Ellos se dirigieron a la confitería.

Se sentaron a una mesita redonda, junto a una ventana que se abría al jardín y bajó una araña de luz de gas, cuyas bujías zumbaban suavemente dentro de lechosas esferas de vidrio.

Se hicieron llenar las copitas con variados licores, fumaron algunos cigarrillos, comieron pasteles y gozaron de la comodidad de ser los únicos parroquianos, pues en las salas traseras se veía sólo un huésped frente a su vaso de vino. En el frente reinaba el silencio, y hasta la dueña del establecimiento, una mujer obesa y entrada en años, parecía adormecida detrás del mostrador.

Törless contemplaba a través de la ventana, con una mirada perdida y distraída sobre el desierto jardín, como iba oscureciendo poco a poco.

Beineberg hablaba, hablaba de la india, como de costumbre. Su padre, que era general, había estado allí, siendo oficial joven, al servicio de Inglaterra. Y al volver no sólo había llevado, como hacen todos los europeos, obras de talla, telas e idolillos, sino que conservó también algo de las misteriosas, extrañas luces crepusculares del esotérico budismo. No había dejado de aleccionar a sus hijos, desde la infancia, con todo lo que sabía sobre ello y con los conocimientos que luego fue adquiriendo.

Por lo demás, le ocurría algo muy singular con la lectura. Era oficial de caballería y, en general, no le gustaban nada los libros. Despreciaba por igual las novelas y las obras filosóficas. Cuando leía, no se detenía a meditar en el significado de la exposición o en cuestiones de controversia, sino que pretendía, ya al abrir el libro, penetrar, como a través de un secreto portillo, en el centro mismo de exquisitos conocimientos. Debían ser libros cuya sola posesión fuera como una secreta condecoración y como una garantía de revelaciones supra terrenales. Para él, únicamente poseían tal calidad los libros de la filosofía india, a los que no consideraba meros libros, sino revelaciones, realidades, obras clave, como los libros de alquimia y magia de la edad media.

A ellos se entregaba aquel hombre sano, activo, que cumplía con los rigores del servicio y que, además, montaba él mismo casi diariamente sus tres caballos, las más veces al atardecer.

Solía tomar al azar un pasaje y, antes de leerlo, pensaba si aquel día no le sería desvelado su íntimo sentido. Y nunca quedó decepcionado, aunque bien se daba cuenta de que no había llegado sino hasta el vestíbulo del sagrado templo.

Por eso, de aquel hombre nervioso, bronceado, que vivía al aire libre, trascendía un halo de misterio solemne. Su convicción de que diariamente, antes de la noche, estaba a punto de realizar un grande y fulminante descubrimiento, le daba un aire de reservada superioridad. No eran soñadores sus ojos, sino tranquilos y duros. La costumbre de leer libros en los que ninguna palabra podía quitarse de su lugar sin que se perdiera su recóndito significado, su manera de pesar cuidadosa y atentamente cada oración según su sentido directo y su doble sentido, habían forjado su temperamento.

Pero a veces solían perdérsele los pensamientos en una crepuscular atmósfera de melancolía. Le pasaba eso cuando pensaba en el secreto culto que él ligaba a los textos originales de los escritos que tenía ante sí, en el milagro que de ellos emanaba y que había apresado millares y millares de seres humanos que a él, a causa de la gran distancia a que se hallaba, le parecían como hermanos, siendo así que despreciaba a los hombres con los que estaba en contacto directo y a los que veía en todos sus detalles. En esos momentos se ponía melancólico. Le abatía pensar que su vida estaba condenada a transcurrir lejos de las fuentes de las fuerzas sagradas, que sus empeños estaban tal vez condenados a paralizarse por lo desfavorable de su posición. Pero cuando, afligido, pasaba un rato leyendo sus libros, quedaba singularmente tranquilizado. Verdad es que la melancolía no perdía nada de su peso; por el contrario, la tristeza se acentuaba, pero ya no le oprimía. Se sentía entonces tomo abandonado y en un lugar perdido; pero en ese doloroso sentir había un sutil placer, un orgullo, el sentimiento de hacer algo singular, de servir a una divinidad no comprendida. Y en tales momentos, quizá pudiera descubrirse en sus ojos un pasajero destello, que recordaba el desvarío del éxtasis religioso.

Beineberg había hablado hasta cansarse. En él su maravilloso padre continuaba viviendo como en una especie de deformada ampliación. Verdad es que conservaba cada uno de sus rasgos, pero aquello que en el padre había sido al principio tal vez sólo un capricho de su temperamento, que su singularidad había en parte conservado y en parte acrecentado, se había convertido en el joven en una fantástica creencia. Esa particularidad del padre, que acaso no hubiera sido otra cosa que la última parte recóndita de la individualidad que cada ser humano —siquiera en la elección de sus ropas— tiene que crearse para tener algo que lo distinga de los demás, era en el hijo la firme creencia de que podría asegurarse una posición de predominio gracias a fuerzas espirituales extraordinarias.

Törless conocía todas estas cosas hasta la saciedad. Le pasaban, podría decirse, por encima y apenas lo conmovían.

Se había apartado un tanto de la ventana y observaba a Beineberg, que liaba un cigarrillo. Y volvió a sentir contra él esa extraña aversión que a veces le acometía. Aquellas manos oscuras, delgadas, que estaban enrollando diestramente el tabaco en el papel, eran, sin embargo, hermosas. Dedos largos, finos, uñas ovales, bellamente abovedadas: tenían evidentemente cierta distinción y la tenían también sus ojos oscuros, pardos. Asimismo, todo el cuerpo tenso, delgado, irradiaba distinción. Por cierto que las orejas le sobresalían demasiado, que el rostro era pequeño e irregular y que la impresión general de la cabeza recordaba la de un murciélago. Sin embargo —así lo sentía claramente Törless cuando comparaba cada particularidad— lo que le perturbaba tan singularmente no era la fealdad de los rasgos, sino precisamente su excelencia.

La delgadez del cuerpo —el propio Beineberg solía decir que él había sido hecho según el modelo de las esbeltas piernas de acero de los atletas homéricos— no le impresionaba en modo alguno como tal. Törless no había encontrado todavía una explicación a esa impresión suya y, ahora que se daba cuenta de ello, no se le ocurría tampoco ninguna razón satisfactoria. Le hubiera gustado mirar intensamente a Beineberg en los ojos, pero el otro lo hubiera advertido y entonces habría tenido que dar alguna explicación. Pero así precisamente, mirándolo sólo a medias y completando a medias la imagen en la fantasía, advirtió en qué consistía la falta de acuerdo. Si imaginaba a Beineberg desnudo le resultaba del todo imposible mantener la representación de una tranquila esbeltez. Antes bien, frente a sus ojos se representaban inmediatamente los inquietos, retorcidos movimientos de la desviación y torsión de la columna vertebral, como ocurre en todas las representaciones del martirio de Cristo o en las grotescas pinturas de los artistas de las barracas de feria.

Asimismo, de las manos, que por cierto podían haberle dado la impresión de hacer ademanes exquisitos, sólo se le imponía la movilidad de los dedos, y precisamente en ellas, que eran lo más hermoso que tenía Beineberg, se concentraba su aversión máxima. Tenían algo de obsceno; ésta era acaso la explicación correcta. Y también había algo de obsceno en la impresión que daban los movimientos dislocados del cuerpo. Sólo que en las manos esa impresión de obscenidad parecía concentrarse e irradiarse desde allí como el presentimiento de un contacto. El propio Törless estaba sorprendido y un poco asustado de su ocurrencia. Porque, en efecto, ya era la segunda vez en ese día que, inadvertidamente y sin que hubiera una relación visible, algo sexual se le metía en el pensamiento

Beineberg había tomado un periódico y ahora Törless podía observarlo con atención.

A decir verdad, no encontraba nada que pudiera servirle siquiera como disculpa de esa asociación de ideas que se le había ocurrido de pronto.

Sin embargo, a pesar de su falta de fundamento, la sensación de desagrado iba subiendo de punto. No habían pasado aún diez minutos de silencio cuando Törless sintió que ya la aversión por su amigo llegaba a un extremo intolerable. Le pareció que por primera vez se expresaba una disposición, una relación importante entre él y Beineberg; le pareció que un recelo que había estado siempre al acecho se manifestaba por primera vez a su sentir consciente.

Y a cada momento la tensión se hacía más aguda. En la cabeza de Törless se agolpaban insultos para los que no encontraba palabras. Y una especie de vergüenza, como si verdaderamente entre él y Beineberg hubiera ocurrido algo, lo intranquilizaba. Sus dedos comenzaron, inquietos, a golpear sobre la mesa.

Por fin, para librarse de este extraño estado, tornó a mirar por la ventana.

Beineberg levantó la vista del periódico, luego volvió a leer y, por último, dejó el diario y bostezó.

Al romperse el silencio, se quebró también la violencia que había estado agobiando a Törless. Palabras insustanciales pasaban ahora por encima de aquel momento y lo disipaban definitivamente. Había sido como un súbito aguzar los oídos al que seguía ahora la habitual indiferencia…

—¿cuánto tiempo tenemos todavía —preguntó Törless?

—unas dos horas.

Törless encogió los hombros, estremecido. Volvía a sentir la fuerza paralizadora del rigor que le esperaba. Las horas de clase, el trato diario con los amigos. Ni siquiera sentía ahora esa aversión contra Beineberg que por un instante parecía haber creado una situación nueva.

—¿qué comeremos esta noche?

—no sé.

—¿qué asignaturas tenemos mañana?

—matemáticas.

—oh, ¿hay algo que hacer?

—sí, unos cuantos teoremas nuevos de trigonometría; pero los entenderás muy fácilmente. No tienen nada de particular.

—¿y después?

—religión.

—¿religión? Ah, sí. Ya habrá otra vez algo interesante… Cuando me siento con humor, creo que podría demostrar tanto que dos por dos son cinco, como que sólo puede haber un dios…

Beineberg miró a Törless burlonamente.

—estás chistoso —dijo—. Me parece casi como si la idea te diera hasta placer. Por lo menos te relumbran los ojos, llenos de entusiasmo.

—¿por qué no? ¿No es divertido? Siempre hay un punto en el que ya no sabemos si mentimos o si la conclusión a que hemos llegado es más verdadera que nosotros mismos.

—¿cómo dices?

—bueno, no ha de entenderse literalmente. Por cierto que siempre sabremos cuando mentimos; pero, a pesar de ello, la mentira se nos manifiesta a veces tan digna de crédito que, en cierto modo, el pensamiento se nos aferra a ella, se queda en ella.

—sí, pero ¿qué placer encuentras en eso?

—precisamente éste. Es como una sacudida en la cabeza, un mareo, un vértigo.

—basta ya. Eso son juegos.

—no he sostenido lo contrario; pero en cualquier caso, de todo lo que ocurre en la escuela es lo que encuentro más interesante.

—ya veo. Es una especie de gimnasia mental, pero sin ningún objeto.

—no —dijo Törless y volvió a mirar al jardín. A sus espaldas, lejos, oía el zumbido de las llamas del gas.

Como una niebla, subía en él un sentimiento melancólico.

—no tiene ningún objeto. Tienes razón; pero ¿qué importa? De todas las cosas que durante el día hacemos en el colegio, ¿cuál es la que propiamente tiene un objeto? ¿Es que algo tiene objeto? Quiero decir, en sí mismo, ¿entiendes? Por la noche sabemos que hemos

Vivido otro día, que hemos aprendido esto y aquello, que hemos cumplido satisfactoriamente el plan de estudios; pero hay algo vacío en todo eso. Quiero decir, interiormente. Nos queda, por así decirlo, una sed íntima, enteramente interior.

Beineberg masculló algo sobre ejercitar, preparar el espíritu… Demasiado jóvenes todavía para hacerlo… Más adelante…

—¿preparar, ejercitar el espíritu? ¿Para qué? ¿Lo sabes acaso con certeza? Acaso esperas algo, pero también para ti ese algo es del todo incierto. Todo es así. Un eterno esperar algo, de lo cual sólo sabemos que hay que esperarlo. ¡Es tan aburrida esa espera!…

—¿aburrida…? —comentó Beineberg, meneando la cabeza.

Törless seguía mirando al jardín. Le parecía oír el crepitar de las hojas secas que el viento amontonaba. Llegó luego ese instante de calma más intenso que siempre precede brevemente al momento de la caída de la noche. Las formas que se habían ido insertando cada vez más profundamente en el crepúsculo y los colores que fluían parecieron quedar inmóviles por unos segundos, como conteniendo el aliento.

—oye Beineberg —dijo Törless sin volverse—, durante el crepúsculo hay siempre algunos instantes de una singularidad total. Cuando los vivo, me vuelve a la memoria el mismo recuerdo. Yo era muy pequeño y jugaba una vez en el bosque a esa hora. La muchacha que me cuidaba se había alejado. Yo no lo sabía y creía que la tenía cerca. De pronto algo me obligó a mirar en derredor. Sentí que estaba solo. Sobrevino de pronto un gran silencio, y cuando paseé la mirada, me pareció que me estaban contemplando los árboles, silenciosamente, dispuestos en círculo. Rompí a llorar. Me sentí tan abandonado de los mayores, a merced de seres inanimados… ¿qué significaba eso? Y todavía lo siento con mucha frecuencia. ¿Qué es ese súbito silencio que parece una voz que no oímos?

—no sé lo que quieres decir, pero ¿por qué no iban a tener las cosas lenguaje? ¡No podemos ni siquiera afirmar con seguridad que no tienen alma!

Törless no respondió. No le gustaba la manera especulativa de Beineberg.

Al cabo de un rato, éste dijo:

—¿por qué miras constantemente hacia afuera?, ¿Qué encuentras en eso?

—sigo pensando en lo mismo.

Pero en verdad estaba pensando en otra cosa, sólo que no quería confesarlo. Únicamente por unos minutos había podido soportar la tensión de antes, ese guardar un misterio grave y la responsabilidad de la vida, en medio de relaciones aún imprecisas. Ahora volvía a sobrecogerle aquel sentimiento de soledad y abandono que seguía siempre a los momentos de extremada tensión. Sentía que había en ello algo aún demasiado difícil de alcanzar, pero que estaba allí presente, aunque, en cierto modo, sólo en el fondo y como al acecho: la soledad.

Por el desierto jardín pasaba bailando, de vez en cuando, frente a la ventana iluminada, una hoja que dejaba una estela clara en medio de la oscuridad. Las tinieblas parecían desvanecerse, retroceder, para volver a avanzar al instante siguiente y permanecer inmóviles como un muro frente a la ventana. Esas tinieblas formaban un mundo en sí mismas. Era como si un ejército negro de enemigos hubiera llegado a la tierra, hubiera dado muerte a los hombres, o los hubiera expulsado, o les hubiera hecho cualquier otra cosa, de modo que no quedaran ni rastros de ellos.

Y a Törless le pareció alegrarse de tal espectáculo. En ese momento, no le gustaban los seres humanos, los mayores, los adultos. Nunca le gustaban en la oscuridad. Estaba acostumbrado a alejarlos de sí en el pensamiento. Entonces el mundo le parecía una morada desierta, sombría. Y en el pecho le crecía un terror, como si ahora debiera buscar, a través de salas y salas —oscuras salas, en las que no podía saberse qué cosa escondían los rincones—, franqueando a tientas los umbrales que el pie de ningún otro ser humano iba ya nunca a franquear…, hasta que en una cámara se cerraban súbitamente las puertas frente a él y a sus espaldas, y se encontraba ante la propia señora de las negras huestes. Y en ese mismo momento, se cerraban también todas las otras puertas por las que él había pasado y sólo a lo lejos, junto a los muros, las sombras de las tinieblas, cual negros eunucos, permanecían de guardia para alejar la proximidad de los hombres.

Ésa era su manera de sentir la soledad, desde que lo habían dejado una vez abandonado, en el bosque, donde lloró. Esa soledad tenía para él el encanto de una mujer y de algo no humano. La sentía como una mujer, sólo que el aliento de ella era una estrangulación en el pecho; el rostro, un vertiginoso olvidar de todos los rostros; y los movimientos de las manos, terrores que le corrían por el cuerpo…

Tenía miedo de esa fantasía porque no dejaba de percibir su misterio y desenfreno. Y lo intranquilizaba el pensamiento de que tales representaciones cobraran sobre él un dominio cada vez mayor. Y precisamente lo asaltaban cuando se creía más sereno y puro. Era como una reacción contra esos momentos en los que él presentía sutiles conocimientos que, si bien ya se estaban preparando en su interior no correspondían todavía a su edad. Porque, en efecto, en el desarrollo de las sutiles energías morales, hay algunas fases prematuras que debilitan el alma, momentos de una atrevida experiencia que tal vez llegue a hacerse realidad —como si sus raíces bajaran primero a tientas y debieran luego revolver el suelo, hecho, empero, para darles sustento—, de ahí que jóvenes de gran futuro suelan tener un pasado rico en humillaciones y mortificaciones.

La afición de Törless por ciertos estados de ánimo era el primer indicio de un desarrollo interior que luego se manifestó como una capacidad especial de asombrarse. Más adelante, se desarrolló en él, como condición dominante, la singular capacidad de sentir en los acontecimientos, las personas, las cosas y a menudo también en él mismo, algo de un carácter insuperablemente incomprensible, así como por otro lado de una afinidad inexplicable, nunca del todo justificada. Le parecían cosas accesibles a la inteligencia, y sin embargo no podía aprehenderlas con las palabras o el pensamiento. Entre los acontecimientos exteriores y su yo, más aún, entre sus propios sentimientos y aquella parte más íntima y recóndita de su yo, que anhela conocer esos sentimientos, quedaba siempre una línea divisoria que, como un horizonte, retrocedía a medida que él se acercaba. Sí, cuanto más precisamente aferraba sus sensaciones al pensamiento, cuanto más las conocía, más extrañas e incomprensibles se le presentaban; de manera que terminaron por crearle la impresión de que no eran ellas las que se apartaban, sino que era él mismo que se alejaba, sin poder, de todos modos, librarse de la ilusión de que iba hacia ellas.

Este singular desacuerdo, difícil de superar, que llenó más adelante un buen trecho de su desenvolvimiento espiritual, parecía querer desgarrarle el alma y por mucho tiempo le acosó como su principal problema.

Por el momento, el rigor de esta lucha interior sólo le manifestaba en un súbito y frecuente cansancio que aterraba a Törless ya desde lejos, apenas lo presentía en algunos extraños y dudosos estados de ánimo. Se sentía entonces sin fuerzas, como un prisionero aislado de los demás. Habría gritado de desesperación y de vacío, y en lugar de hacerlo así, se apartaba de su grave, esperanzado, acongojado y exhausto yo y se ponía a escuchar —aún espantado de esas bruscas renuncias y ya seducido deleitosamente por su aliento cálido, pecaminoso— las susurrantes voces que la soledad tenía para él.

Törless propuso de pronto pagar. En los ojos de Beineberg brilló un destello de comprensión; conocía el estado de ánimo de su amigo. A Törless le repugnaba ese entendimiento. Su aversión por Beineberg volvió a avivarse y sintió que el contacto con él le envilecía.

Pero después de todo, aquello formaba parte de él. El envilecimiento es una soledad más y un nuevo muro más sombrío.

Y sin decir palabra salieron a la calle.