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El sábado por la mañana dormí hasta las ocho; cuando desperté me sentí mejor en el sentido de que había sido una semana atareada y emocional, y necesitaba descansar. Tenía la cabeza despejada, pero eso no me ayudaba a sentirme mejor respecto a lo que había averiguado. Estaba llegando a una conclusión que, con todo mi corazón, deseaba que fuera errónea.

Mientras preparaba café, encendí el televisor para ver las noticias, y me enteré de los asesinatos que habían dejado cinco muertos durante los últimos días.

Después, oí la palabra «Gen-stone», y escuché con creciente horror los detalles de la tragedia. Oí que Ned Cooper, residente en Yonkers, había vendido su casa de Greenwood Lake sin que su mujer lo supiera e invertido el dinero en Gen-stone. Averigüé que ella había muerto en un accidente el día que se enteraron de que sus acciones no valían nada.

Una foto de Cooper apareció en la pantalla. Le conozco, pensé. ¡Le conozco! Le he visto en algún sitio hace poco. ¿Fue en la asamblea de accionistas?, me pregunté. Era posible, pero no estaba segura.

El locutor dijo que la difunta esposa de Cooper había trabajado en el hospital de St. Ann en Mount Kisco, y que él había sido tratado de problemas psiquiátricos allí durante años, aunque de manera intermitente.

El hospital de St. Ann. ¡Fue allí donde lo vi! Pero ¿cuándo? Estuve en St. Ann tres veces: el día después del incendio, unos días más tarde y cuando hablé con la directora del pabellón de curas paliativas.

Apareció el escenario de los hechos en Greenwood Lake, acordonado por la policía.

—La casa de Cooper se alzaba entre los hogares de los Harnik y la señora Schafley —estaba diciendo el locutor—. Según los vecinos, estuvo aquí hace dos días y acusó a las víctimas de conspirar para deshacerse de él, sabiendo que su esposa no le habría permitido vender la casa si la hubieran alertado de sus planes.

A continuación, apareció el escenario de los hechos en Yonkers.

—El hijo de Elva Morgan contó entre lágrimas a la policía que su madre tenía miedo de Ned Cooper, y le había dicho que debía dejar libre el apartamento el 1 de junio.

Durante toda la transmisión, la foto de Cooper ocupaba un rincón de la pantalla. Seguí estudiándola. ¿Cuándo le había visto en St. Ann?, me pregunté.

El presentador continuó.

—Hace tres noches, Cooper fue el penúltimo cliente de la farmacia Brown, antes de que cerrara. Según William Garret, un estudiante universitario que estaba detrás de él en la caja registradora, Cooper había comprado varias pomadas y ungüentos para su mano derecha quemada, y se puso nervioso cuando la dependienta, Peg Rice, le preguntó por ella. Garret afirma sin la menor duda que Cooper estaba sentado en su coche delante de la tienda cuando él salió de la farmacia, a las diez en punto.

¡Su mano derecha quemada! ¡Cooper tenía una quemadura en la mano derecha!

Vi a Lynn en el hospital por primera vez el día después del incendio. Un reportero de Channel 4 me entrevistó, pensé. Fue allí donde vi a Cooper. Estaba observándome. Estoy segura.

¡Su mano derecha quemada!

Algo me decía que le había visto otra vez, pero supuse que ahora no era importante. Conocía a Judy Miller, una de las productoras de Channel 4, y la telefoneé.

—Judy, creo recordar que vi a Ned Cooper en la puerta del hospital de St. Ann el día después de que ardiera la mansión de los Spencer —le dije—. ¿Guardas todavía los descartes de mi entrevista del 22 de abril? Tal vez aparezca Cooper en ellos.

Después, llamé a la oficina del fiscal del distrito del condado de Westchester y pedí que me pusieran con el detective Crest, de la brigada antipirómanos.

—Preguntamos en el servicio de urgencias de St. Ann —dijo cuando le expliqué por qué llamaba—, y Cooper no fue tratado allí, pero le conocían bien en el hospital. Quizá no pasó por urgencias. Te informaremos de lo que averigüemos, Carley.

Fui cambiando de canal, y reuní diversas informaciones sobre Cooper y su mujer, Annie. Decían que se le había partido el corazón cuando él vendió la casa de Greenwood Lake. Me pregunté hasta qué punto habría contribuido a su accidente la noticia de que las acciones de Gen-stone no valían nada ¿Era una simple coincidencia que el anuncio se hubiera producido el día de su muerte?

A las nueve y media, Judy volvió a llamarme.

—Tenías razón, Carley. La cámara enfoca a Ned Cooper frente al hospital el día que te entrevistamos.

A las diez, llamó el detective Crest.

—El doctor Ryan, de St. Ann, vio a Cooper en el vestíbulo el martes por la mañana, el 22, y advirtió una grave quemadura en la mano. Cooper afirmó que se había quemado con los fogones. El doctor Ryan le extendió una receta.

Me sentía fatal por las víctimas de Cooper, pero al mismo tiempo sentía pena por el asesino. A su trágica manera, su mujer y él también habían sido víctimas del fracaso de Gen-stone.

Pero había otra persona que ya no podía seguir siendo víctima de las circunstancias.

—Marty Bikorsky no prendió fuego a la casa de los Spencer —dije al detective Crest.

—Extraoficialmente, vamos a reabrir la investigación —contestó—. Habrá una declaración a última hora de la mañana.

—Que sea oficial —repliqué—. ¿Por qué no dejar claro que Martin Bikorsky es inocente?

A continuación, llamé a Marty. Había estado viendo las noticias y hablando con su abogado. Percibí la esperanza y el entusiasmo en su voz.

—Carley, este chiflado tiene una quemadura en la mano. Al menos, existirán dudas razonables en mi juicio. Eso me ha dicho mi abogado. Oh, Dios, Carley, ¿sabes lo que esto significa?

—Sí.

—Te has portado de maravilla, pero debo decirte que me alegro de no haber admitido a la policía que estuve en Bedford la noche del incendio. Mi abogado todavía opina que les habría servido en bandeja mi culpabilidad.

—Yo también me alegro de que no lo hicieras, Marty —contesté.

Lo que no le dije fue que mis motivos eran diferentes de los suyos. Quería hablar con Lynn antes de que se supiera que había un coche aparcado dentro de la finca.

Convinimos en seguir en contacto, y luego formulé la pregunta que más temía.

—¿Cómo está Maggie?

—Come mejor, y eso le proporciona cierta energía. Quién sabe, tal vez la conservemos más tiempo del que dicen los médicos. Seguimos rezando para que se obre un milagro. No olvides rezar por ella tú también.

—Ni lo dudes.

—Porque si consigue aguantar, tal vez encuentren la cura algún día.

—Estoy segura, Marty.

Cuando colgué el teléfono, me acerqué a la ventana y miré fuera. No gozo de una gran vista desde mi apartamento. Veo la hilera de casas reconvertidas al otro lado de la calle, pero ya no las veía. Mi mente estaba invadida por la imagen de Maggie, a sus cuatro años, y el terrible pensamiento de que, por pura codicia, algunas personas habían puesto trabas al desarrollo de la vacuna contra el cáncer.