar de su desamparo y descuido, gozaba de cierto prestigio entre los hijos de los campesinos de los alrededores. Claro está que, cuando hablaban de ella, escupían y se sentían obligados a ser más groseros que con otras muchachas; pero en el fondo, estaban orgullosos de esa «maldita criatura» que había salido de entre ellos y había mirado el gran mundo a través de su falso brillo. Pero siempre iban a verla de uno en uno y a escondidas. En ello encontraba Bozena un resto de orgullo y justificación de su vida; pero quizá los jóvenes señores del instituto le procuraran una satisfacción aún mayor. Con ellos exhibía deliberadamente sus cualidades más rudas y odiosas, porque, como solía decir, ésos, a pesar de todo, debían llegar hasta ella arrastrándose.
Cuando los dos amigos entraron en el cuarto, Bozena estaba tendida en la cama, como de costumbre, fumando y leyendo.
Törless permaneció un instante junto a la puerta con los ojos ávidos, aspirando la imagen de la mujer.
—¡Dios mío! ¡Vaya! ¡Qué dulces niños vienen a visitarme! —exclamó Bozena, volviéndose hacia los muchachos, a los que miró con aire un tanto despectivo—. ¿Y tú, barón? ¿Qué dirá tu mamá de esta visita?
Semejante manera de empezar era muy propia de ella.
—¡Bah, basta ya…! —refunfuñó Beineberg, y se sentó junto a Bozena en la cama. Törless lo hizo apartado. Le irritaba que Bozena no se hubiera ocupado de él y se comportara como si no le conociera.
En los últimos tiempos, las visitas a aquella mujer eran sus únicas y furtivas alegrías. Al acercarse el fin de semana, ya se sentía inquieto e incapaz de esperar el domingo, días en que, al atardecer, se deslizaba hacia ella. Ese tener que deslizarse clandestinamente le tenía muy preocupado. ¿Qué pasaría si, por ejemplo, se les ocurriese a los muchachos ebrios de la taberna darle caza? ¿Por puro gusto, para jugarle una mala pasada al vicioso señorito? No era cobarde, pero sabía que allí estaba desamparado. El bonito espadín le parecía algo ridículo frente a los rudos puños de los bebedores. ¡Sin contar la vergüenza y el castigo que recibiría! No le quedaría otro remedio que huir o ponerse a suplicar. O hacer que Bozena le protegiera. El pensamiento le hizo estremecer de horror. ¡Y sin embargo era eso! ¡Sólo eso! ¡Ninguna otra cosa! Ese temor, ese tener que entregarse, lo atraía cada vez con renovado brío. Esta manera de salirse de su posición prominente para mezclarse con gente baja, para descender más bajo que esa gente todavía.
Törless no era ambicioso. En tales manejos siempre estaba presente la aversión a comenzarlos y el temor a las posibles consecuencias. Sólo su fantasía echaba a andar por torcidos caminos. A medida que los días de la semana transcurrían plúmbeos, uno tras otro, sobre su vida, comenzaban a atraerlo estos cáusticos encantos. Al recordar sus visitas, imaginaba en ellas una tentación, una seducción singularísimas. Bozena se le representaba como una criatura de tremenda vileza y las relaciones que mantenía con ella, las sensaciones que con ella había conocido, como un culto horrendo en el que él mismo era la víctima de la inmolación. Le hechizaba dejar atrás todo aquello en que estaba encerrado, su posición distinguida, los pensamientos y sentimientos que le inculcaba, todo aquello que no le importaba nada pero que le ahogaba. Sentía el violento hechizo de precipitarse hacia aquella mujer en loca carrera, desnudo, despojado de todo.
Por lo demás, no se trataba de nada que no fuera común entre los jóvenes. Si Bozena hubiera sido pura y hermosa y él hubiera podido amar a esa edad, probablemente la habría mordido para hacer que en él y en ella el placer se elevara hasta el dolor. Porque la primera pasión de los adolescentes no es amor de uno por el otro, sino odio contra todo.
No es que la primera pasión esté acompañada por la incomprensión de los propios sentimientos y la extrañez que el mundo nos causa a esta edad, sino que estas cosas son el único fundamento no fortuito de tales pasiones. Y esas mismas pasiones son una evasión, para la cual el «ser dos» no significa otra cosa que una soledad redoblada.
Casi toda pasión primera dura poco y deja detrás de sí un gusto amargo. Es siempre un error, un desengaño. Uno no se comprende a sí mismo y no sabe a quién atribuir la culpa. Y eso ocurre porque la relación entre los personajes del drama es, en su mayor parte, fortuita, casual: ellos son compañeros ocasionales de una fuga. Después del apasionamiento, ya no se reconocen. Advierten en el otro oposiciones, porque ya no ven lo que tenían en común.
Pero algo distinto ocurría en Törless: se sentía solo. La vil prostituta entrada en años no podía desatar todo lo que había en él. Pero como era mujer, podía hacer asomar prematuramente a la superficie aspectos del interior de Törless que, como brotes que debían madurar, aguardaban aún el momento del fruto.
Ésas eran, pues, las extrañas imágenes y las fantásticas irritaciones de Törless; sólo que muchas veces se sentía llevado a arrojarse al suelo y a gritar de desesperación.
Bozena seguía sin ocuparse de Törless. Probablemente lo hacía por maldad, tan sólo para irritarlo. De pronto interrumpió la conversación y dijo:
—Dadme dinero, que os traeré té y aguardiente.
Törless le entregó una de las piezas de plata que le había dado su madre aquella tarde. Bozena tomó del alféizar de la ventana un infiernillo de alcohol y lo encendió. Luego se levantó lentamente y bajó por la escalera, arrastrando los pies.
Beineberg dio un empujón a Törless.
—¿Por qué eres tan insípido? Creerá que estás asustado.
—A mí no me líes —le rogó Törless—. No estoy malhumorado. Habla tú con ella. Pero ¿qué le ha dado para hablar continuamente de tu madre?
—Desde que sabe cómo me llamo, sostiene que conoció a mamá y que sirvió en casa de mi tía. En parte pudiera ser cierto, pero seguramente miente… Sólo por el placer de mentir, aunque no comprendo bien qué gusto pueda darle.
Törless enrojeció. Se le había ocurrido un singular pensamiento. Pero en ese momento llegó Bozena con el aguardiente y se sentó de nuevo junto a Beineberg en la cama. En seguida reanudó la conversación.
—… Sí tu mamá era una lindísima muchacha. A decir verdad, con esas orejas no te le pareces nada. Y hasta era divertida. A más de uno debe de habérsele metido en la cabeza. Había motivos, claro.
Al cabo de un momento de silencio, pareció que se le había ocurrido algo particularmente gracioso.
—Tu tío, el oficial de dragones, ¿sabes?, creo que se llamaba Karl, era primo de tu madre, a la que entonces hacía la corte; pero los domingos, cuando las señoras iban a la iglesia, me rondaba a mí. A cada momento tenía que llevarle cosas a su cuarto. Era buen mozo. Todavía hoy lo recuerdo. Sólo que no se andaba por las ramas… —acompañó estas últimas palabras con una elocuente carcajada. Luego continuó extendiéndose sobre el tema, que ostensiblemente le daba un gusto especial. Empleaba palabras familiares y las decía con una expresión tal que parecía querer ensuciarlo todo.
—… Creo que también le gustaba a tu madre. ¡Si ella hubiera sabido! Me parece que tu tía nos habría arrojado a mí y a él de la casa. Así son las señoras distinguidas, aun cuando no tengan ningún hombre. Querida Bozena esto, querida Bozena aquello, así se pasaba todo el día, pero cuando la cocinera quedó embarazada, ¡habrías tenido que oírla! Creo que decían algo de que nos lavábamos los pies sólo una vez al año. Claro está que a la cocinera no le decían nada; pero yo podía oírlo todo cuando servía en la habitación. Tu madre torcía el gesto como si tuviera que beberse agua de colonia. Por lo demás, no pasó mucho tiempo sin que tu tía tuviera ella misma una barriga que le llegaba hasta la nariz.
Mientras Bozena hablaba, Törless se sentía impotente y entregado a los malignos y viles jugueteos de la mujer.
Veía vívidamente ante sí lo que ella describía. La madre de Beineberg se había convertido en la suya propia. Recordaba las claras salas de la casa paterna, los rostros cuidados, limpios, reservados, que en las comidas solían exhalar un aire de respetable dignidad. Las elegantes, frías manos que ni siquiera al comer parecían ocultar nada. Se representó una multitud de tales particularidades y se avergonzó de estar allí, en ese cuartucho maloliente y de responder tembloroso a las humillantes palabras de una prostituta. El recuerdo de las maneras perfectas de aquella sociedad que nunca olvidaba las formas, le conmovió más que cualquier reflexión moral.
El punzante escozor de sus oscuras pasiones le pareció ridículo. Con penetrante mirada de visionario vio el frío, defensivo ademán, la reservada sonrisa con que lo apartaban, como si se tratara de un animalito sucio. Sin embargo, allí permanecía como atado a su asiento.
Con cada detalle que recordaba iba creciendo en él, junto con la vergüenza, una concatenación de feos pensamientos. Habían comenzado cuando Törless enrojeció en el momento en que Beineberg le explicó los motivos de la charla de Bozena.
Entonces había pensado repentinamente en su propia madre y todavía no había logrado desprenderse de ese pensamiento. Tenía la impresión de que sólo se había filtrado tenuemente a través del umbral de la conciencia —relampagueante o remoto e impreciso—, marginal, sólo como visto al vuelo…, apenas se lo podía considerar un pensamiento. Pero inmediatamente había seguido una serie de preguntas que era menester disimular: «¿cómo era posible que la existencia de esta abyecta Bozena pudiera aproximarse a la de su madre?, ¿que las dos se agolparan alrededor de un mismo pensamiento?, ¿por qué no inclinaba Bozena la frente hasta el suelo cuando hablaba de ella?, ¿por qué no surgía un abismo que mostrara que nada de común había en una y otra? Esta mujer es para mí una maraña de todas las concupiscencias sexuales, y mi madre una criatura que hasta ahora pasó por mi vida sin nubes, inaccesible, clara y sin sombras, como un astro que está más allá de toda codicia…».
Pero todas esas preguntas no apuntaban a lo esencial. Apenas le rozaban. Eran algo secundario, algo a lo que Törless había llegado posteriormente. Se multiplicaban sólo porque no se referían a lo propiamente importante. Eran meros pretextos, evasiones de lo que, de manera súbita, instintiva, pre consciente, él había sentido desde el principio como una sucia relación. Con los ojos, Törless se impregnaba de la imagen de Bozena y mientras tanto no podía olvidar a su madre. A través de él, las dos estaban de alguna manera relacionadas. Todo lo demás eran pensamientos que se enroscaban alrededor de esta asociación de ideas. Ella era la única cosa importante. Pero, como los afanes por quitarse aquello de encima eran vanos, la relación fue cobrando una terrible, imprecisa significación, que acompañaba todos sus esfuerzos como una pérfida sonrisa.
Törless miró en derredor, tratando de liberarse de esa obsesión. Mas ahora ya todo se relacionaba con ella. La estufilla de hierro con manchas de herrumbre en la chapa, la cama con desvencijados barrotes y el baúl grasiento del que en muchos lugares se habían borrado los colores, las mantas que aparecían sucias a través de los agujeros de la colcha. Bozena, su camisa que se le había caído en un hombro, el vulgar, chillón rojo de la falda, su ancha y parlera risa; por fin Beineberg, cuya conducta se le antojaba como la de un lascivo sacerdote que, habiéndose enloquecido, entrelazaba ambiguas palabras en las formas graves de una oración… Todo esto le oprimía y volvía a enderezarle violentamente los pensamientos, siempre hacia lo mismo.
Sólo en un lugar los ojos que, espantados, iban de una cosa a la otra, encontraban paz. Más allá de la cortinita. Ahí estaban las nubes del cielo y la luna inmóvil.
Era como si de pronto hubiera salido a la fresca, serena noche. Por un instante, sus pensamientos se apaciguaron; luego, le sobrevino un agradable recuerdo, la casa de campo en que habían pasado el último verano. Las noches en el silencioso parque. El oscuro, aterciopelado firmamento de titilantes estrellas. La voz de la madre, que le llegaba desde lo profundo del jardín, donde se paseaba con el padre por los delgados senderos de guijo centelleante. Canciones que ella entonaba a media voz. Pero entonces… una ola helada le corrió por el cuerpo… Otra vez aquella atormentadora comparación. ¿Qué sentían sus padres en aquel momento? ¿Amor? No. Era la primera vez que se le ocurría semejante cosa. Debía de ser algo completamente diferente. Nada que hicieran los mayores y los adultos, algo propio sólo de sus padres. Por las noches, con las ventanas abiertas, estarían sentados y se abandonarían el uno al otro, sintiendo algo distinto de lo que sentían las otras gentes, de lo que siente el que, confundido por cada sonrisa y cada mirada burlona, sin poder explicar a nadie lo que ello signifique, anhela unirse con otro ser que lo comprende… Eso es el amor. Pero para sentirlo había que ser joven y estar solo. Con los padres debía de haber ocurrido algo distinto, debía de haber sido algo sereno, plácido. La madre cantaba sencillamente por la noche, en el oscuro jardín, y estaba sosegada…
Pero precisamente eso era lo que Törless no entendía. Los pacientes planes que, para los mayores, sin que lo advirtieran, relacionaban los días a los meses y a los años, le eran aún ajenos. También esa indiferencia ante cada día que termina. Para Törless la vida comenzaba de nuevo cada mañana; la noche era para él una nada, una tumba, un extinguirse. Todavía no había aprendido a tenderse muerto todos los días, sin preocuparse gran cosa por ello.
Siempre había presentido que detrás había algo que le ocultaban. Se imaginaba las noches como oscuros portones que se abrían a misteriosos goces de los que le habían excluido para que su vida continuara vacua y desdichada.
Recordaba la singular risa de la madre y el modo, con que, bromeando, se apretaba contra el brazo del marido, como había visto una de aquellas noches de verano. Aquella imagen parecía disipar toda duda. También el mundo de ese ser inviolable y sereno debía tener una puerta que se abría a aquellos misteriosos goces. Y ahora que lo sabía, sólo podría pensar en ello con cierta sonrisa, contra cuyo maligno recelo se defendía en vano…
Mientras tanto, Bozena no dejaba de hablar. Törless la oía medio distraído. Hablaba de alguien que también iba a verla casi todos los domingos.
—¿Cómo se llama? Es de vuestro mismo curso.
—¿Reiting?
—No.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es más o menos como éste —dijo Bozena señalando a Törless—. Sólo que tiene una cabeza demasiado grande.
—Ah, ¿Basini?
—Sí, eso es, así se llama. Es un ser curioso. Y noble. Sólo bebe vino. Pero también es tonto. Venir aquí le tuesta un dineral y no hace otra cosa que contarme historias. Presume de supuestos amores que tiene cuando está en su casa. No sé qué le ocurre. Bien veo que es ésta la primera vez que está con una mujer. Claro que tú también eres un niño; pero eres descarado. En cambio el es torpe, tiene miedo. Por eso me cuenta interminablemente, de qué manera, como sibarita, sí, así mismo dijo, hay que tratar a las mujeres. Dice que todas las mujeres son iguales, que no valen nada. ¿De dónde pretende saber tal cosa?
Beineberg se limitó a dar como respuesta una mueca burlona.
—Sí, ríete —exclamó Bozena, divertida—. Una vez le pregunté si no se avergonzaba ante su madre. «¿Madre?… ¿madre?», dijo él entonces. «¿Qué es eso? En este momento no existe. La dejé en casa antes de venir a verte…». Sí, oye bien, así sois vosotros; recatados hijitos, finos y jóvenes caballeros. Casi me dan pena vuestras madres.
A estas palabras, Törless volvió a pensar que también él, antes de llegarse hasta Bozena, lo dejaba todo detrás de sí y traicionaba a sus padres. Pero ahora veía que no hacía algo terrible y tremendamente exclusivo, sino enteramente común. Se avergonzó, pero también se volvieron los otros pensamientos. ¡Ellos también lo hacen, ellos te traicionan, tienes secretos compañeros de juego! Quizá en ellos sea de alguna manera diferente; pero esto mismo, esto tiene que ser igual: un misterioso, terrible goce… ¿Y si acaso supieran aún más?… ¿Algo enteramente inusitado, extraordinario? Porque durante el día están tranquilos…; y ¿esa risa de la madre?…, ¿cómo si con paso tranquilo fuera a cerrar todas las puertas?
Con esta confusión de sentimientos, sobrevino un instante en el que Törless se abandonó por entero, con el corazón encogido, a la tempestad. Y precisamente en ese momento Bozena se puso de pie y se le acercó.
—¿Por qué no dice nada el pequeño? ¿Está preocupado?
Beineberg le susurró algo, sonriendo maliciosamente.
—¿Qué? ¿Nostalgia? ¿Se le ha ido la mamá? ¿Y el chico desvergonzado se viene corriendo en seguida hasta aquí?
Bozena hundió suavemente la mano, con los dedos abiertos, en el pelo de Törless.
—Vamos, no seas tonto. Dame un beso. Los hombres finos y distinguidos no son de alfeñique —y le inclinó hacia atrás la cabeza.
Törless quiso decir algo, una tosca burla, porque sentía que ahora todo dependía de que pudiera decir alguna cosa indiferente, sin importancia; pero no pudo pronunciar palabra. Se quedó mirando fijamente, con una sonrisa de piedra, el rostro licencioso que estaba sobre el suyo, aquellos ojos imprecisos. Luego, el mundo exterior comenzó a empequeñecerse…, a retirarse cada vez más… Por un instante se le representó la imagen de aquel campesino que había tenido en alto la piedra y que ahora parecía mofarse de él… Luego se quedó enteramente solo…