Enseguida me di cuenta de que sería un placer trabajar con Ken Page y Don Carter. Ken es un chicarrón de pelo oscuro y barbilla de bulldog. Fue el primero al que conocí, y estaba empezando a preguntarme si los hombres del Wall Street Weekly debían ajustarse a unos mínimos de peso y estatura, cuando llegó Don Carter. Es un hombre menudo y pulcro, de cabello castaño claro y penetrantes ojos color avellana. Calculé que los dos rondarían los cuarenta años.
Apenas había dicho hola a Ken, cuando se excusó y corrió para alcanzar a Carter, al que había divisado en el pasillo. Aproveché el momento para echar un buen vistazo a los títulos que colgaban en la pared, y me quedé impresionada. Ken, aparte de médico, era doctor en biología molecular.
Volvió seguido de Don. Habían confirmado las citas en Gen-stone para las once del día siguiente. El encuentro se celebraría en Pleasantville, que era el cuartel general de la empresa.
—Tienen unas elegantes oficinas en el edificio Chrysler —explicó Don—, pero el verdadero trabajo se hace en Pleasantville.
Íbamos a ver a Charles Wallingford, el presidente de la junta directiva, y al doctor Milo Celtavini, científico investigador a cargo del laboratorio de Gen-stone. Como Ken y Don vivían en el condado de Westchester, decidimos que yo iría por mi cuenta y nos encontraríamos allí.
Bendito fuera Sam Michaelson. Era evidente que me había puesto por las nubes. No cabe duda de que, cuando trabajas en equipo para un proyecto de alta prioridad, es imprescindible la confianza de que se puede trabajar como una unidad sin fisuras. Gracias a Sam, tenía la sensación de que estos tipos confiaban en mí. En esencia, me estaban dando otra «bienvenida a bordo».
En cuanto salí del edificio, llamé a Sam por el móvil y le invité a él y a su mujer a una cena de celebración en Il Mulino, en el Village. Después, corrí a casa, con la idea de prepararme un bocadillo y una taza de té, y comer ante el ordenador. Había recibido una nueva pila de preguntas de los lectores de la columna, y necesitaba clasificarlas. Cuando recibes correo para una columna como la mía, las preguntas tienden a repetirse. Eso significa que hay mucha gente interesada en lo mismo, lo cual es un indicador de qué preguntas debería intentar contestar.
De vez en cuando, invento mis propias preguntas cuando quiero proporcionar una información específica a mis lectores. Es importante que la gente sin experiencia financiera esté al día en temas como refinanciación de hipotecas cuando los tipos de interés son bajos, o evitar la tentación de préstamos «sin intereses».
Cuando hago eso, utilizo las iniciales de mis amigas en dichas cartas, y pongo como ciudad aquella con la que están relacionadas. Mi mejor amiga es Gwen Hawkins. Su padre se crió en Idaho. La semana pasada, la pregunta principal de mi columna giraba en torno a lo que hay que tener en cuenta antes de solicitar una hipoteca de interés variable. Firmé la pregunta como G. H., de Boise, Idaho.
Cuando llegué a casa, comprendí que debería abandonar la idea de trabajar un rato en la columna. En el contestador automático había un mensaje de la oficina del fiscal del distrito. Jason Knowles, un investigador, necesitaba hablar urgentemente conmigo. Había dejado su número, de modo que le devolví la llamada.
Pasé los siguientes cuarenta minutos preguntándome qué información poseía yo tan útil y urgente para un investigador de la oficina del fiscal del distrito. Después, cuando sonó el interfono del vestíbulo, contesté, confirmé que se trataba del señor Knowles, le aconsejé que utilizara la escalera y abrí la puerta.
Al cabo de unos momentos estaba en mi rellano, un hombre de pelo cano y modales corteses y directos. Le invité a sentarse en el sofá. Yo elegí la silla de respaldo alto situada frente al sofá y esperé a que hablara.
Me dio las gracias por recibirle tan deprisa, y luego fue al grano.
—Señorita DeCarlo, el lunes asistió a la asamblea de accionistas de Gen-stone.
No era una pregunta, sino una afirmación. Asentí.
—Tenemos entendido que mucha gente presente en la asamblea expresó un fuerte resentimiento hacia la junta directiva, y que un hombre en especial se enfureció por las declaraciones de Lynn Spencer.
—Eso es cierto.
Estaba segura de que la siguiente verificación sería la de que yo era la hermanastra de Lynn. Me equivoqué.
—Tenemos entendido que usted estaba en el último asiento de una fila reservada para los medios, y de que se encontraba al lado del hombre que apostrofó a la señora Spencer.
—Sí, en efecto.
—También tenemos entendido que usted habló con varios accionistas malhumorados después de la asamblea, y que tomó sus nombres.
—Correcto.
—El hombre que habló de que iba a perder su casa por haber invertido en Gen-stone, ¿conversó con usted?
—No.
—¿Tiene los nombres de los accionistas que hablaron con usted?
—Sí. —Intuí que Jason Knowles estaba esperando una explicación—. Como tal vez sepa, escribo una columna de asesoría financiera, dirigida al consumidor o inversor poco sofisticado. También escribo artículos como freelance para algunas revistas. En la asamblea, se me ocurrió que tal vez me interesaría escribir un artículo en profundidad sobre las consecuencias del desastre de Gen-stone, que ha destruido el futuro de tantos pequeños inversores.
—Lo sé, y por eso estoy aquí. Nos gustaría saber los nombres de las personas que hablaron con usted.
Le miré. Parecía una petición razonable, pero creo que experimenté la reacción de todo periodista cuando le piden que revele sus fuentes.
Fue como si Jason Knowles hubiera leído mi mente.
—Señorita DeCarlo, estoy seguro de que comprende por qué le pedimos eso. Su hermana, Lynn Spencer…
—Hermanastra —le interrumpí.
Asintió.
—Hermanastra. Su hermanastra podría haber muerto cuando su casa se quemó la otra noche. En este momento, no tenemos ni idea de si la persona que provocó el incendio sabía que estaba en casa. Y parece razonable suponer que alguno de aquellos accionistas furiosos, incluso desesperados por su situación económica, podría haberlo hecho.
—¿Se da cuenta de que hay cientos de personas, entre accionistas y empleados, que podrían ser responsables del incendio?
—Somos conscientes de eso. ¿Averiguó el nombre del individuo que causó el alboroto, por cierto?
—No. —Pensé en la facilidad con que aquel pobre tipo había pasado de la ira a las lágrimas—. El no provocó el incendio. Estoy segura.
Jason Knowles enarcó las cejas.
—Está segura de que no lo provocó. ¿Por qué?
Me di cuenta de que sería estúpido decir, «porque lo sé».
—Ese hombre estaba desesperado, pero de una manera diferente. Estaba enfermo de preocupación. Dijo que su hijita se estaba muriendo, y que va a perder la casa.
Fue evidente que Jason Knowles se llevó una decepción cuando fui incapaz de identificar al hombre que estaba tan furioso en la asamblea, pero aún no había terminado conmigo.
—¿Tiene los nombres de las personas que hablaron con usted, señorita DeCarlo?
Vacilé.
—Señorita DeCarlo, presencié su entrevista en el hospital. Afirmó que quien hubiera provocado el incendio era un psicótico o un malvado.
Tenía razón. Accedí a darle los nombres y los números de teléfono que había apuntado en la asamblea.
Una vez más, dio la impresión de que leía mis pensamientos.
—Señorita DeCarlo, cuando llamemos a esta gente solo queremos decirles que estamos hablando con todo el mundo que asistió a la asamblea de accionistas, lo cual le aseguro que es cierto. Muchos de los presentes habían devuelto la postal enviada por la empresa, indicando que pensaban asistir. Todas las personas que devolvieron la postal serán visitadas. El problema es que no todos los asistentes se molestaron en devolver la postal.
—Entiendo.
—¿Cómo encontró a su hermanastra, señorita DeCarlo?
Esperé que aquel hombre tan observador no percibiera mi momento de vacilación.
—Ya vio la entrevista —dije—. Encontré a Lynn presa de fuertes dolores, y perpleja por lo ocurrido. Me dijo que no tenía ni idea de que su marido estuviera haciendo algo ilegal. Jura que, por lo que ella sabía, Spencer estaba convencido de que la vacuna de Gen-stone era un fármaco milagroso.
—¿Piensa que el accidente de avión fue un montaje?
Jason Knowles me disparó la pregunta a bocajarro.
—De ninguna manera. —Y ahora, mientras repetía las palabras de Lynn, me pregunté si sonaban convincentes o no—. Insiste en que desea y necesita averiguar toda la verdad.