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Mantuve bajo el volumen del televisor toda la mañana, y solo lo subía cuando oía alguna nueva información sobre Ned Cooper o sus víctimas. Hubo un fragmento especialmente conmovedor sobre su mujer, Annie. Varios de sus compañeros de trabajo en el hospital hablaron de que recordaban su energía, su dulzura con los pacientes, su proclividad a trabajar horas extra cuando la necesitaban.

Vi evolucionar su historia con tristeza creciente. Había cargado bandejas todo el día, cinco o seis días a la semana, y luego volvía al apartamento alquilado de un barrio miserable donde vivía con un marido desequilibrado. La única alegría de su vida parecía haber sido la casa de Greenwood Lake. Una enfermera habló de eso.

—Annie ardía en deseos de empezar a trabajar en su jardín cuando llegaba la primavera —declaró—. Había traído fotos, y cada año era diferente y hermoso. Le decíamos en broma que estaba perdiendo el tiempo aquí. Le dijimos que debería trabajar en un invernadero.

Nunca contó a nadie del hospital que Ned había vendido la casa, pero una vecina a la que entrevistaron dijo que Ned se había jactado de poseer acciones de Gen-stone, y dijo que iba a comprar una mansión a Annie como la que el jefe de Gen-stone tenía en Bedford.

Ese comentario me envió corriendo al teléfono para llamar otra vez a Judy y pedir que me enviara una copia de esa entrevista, además de la mía. Aportaba un vínculo más entre Ned Cooper y el incendio de Bedford.

Seguí pensando en Annie mientras enviaba mi columna a la revista por correo electrónico. Estaba segura de que la policía estaría investigando las bibliotecas, enseñando la foto de Ned, para saber si era el tipo que había enviado los correos electrónicos. En ese caso, se había colocado en el escenario del incendio. Decidí llamar al detective Clifford a la comisaría de policía de Bedford. Con él había hablado la semana pasada de los correos electrónicos.

—Estaba a punto de llamarla, señorita DeCarlo —dijo—. Los bibliotecarios han confirmado que Ned Cooper era el hombre que utilizaba sus ordenadores, y nos estamos tomando muy en serio el mensaje sobre lo de que se preparara para el día del Juicio Final. En uno de los otros dos dijo algo acerca de que usted no había contestado en la columna a una pregunta de su mujer, lo cual nos lleva a pensar que se ha obsesionado con usted.

Inútil decir que no era un pensamiento agradable.

—Quizá debería solicitar protección policial hasta que cacemos a ese tipo —sugirió el detective Clifford—, aunque puedo decirle que hace una hora, un camionero que se encontraba en un área de descanso de Massachusetts vio un Toyota negro conducido por un hombre que podría ser Cooper. Está seguro de que la matrícula era de Nueva York, aunque no vio los números, y parece que estamos sobre una buena pista.

—No necesito protección —me apresuré a decir—. Ned Cooper no sabe dónde vivo, y de todos modos, estaré fuera casi todo el día de hoy y mañana.

—Solo por precaución, telefoneamos a la señora Spencer a Nueva York, y ella nos devolvió la llamada. Se quedará en la casa de invitados hasta que le detengamos. Le dijimos que es improbable que Cooper vuelva a aparecer por allí, pero por si acaso tenemos vigiladas las carreteras cercanas a su propiedad.

Prometió llamar si se producían noticias más concretas sobre Cooper.

Me había traído el grueso expediente de Nick Spencer de la oficina para el fin de semana, y en cuanto colgué el teléfono, lo abrí. Lo que me interesaba en este momento eran los informes sobre el accidente de avión, desde los primeros titulares a las breves referencias aparecidas en artículos sobre las acciones y la vacuna.

Subrayaba mientras leía. Los informes eran escuetos. El viernes 4 de abril, a las dos de la tarde, Nicholas Spencer, un piloto avezado, había despegado en su avión privado del aeropuerto del condado de Westchester en dirección a San Juan de Puerto Rico. Pensaba asistir a un seminario de negocios durante el fin de semana, para regresar el domingo a última hora de la tarde. La previsión meteorológica era de lloviznas en la zona de San Juan. Su esposa le había dejado en el aeropuerto.

Un cuarto de hora antes de aterrizar en San Juan, el avión de Spencer desapareció de la pantalla del radar. No había señales de que tuviera problemas, pero las lloviznas habían dado paso a una intensa tormenta, con gran aparato eléctrico en la zona. Se especulaba con que el avión había sido alcanzado por un rayo. Al día siguiente, empezaron a llegar a la orilla restos de su avión.

El nombre del mecánico que había inspeccionado el avión antes del despegue era Dominick Salvio. Después del accidente, había dicho que Nicholas Spencer era un piloto experto que había volado en circunstancias meteorológicas difíciles en ocasiones anteriores, pero el avión podía haber sido alcanzado por un rayo.

Después de que estallara el escándalo, empezaron a aparecer preguntas sobre el vuelo en los periódicos. ¿Por qué no había utilizado Spencer el avión de Gen-stone, como solía hacer en viajes relacionados con la empresa? ¿Por qué el número de llamadas telefónicas efectuadas y recibidas en su móvil había experimentado un descenso tan drástico en las últimas semanas? Después, al no recuperarse su cadáver, las preguntas cambiaron de tono. ¿El accidente había sido fingido? ¿Estaba en el avión cuando se estrelló? Siempre iba en su coche al aeropuerto. El día antes de partir a Puerto Rico, había pedido a su mujer que le dejara en el aeropuerto. ¿Por qué?

Llamé al aeropuerto de Westchester. Dominick Salvio estaba trabajando. Me pusieron con él y averigüé que su turno finalizaba a las dos. Accedió de mala gana a que le entrevistara durante un cuarto de hora en la terminal.

—Solo un cuarto de hora, señorita DeCarlo —dijo—. Mi hijo tiene hoy un partido de la liga infantil y quiero ir a verlo.

Consulté el reloj. Eran las doce menos cuarto, y aún estaba en bata. Para mí, uno de los grandes lujos de los sábados por la mañana, aunque esté trabajando ante mi escritorio, consiste en ducharme y vestirme sin la menor prisa. Pero había llegado el momento de ponerse en acción. No tenía ni idea del tráfico que podía encontrar, y quería concederme una hora y media para llegar al aeropuerto de Westchester.

Quince minutos después, gracias al ruido del secador, casi no oí el teléfono, pero salí corriendo a descolgarlo. Era Ken Page.

—He encontrado a nuestro paciente canceroso, Carley —dijo.

—¿Quién es?

—Dennis Holden, un ingeniero de treinta y ocho años que vive en Armonk.

—¿Cómo está?

—No lo dijo por teléfono. Se resistió bastante a hablar conmigo, pero le convencí, y al final me invitó a ir a su casa.

—¿Y yo qué? —pregunté—. Ken, prometiste…

—Espera. Me costó lo mío, pero al final también te recibirá a ti. Podemos elegir: hoy o mañana a las tres. No hay mucho tiempo para pensar, pero ¿te va bien? Yo me acomodaré a tus horarios. He de llamarle ahora mismo.

Mañana me había citado con Lynn a las tres, y no quería cambiarlo.

—Hoy es perfecto —dije a Ken.

—Estoy seguro de que vas viendo las noticias sobre ese tal Cooper. Cinco personas muertas porque las acciones de Gen-stone se fueron al traste.

—Seis —le corregí—. Su mujer también fue una víctima de él.

—Sí, tienes razón. Bien, llamaré a Holden, le diré que iremos después, preguntaré cómo se va a su casa y vuelvo a llamarte.

Ken telefoneó unos minutos después. Apunté la dirección y el número de teléfono de Dennis Holden, terminé de secarme el pelo, me apliqué una leve capa de maquillaje, elegí un traje pantalón azul acero (otra de mis compras de rebajas del verano pasado) y me marché.

Teniendo en cuenta todo lo que había averiguado sobre Ned Cooper, miré a mi alrededor con mucha cautela cuando abrí la puerta exterior. Estos edificios antiguos tienen portales altos y estrechos, lo cual significa que si alguien quisiera apuntar, sería un blanco muy fácil. Pero el tráfico avanzaba con celeridad. Había bastante gente andando por la acera, y no vi a nadie sentado en los coches aparcados delante de casa. No parecía existir ningún peligro.

Aun así, bajé corriendo la escalera y caminé a buen paso hasta mi garaje, a tres manzanas de distancia. Mientras andaba, me mezclé entre la gente de la calle, sintiéndome culpable en todo momento. Si Ned Cooper me tenía a tiro, estaba exponiendo a otros al peligro.

El aeropuerto del condado de Westchester está situado en el límite de Greenwich, el pueblo que había visitado menos de veinticuatro horas antes, y al que volvería mañana con Casey para cenar con sus amigos. Sabía que el aeropuerto había empezado siendo un soñoliento campo de aviación creado para la comodidad de los ricos residentes de la zona circundante. Ahora, sin embargo, era una terminal importante, elegida por miles de viajeros, incluyendo gente que no se contaba entre los privilegiados de la sociedad.

Dominick Salvio se encontró conmigo en el vestíbulo de la terminal a las dos y cuatro minutos. Era un hombre corpulento de cándidos ojos castaños y sonrisa fácil. Tenía el aire de una persona que sabía muy bien quién era y adonde iba. Le di mi tarjeta y le expliqué que respondía al nombre de Carley.

—Marcia DeCarlo y Dominick Salvio se han convertido en Carley y Sal —comentó—. Vivir para ver.

Como sabía que los segundos volaban, no perdí ni un momento y fui al grano. Me sinceré por completo con él. Le dije que estaba haciendo el reportaje y que había conocido a Nick Spencer. Después, le expliqué en pocas palabras mi relación con Lynn. Le dije que no creía bajo ningún concepto que Nick Spencer hubiera sobrevivido al accidente y estuviera escondido en Suiza, burlándose del mundo.

En ese momento, Carley y Sal se hermanaron.

—Nick Spencer era un príncipe —dijo Sal—. No había nadie mejor que ese hombre. Me gustaría poner las manos encima a todos esos mentirosos que le acusan de ser un estafador. Les ataría los pies con la lengua.

—Estamos de acuerdo —dije—, pero lo que necesito saber, Sal, es cómo estaba Nick cuando subió al avión aquel día. Ya sabes que solo tenía cuarenta y dos años, pero todo lo que descubro sobre él, en especial lo ocurrido durante los últimos meses, parece sugerir que se encontraba sometido a una presión tremenda. Hasta hombres tan jóvenes como él sufren ataques al corazón, que te matan antes de que puedas reaccionar.

—Te escucho, y es posible que sucediera eso. Lo que me vuelve loco es que hablan como si Nick Spencer fuera un piloto aficionado. Era bueno, muy bueno, y listo. Había volado en cantidad de tormentas, y sabía apañárselas… a menos que le alcanzara un rayo, y eso es duro para cualquiera.

—¿Le viste o hablaste con él antes de que despegara?

—Siempre me ocupo yo de su avión. Le vi.

—Sé que Lynn le dejó aquí. ¿La viste?

—La vi. Estaban sentados a la mesa de la cafetería más cercana a los aviones privados. Después, le acompañó hasta el avión.

—¿Les viste en plan afectuoso? —Vacilé, y luego me lancé de cabeza—. Sal, es importante saber cuál era el estado mental de Nick Spencer. Si estaba disgustado o distraído por algo que hubiera ocurrido entre ellos, pudo afectar a su estado físico o su concentración.

Sal desvió la vista. Intuí que estaba sopesando sus palabras, no tanto para ser cauteloso como para ser sincero. Consultó su reloj. El tiempo que me había concedido se agotaba a toda prisa.

—Carley —dijo por fin—, esos dos nunca fueron felices juntos, te lo aseguro.

—¿Observaste algo especial en su comportamiento aquel día? —insistí.

—¿Por qué no hablas con Marge? Es la camarera de la cafetería que les atendió.

—¿Está aquí hoy?

—Trabaja fines de semana largos, de viernes a lunes. Ahora está.

Sal me tomó del brazo y me acompañó hasta la cafetería.

—Esa es Marge —dijo, y señaló a una mujer con aspecto de matrona, adentrada en la sesentona. Llamó su atención y se acercó a nosotros, sonriente.

La sonrisa desapareció cuando Sal le contó el motivo de mi presencia.

—El señor Spencer era un hombre muy bueno —dijo—, y su primera esposa una mujer adorable. Pero la otra era fría como un pez. Aquel día debió disgustarle enormemente. Diré en su favor que se estaba disculpando, pero me di cuenta de que él se había puesto hecho una furia. No oí lo que estaban diciendo, pero era algo acerca de que ella había cambiado de opinión sobre lo de acompañarle hacia Puerto Rico, y él dijo que, de haberlo sabido antes, se habría llevado a Jack. Jack es el hijo del señor Spencer.

—¿Bebieron o comieron algo? —pregunté.

—Ambos tomaron té helado. Escuche, es una suerte que ni ella ni Jack subieran a ese avión. Pero es una pena que el señor Spencer no tuviera tanta suerte.

Di las gracias a Marge y crucé la terminal con Sal.

—Le dio un gran beso delante de todo el mundo cuando se separaron —dijo el hombre—. Había imaginado que el pobre hombre vivía un matrimonio feliz, pero ya has oído lo que acaba de decir Marge. Quizá estaba muy disgustado, y tal vez afectó a su buen juicio. Le puede pasar al mejor piloto. Supongo que nunca lo sabremos.