A las once de la mañana siguiente entré en el aparcamiento de visitantes de Gen-stone en Pleasantville, Nueva York. Pleasantville es una agradable población de Westchester que se hizo famosa hace años cuando Reader’s Digest abrió en ella su sede internacional.
Gen-stone se encuentra a un kilómetro y medio de la propiedad Digest. Era otro hermoso día de abril. Mientras caminaba por el sendero en dirección al edificio, me vino a la memoria un verso de un poema que me había gustado mucho en la infancia: «Oh, estar en Inglaterra ahora que ha llegado la primavera». No conseguí recordar el nombre del famoso poeta[1]. Supuse que algún día me despertaría a las tres de la mañana y me vendría a la cabeza.
Había un guardia de seguridad ante la entrada principal. Aun así, tuve que oprimir un botón y anunciarme ames de que la recepcionista me admitiera.
Había llegado con un cuarto de hora de adelanto, lo cual era muy conveniente. Es mucho mejor relajarse antes de una reunión, que llegar tarde, nervioso y pidiendo disculpas. Dije a la recepcionista que estaba esperando a mis compañeros y me senté.
Anoche, después de cenar, había entrado en Internet para averiguar algo más sobre los hombres que íbamos a ver, Charles Wallingford y el doctor Milo Celtavini. Averigüé que Charles Wallingford había sido el sexto miembro de su familia en presidir la cadena Wallingford de fábricas de muebles de primera calidad. Fundado por su tatarabuelo, el diminuto almacén de Delancey Street había crecido, se había trasladado a la Quinta Avenida y expandido hasta que Wallingford’s se convirtió en una marca famosa.
Charles no maniobró con pericia ante la embestida de las cadenas de muebles baratos y el declive de la economía cuando tomó las riendas de la empresa. Había añadido una línea de muebles mucho más barata a su producción, lo cual cambió la imagen de Wallingford’s; además cerró varias tiendas, reconfiguró las restantes y aceptó al final una oferta de compra de una empresa inglesa. Eso había ocurrido hacía diez años.
Dos años después, Wallingford conoció a Nicholas Spencer, quien en aquel tiempo se estaba esforzando en fundar una nueva empresa, Gen-stone. Wallingford invirtió una suma considerable en Gen-stone y aceptó el cargo de presidente de la junta.
Me pregunté si estaba arrepentido de haberse deshecho de los muebles.
El doctor Milo Celtavini fue a la universidad y a la escuela universitaria de graduados en Italia, llevó a cabo investigaciones en inmunobiología casi toda su vida, y después aceptó la invitación de sumarse al equipo investigador de Sloan-Kettering en Nueva York. Al cabo de poco tiempo, lo dejó para encargarse del laboratorio de Gen-stone, porque estaba convencido de que se hallaban en el buen camino para alcanzar un logro revolucionario en medicina.
Ken y Don llegaron cuando estaba doblando mis notas. La recepcionista tomó sus nombres, y pocos minutos después nos acompañaron al despacho de Charles Wallingford.
Estaba sentado tras un escritorio de caoba del siglo XVIII. La alfombra persa que cubría el suelo se había desteñido lo suficiente para aportar un suave brillo a los tonos rojos, azules y dorados del dibujo. Un sofá de piel y varias butacas a juego se hallaban agrupados a la izquierda de la puerta. Las paredes estaban chapadas en nogal. Las estrechas colgaduras eran de un azul intenso, y enmarcaban más que cubrían las ventanas. Como resultado, la habitación gozaba de luz natural, y los hermosos jardines exteriores constituían una obra de arte viviente. Era el despacho de un hombre de gusto impecable.
Lo cual confirmaba la impresión que me había causado Wallingford en la asamblea de accionistas celebrada el lunes. Si bien era patente que se encontraba sometido a una gran tensión, se había comportado con dignidad cuando le abuchearon. Se levantó para saludarnos con una sonrisa cordial.
—Creo que estarán más cómodos aquí —dijo, después de presentarnos, y señaló la zona de estar. Yo me senté en el sofá, y Don Carter a mi lado. Ken ocupó una butaca, y Wallingford se sentó en el borde del asiento de otra, con los codos posados sobre los apoyabrazos.
Como experto financiero del grupo, Don dio las gracias a Wallingford por acceder a la entrevista, y después lanzó una serie de preguntas bastante duras, incluyendo cuánto dinero podía haber desaparecido sin que Wallingford y la junta directiva se hubieran dado cuenta.
Según Wallingford, todo se remontaba al momento en que, después de que Garner Pharmaceuticals decidiera invertir en Gen-stone, se sintieron alarmados por los continuos resultados decepcionantes de los experimentos. Spencer había estado saqueando los ingresos de su división de productos médicos durante años. Al comprender que la FDA nunca aprobaría la vacuna, y ya no podría retrasar más el descubrimiento de su robo, decidió desaparecer.
—Es evidente que el destino intervino —dijo Wallingford—. Camino de Puerto Rico, el avión de Nick se estrelló durante esa repentina tormenta.
—Señor Wallingford, ¿cree que Nicholas Spencer le invitó a unirse a la empresa como presidente de la junta por su experiencia inversora, o por su agudeza para los negocios? —preguntó Don.
—Supongo que la respuesta es que Nick me invitó por ambas razones.
—Si me permite que se lo diga, señor, no todo el mundo estaba impresionado por la forma en que había manejado su negocio anterior.
Don empezó a leer extractos de artículos de algunas publicaciones económicas, los cuales parecían sugerir que Wallingford había arruinado el negocio familiar.
Wallingford contraatacó diciendo que las ventas al por menor de muebles habían ido descendiendo inexorablemente, los problemas laborales y de entrega de mercancías habían aumentado, y si hubiera esperado, la empresa habría acabado en bancarrota. Señaló uno de los artículos que Carter sostenía.
—Puedo citar una docena de artículos escritos por ese tipo que demuestran lo buen gurú que es —dijo con sarcasmo.
La insinuación de que no había sabido administrar bien el patrimonio familiar no pareció perturbar a Wallingford. Gracias a mis propias investigaciones había averiguado que contaba cuarenta y nueve años, tenía dos hijos adultos y llevaba divorciado diez años. Solo cuando Carter preguntó si era cierto que estaba enemistado con sus hijos, la mandíbula del hombre se tensó.
—Por más que lo lamente, han surgido algunas dificultades —dijo—. Y para evitar cualquier malentendido, les contaré sus motivos. Mis hijos no querían que vendiera la empresa. No eran realistas en lo tocante a su futuro potencial. Tampoco querían que invirtiera la mayoría de los beneficios de la venta en esta empresa. Por desgracia, resulta que tenían razón.
Explicó cómo se había asociado con Nicholas Spencer.
—Era de dominio público que yo andaba buscando una buena oportunidad de invertir. Una empresa de fusiones y adquisiciones sugirió que pensara en hacer una modesta inversión en Gen-stone. Conocí a Nicholas Spencer y me llevé una grata impresión, una reacción habitual, como ya saben. Me pidió que hablara con varios microbiólogos importantes, todos los cuales contaban con credenciales impecables, y me dijeron que, en su opinión, Spencer estaba impulsando investigaciones para encontrar una vacuna que previniera el cáncer y detuviera su crecimiento.
»Intuí las posibilidades de Gen-stone. Después, Nick me preguntó si me gustaría ser el presidente de la junta directiva y copresidente de la empresa. Mi función sería dirigir la empresa. Él sería el responsable de la investigación y la cara pública de la compañía.
—Para atraer a otros inversores —sugirió Don.
Wallingford sonrió con tristeza.
—Era bueno en eso. Mi modesta inversión se convirtió en un compromiso casi total de mis bienes. Nick viajaba a Italia y Suiza con regularidad. Alardeaba de que sus conocimientos científicos rivalizaban o superaban a los de muchos biólogos moleculares.
—¿Eso era cierto? —preguntó Don.
Wallingford meneó la cabeza.
—Es listo, pero no tanto.
A mí me había engañado, desde luego, pensé, y recordé que Nick Spencer había exudado confianza cuando me habló de la vacuna que estaba desarrollando.
Comprendí en qué dirección apuntaba Don Carter. Creía que Charles Wallingford había arruinado su negocio familiar, pero Nick Spencer había decidido que era la imagen perfecta para su empresa. Hablaba como un WASP[2], y encima lo parecía, y sería fácil manipularle. La siguiente pregunta de Don confirmó mi análisis.
—Señor Wallingford, ¿no diría usted que su junta directiva constituye una combinación irregular?
—No estoy seguro de comprenderle.
—Todos los miembros proceden de familias riquísimas, pero ninguno tiene experiencia real en los negocios.
—Son gente que yo conocía bien y que están en las juntas de sus propias empresas.
—Lo cual no demuestra necesariamente que posean el olfato comercial para estar en la junta directiva de una empresa como esta.
—No encontrará un grupo de personas más inteligente ni honorable en ninguna parte —dijo Wallingford, en un tono de repente gélido, con el rostro congestionado.
Creo que estaba a punto de echarnos a patadas, cuando se oyó un golpe en la puerta y entró el doctor Celtavini.
Era un hombre no muy alto, de aspecto conservador, cercano a los setenta años, y de leve acento italiano. Nos dijo que, cuando había aceptado dirigir el laboratorio de Gen-stone, creía a pies juntillas en la posibilidad de desarrollar una vacuna que previniera el cáncer. Al principio, había obtenido resultados prometedores con crías de ratones que tenían células cancerígenas genéticas, pero luego surgieron problemas. Había sido incapaz de repetir los resultados iniciales. Serían necesarios ensayos exhaustivos y mucho trabajo antes de extraer conclusiones.
—Los descubrimientos llegarán con el tiempo —dijo—. Hay mucha gente que se dedica a esta especialidad.
—¿Qué opina de Nicholas Spencer? —preguntó Ken Page.
El rostro del doctor Celtavini palideció.
—Me jugué una reputación impecable de cuarenta años en mi especialidad cuando vine a Gen-stone. Ahora me siento implicado en el fracaso de esta empresa. La respuesta a su pregunta: desprecio a Nicholas Spencer.
Cuando Ken volvió al laboratorio con el doctor Celtavini, Don y yo nos marchamos. Don estaba citado con los auditores de Gen-stone en Manhattan. Le dije que nos reuniríamos después en la oficina, y que pensaba ir en coche por la mañana a Caspien, el pueblo de Connecticut donde se había criado Nicholas Spencer. Convinimos en redactar el artículo juntos mientras fuera noticia de actualidad, y que debíamos proceder con celeridad.
Esa circunstancia no me impidió desviarme hacia el norte, en lugar de hacia el sur. Una curiosidad imposible de resistir me empujaba a ir a Bedford, y comprobar por mí misma la magnitud del incendio que casi se había cobrado la vida de Lynn.