Ned sabía que el doctor Ryan le había mirado de una manera rara cuando se había topado con él en el hospital. Por eso tenía miedo de volver. Pero tenía que volver. Tenía que entrar en la habitación de Lynn Spencer.
Si lo conseguía, quizá no seguiría viendo la cara de Annie cuando el coche ardía y no podía salir. Necesitaba ver la misma expresión en la cara de Lynn Spencer.
La entrevista con su hermana o hermanastra había sido retransmitida a las seis, y luego en el telediario de las once de anteayer. «Lynn sufre grandes dolores», había dicho, con voz muy apenada. «Sientan pena por ella», era lo que quería decir. No es culpa de ella que tu mujer haya muerto. Ella y su marido solo querían estafarte. Era su única intención.
Annie. Cuando conseguía dormir, siempre soñaba con ella. A veces, eran sueños bonitos. Estaban en Greenwood Lake, quince años antes. Nunca iban en vida de su madre. A mamá no le gustaban las visitas. Pero cuando murió, la casa pasó a ser de él, y Annie se alegró mucho. «Nunca he tenido una casa propia. Voy a dejarla tan bonita que no te lo vas a creer. Ya verás, Ned».
Y la había dejado muy bonita. Era pequeña, solo cuatro habitaciones, pero con los años había ahorrado suficiente dinero para comprar armaritos nuevos para la cocina, y para contratar a un carpintero que los colocara. Al año siguiente había ahorrado lo bastante para instalar en el cuarto de baño un lavabo y un inodoro nuevos. Le había persuadido de que arrancara el papel de las paredes, y juntos habían pintado la casa por dentro y por fuera. Compraron ventanas del sujeto que siempre proclamaba en la CBS lo baratas que eran sus ventanas. Y Annie tenía su jardín, su precioso jardín.
Seguía pensando en ellos dos trabajando juntos, pintando. Soñaba que Annie colgaba las cortinas, retrocedía y decía que eran muy bonitas.
Seguía pensando en los fines de semana. Iban todos los fines de semana, desde mayo hasta finales de octubre. Solo tenían un par de estufas eléctricas para calentar la casa, y en invierno gastaban mucho. Annie había pensado que, cuando se jubilara del hospital, instalarían calefacción central para poder vivir todo el año.
Él había vendido la casa a su nuevo vecino el pasado octubre. El vecino quería más terreno. No había pagado gran cosa por ella, porque con el nuevo ordenamiento municipal no se consideraba terreno urbanizable, pero a Ned no le importó. Sabía que lo que invirtiera en Gen-stone le reportaría una fortuna. Nicholas Spencer lo había prometido cuando habló a Ned de la vacuna. Cuando Ned estaba trabajando para el diseñador de jardines en la propiedad de Bedford, había conocido a Spencer.
No había contado a Annie que iba a vender la casa. No quería que le disuadiera de su propósito. Luego, un agradable sábado de febrero, cuando él estaba trabajando, Annie decidió acercarse a Greenwood Lake, y la casa ya no estaba. Volvió al piso y le golpeó el pecho con los puños; aunque él la había llevado a Bedford para que viera la mansión que le iba a comprar, no había calmado su ira.
Ned lamentaba que Nicholas Spencer hubiera muerto. Le habría gustado matarle con sus propias manos, pensó. Si no le hubiera escuchado, Annie aún estaría conmigo.
La última noche, insomne, había tenido una visión de Annie. Le decía que fuera al hospital y viera al doctor Greene. «Necesitas medicación, Ned —dijo—. El doctor Greene te medicará».
Si concertaba una cita con el doctor Greene, podría ir al hospital, y nadie consideraría raro verle allí. Averiguaría dónde estaba Lynn Spencer y entraría en su habitación. Y antes de matarla, le contaría lo que había sufrido Annie.