Fui la primera en llegar a las oficinas del Wall Street Weekly el viernes por la mañana. Ken, Don y yo habíamos quedado a las ocho para repasar todo, antes de mi cita de las nueve y media con Adrian Garner. Llegaron al cabo de pocos minutos, y provistos de cafés entramos en el despacho de Ken y fuimos al grano. Creo que todos opinábamos que el ritmo de los acontecimientos había cambiado, y no solo porque Gen-stone había cerrado sus puertas. Todos sabíamos instintivamente que los acontecimientos se estaban precipitando, y que necesitábamos controlarlos.
Empecé contándoles mi visita al hospital cuando me enteré de que Vivian Powers estaba ingresada, y describí su estado. Después, resultó que también Ken y Don estaban enfocando la investigación desde una perspectiva nueva, pero con conclusiones muy diferentes de las mías.
—Veo desarrollarse una historia que empieza a tener sentido —explicó Ken—, y no es muy bonita. El doctor Celtavini me telefoneó ayer por la tarde y me preguntó si podíamos vernos anoche en su casa. —Nos miró, hizo una pausa y continuó—. El doctor Celtavini está bien relacionado con la comunidad científica de Italia. Hace días recibió un soplo acerca de varios laboratorios sufragados por una fuente desconocida, y que parecen seguir diferentes fases de la investigación de Gen-stone sobre la vacuna contra el cáncer.
Le miré.
—¿Qué fuente desconocida sufragaría eso?
—Nicholas Spencer.
—¡Nicholas Spencer!
—No es el nombre que utiliza allí, por supuesto. De ser cierto, debe significar que Spencer está utilizando el dinero de Gen-stone para financiar la investigación en laboratorios diferentes. Después, finge su desaparición. Gen-stone va a la bancarrota. Nick se consigue una nueva identidad, quizá una cara nueva, y se convierte en propietario único de la vacuna. Tal vez la vacuna es prometedora, después de todo, y falsificó aposta los resultados para destruir la empresa.
—¿Es posible que le hayan visto en Suiza, pues? —me pregunté en voz alta. No puedo creerlo, pensé. No puedo creerlo, así de sencillo.
—Estoy empezando a pensar que no solo es posible, sino probable… —empezó Ken.
—Pero, Ken —protesté, y le interrumpí—. Estoy segura de que Vivian Powers cree que Nicholas Spencer está muerto. Y creo que su relación iba muy en serio.
—Carley, has dicho que estuvo desaparecida cinco días, pero el médico dice que no estuvo en el coche tanto tiempo, porque es imposible. Bien, ¿qué pasó? Hay un par de respuestas a todo eso. O es una gran actriz o, por aventurado que parezca, tiene una personalidad disociativa. Eso explicaría las pérdidas de conciencia y la regresión a los dieciséis años.
Empezaba a sentirme como una voz que clamara en el desierto.
—Yo traigo una teoría muy diferente —dije—. Empecemos desde otro punto de vista, ¿de acuerdo? Alguien robó las notas del doctor Spencer que guardaba el doctor Broderick. Alguien robó las radiografías y la resonancia magnética de la hija de Caroline Summers. Si hay que creer a Vivian, la carta que Caroline Summers escribió a Nick desapareció, y nunca se envió la respuesta que Caroline debía recibir. Vivian me dijo que una de las administrativas se encargaba de ese cometido. Fue muy firme al respecto.
Me estaba animando.
—Vivian también dijo que, después de que desaparecieran las notas del doctor Spencer, Nick Spencer se volvió muy reservado sobre sus citas y desaparecía de la oficina varios días seguidos.
—Carley, creo que me estás dando la razón —dijo con placidez Ken—. Ha salido a la luz que hizo dos o tres viajes a Europa entre mediados de febrero y el cuatro de abril, cuando su avión se estrelló.
—Pero tal vez Nicholas Spencer estaba empezando a sospechar que alguien de su propia empresa le estaba traicionando —dije—. Escúchame. La sobrina de veinte años de la doctora Kendall, Laura Cox, trabajaba como administrativa en Gen-stone. Me lo dijo ayer Betty, la recepcionista. Le pregunté si era cosa sabida que estaban emparentadas, y me dijo que no. Dijo que un día comentó a Laura Cox que se llamaba igual que la doctora Kendall, y la respuesta fue «Me lo pusieron por ella. Es mi tía». Pero después, se preocupó mucho y rogó a Betty que no se lo dijera a nadie. Al parecer, la doctora Kendall no quería que se conociera su relación.
—¿En qué la iba a perjudicar? —preguntó Don.
—Betty me dijo que una de las normas de la empresa era no aceptar a familiares de sus empleados. La doctora Kendall lo sabía.
—Las empresas de investigación médica no creen en dejar que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha —dijo Don para manifestar su acuerdo—. Al permitir que su sobrina entrara como administrativa, la doctora Kendall estaba quebrantando las normas. Pensaba que era más profesional que todo eso.
—Me dijo que trabajó en el Centro de Investigaciones Hartness antes de Gen-stone —dije—. ¿Qué reputación tenía allí?
—Lo investigaré.
Ken tomó nota en su libreta.
—De paso, recuerda que todo lo que has dicho sobre Nicholas Spencer, que arruinó a su empresa a propósito para quedarse con la vacuna, podría aplicarse a alguien más.
—¿A quién?
—A Charles Wallingford, para empezar. ¿Qué sabes sobre él?
Ken se encogió de hombros.
—Sangre azul. No muy eficaz, pero sangre azul a fin de cuentas, y muy orgulloso de ello. Su antepasado fundó la fábrica de muebles como gesto filantrópico para dar empleo a inmigrantes, pero era un hombre de negocios extraordinario. La fortuna familiar declinó en otras parcelas, como ocurre a veces, pero el negocio de muebles era muy sólido. El padre de Wallingford lo expandió. Luego, cuando murió, Charles tomó las riendas y lo arruinó.
—Ayer, cuando estuve en la oficina de Gen-stone, su secretaria se mostró indignada porque sus hijos le demandaran por la venta de la empresa.
Don Carter parecía imperturbable, pero sus ojos se abrieron de par en par ante aquella información.
—Muy interesante, Carley. Vamos a ver qué puedo averiguar al respecto.
Ken estaba haciendo garabatos otra vez. Confié en que fuera una señal de que olfateaba la posibilidad de otra teoría para lo sucedido en Gen-stone.
—¿Has podido averiguar el nombre del paciente que estuvo en el pabellón de curas paliativas de St. Ann? —le pregunté.
—Mi contacto del hospital está en ello. —Hizo una mueca—. Supongo que el nombre del tipo ya habrá aparecido en las páginas necrológicas.
Consulté mi reloj.
—He de irme. Que Dios me perdone si hago esperar al poderoso Adrian Garner. Quizá se ablande y me hable del plan de rescate que Lowell Drexel insinuó ayer.
—Déjame adivinar qué es —sugirió Don—. Con gran fanfarria, el departamento de relaciones públicas de Garner va a anunciar que Garner Pharmaceuticals se quedará con Gen-stone, y como gesto de buena voluntad hacia empleados y accionistas, pagarán ocho o diez centavos por dólar de las cantidades que han perdido. Anunciarán que Garner Pharmaceuticals iniciará de nuevo la lucha interminable por erradicar la plaga del cáncer del universo, etcétera, etcétera, etcétera.
Me levanté.
—Te informaré de cómo van las cosas. Hasta luego.
Vacilé, pero reprimí las palabras que aún no estaba preparada para verbalizar: que Nick Spencer, vivo o muerto, tal vez hubiera sido víctima de una conspiración forjada dentro de su propia empresa, y que otras dos personas se habían visto implicadas en ella, el doctor Philip Broderick y Vivian Powers.
Las oficinas de Garner Pharmaceuticals se hallan en el edificio Chrysler, ese maravilloso monumento del viejo Nueva York situado en Lexington con la calle Cuarenta y dos. Llegué con diez minutos de adelanto, pero apenas había pisado la zona de recepción cuando me acompañaron al sanctasanctórum, el despacho privado de Adrian Garner. Por algún motivo, no me sorprendió ver a Lowell Drexel ya acomodado en él. Sí me sorprendió ver a la tercera persona que ocupaba el despacho: Charles Wallingford.
—Buenos días, Carley —dijo, en plan simpático—. Soy el invitado sorpresa. Teníamos una reunión más tarde, de modo que Adrian tuvo la amabilidad de invitarme a esta entrevista contigo.
De pronto, se materializó en mi mente la imagen de Lynn besando la cabeza de Wallingford y revolviendo su pelo, tal como su secretaria lo había descrito ayer. Creo que siempre había pensado de manera inconsciente que Wallingford era un cero a la izquierda, pero ahora esa imagen mental se reforzó. Si Lynn estaba liada con él, no cabía duda de que era porque quería otra muesca en su cinturón.
Inútil decir que el despacho de Adrian Garner era magnífico. Permitía la vista desde el río East hasta el Hudson, y abarcaba casi todo el centro de Nueva York. Tengo pasión por los muebles bonitos, y juraría que la mesa de biblioteca que dominaba la habitación era una auténtica pieza de Thomas Chippendale. Era un diseño Regencia, pero las cabezas de las figuras egipcias que remataban las columnitas del centro y los lados tenían el mismo aspecto del escritorio que había visto en una gira por museos de Inglaterra.
Me arriesgué y pregunté a Adrian Garner si estaba en lo cierto. Al menos, tuvo la elegancia de no aparentar sorpresa por mis conocimientos sobre muebles antiguos.
—Thomas Chippendale el Joven, señorita DeCarlo —observó.
Lowell Drexel fue el único que sonrió.
—Es usted muy observadora, señorita DeCarlo.
—Eso espero. Es mi trabajo.
Como en casi todas las oficinas de nuestros días, había una especie de sala de estar con un sofá y varias butacas, en un extremo de la estancia. Sin embargo, no fui invitada a dirigirme allí. Garner se sentó ante su escritorio de Thomas Chippendale el Joven. Drexel y Wallingford se habían acomodado en butacas de cuero formando un semicírculo de cara a él cuando entré en el despacho. Drexel me indicó que me sentara en la silla que había entre ambos.
Adrian Garner fue al grano de inmediato, algo que, estaba segura, hacía hasta en sueños.
—Señorita DeCarlo, no quería cancelar nuestra cita, pero ya comprenderá que nuestra decisión de cerrar Gen-stone ayer ha acelerado la necesidad de tomar otras decisiones que hemos estado debatiendo.
No iba a ser la entrevista en profundidad que yo había esperado.
—¿Puedo preguntar qué otras decisiones van a tomar, señor Garner?
Me miró a los ojos, y de repente tomé conciencia del formidable poder que emanaba de Adrian Garner. Charles Wallingford era cien veces más apuesto, pero Garner era la verdadera fuerza dinámica de esta habitación. Lo había notado en la comida de la semana pasada, y lo volví a sentir ahora, solo que con mucha más intensidad.
Garner miró a Lowell Drexel.
—Déjeme contestar a esa pregunta, señorita DeCarlo —dijo Drexel—. El señor Garner se siente profundamente comprometido con los miles de personas que invirtieron dinero en Gen-stone, debido a la anunciada decisión de Garner Pharmaceuticals de invertir mil millones de dólares en la empresa. El señor Garner no tiene la menor obligación legal de actuar así, pero ha hecho una oferta que esperamos sea aceptada de muy buen grado. Garner Pharmaceuticals dará a todos los empleados y accionistas diez centavos por cada dólar que perdieron por culpa del fraude y robo perpetrados en la empresa por Nicholas Spencer.
Era el discurso sobre el que Don Carter me había prevenido, con la leve variación de que Garner había delegado la responsabilidad de pronunciarlo en Lowell Drexel.
Le llegó el turno a Wallingford.
—El anuncio se hará el lunes, Carley. Por eso comprenderás que te pida aplazar tu visita a mi casa. Será un placer reunirme contigo en una fecha posterior, por supuesto.
En una fecha posterior ya no habrá reportaje, pensé. Los tres queréis que esta historia termine lo antes posible.
No estaba dispuesta a rendirme de buenas a primeras.
—Señor Garner, estoy segura de que la generosidad de su empresa será muy agradecida. Por lo que a mí respecta, supongo que en algún momento puedo esperar un cheque por dos mil quinientos dólares, en compensación por los veinticinco mil que perdí.
—Exacto, señorita DeCarlo —confirmó Drexel.
No le hice caso y seguí mirando a Adrian Garner. Él sostuvo mi mirada y asintió. Después, abrió la boca.
—Si eso es todo, señorita DeCarlo…
Le interrumpí.
—Señor Garner, me gustaría saber si usted cree que vieron a Nicholas Spencer en Suiza.
—Nunca hago comentarios para la prensa sin contar con datos precisos. En este caso, como debe saber, carezco de datos precisos.
—¿Tuvo ocasión de conocer a la ayudante de Nicholas Spencer, Vivian Powers?
—No. Todas mis entrevistas con Nicholas Spencer tuvieron lugar en esta oficina, no en Pleasantville.
Me volví hacia Drexel.
—Pero usted estaba en la junta, señor Drexel —insistí—. Vivian Powers era la ayudante personal de Nicholas Spencer. Se habrá encontrado con ella una o dos veces, como mínimo. Se acordaría de ella. Es una mujer muy guapa.
—Señorita DeCarlo, todos los ejecutivos que conozco tienen, como mínimo, una ayudante confidencial, y muchas son atractivas. No tengo por costumbre familiarizarme con ellas.
—¿Ni siquiera siente curiosidad por lo que le pasó?
—Tengo entendido que intentó suicidarse. He oído los rumores de que sostenía una relación sentimental con Spencer, de modo que tal vez el final de la relación, fuera cual fuese el modo, le provocó una grave depresión. Suele pasar. —Se levantó—. Señorita DeCarlo, tendrá que excusarnos. Hemos convocado una conferencia de prensa dentro de cinco minutos.
Creo que me habría sacado a rastras de la silla si hubiera intentado decir otra palabra. Garner no se molestó en levantar su trasero de la butaca.
—Adiós, señorita DeCarlo —dijo en tono risueño.
Wallingford me dio la mano y dijo algo sobre que me reuniera pronto con Lynn, porque necesitaba animarse. Después, Lowell Drexel me acompañó hasta la salida del sanctasanctórum.
La pared más ancha de la zona de recepción albergaba un mapamundi que testimoniaba el impacto global de Garner Pharmaceuticals. Monumentos famosos simbolizaban los países y lugares clave: las Torres Gemelas, la torre Eiffel, el Foro, el Taj Mahal, el palacio de Buckingham. Eran fotografías exquisitas, y transmitía a todos los que miraran el mensaje de que Garner Pharmaceuticals era una multinacional poderosísima.
Me detuve a mirarlo.
—Todavía duele mirar una foto de las Torres Gemelas. Supongo que siempre pasará lo mismo —dije a Lowell Drexel.
—Estoy de acuerdo.
Tenía la mano bajo mi codo. «Piérdete», era el mensaje. Había una foto en la pared, junto a la puerta, de lo que tomé por los peces gordos de Garner Pharmaceuticals. Si se me hubiera ocurrido dedicarles algo más que un vistazo fugaz, no me habrían concedido la oportunidad. Tampoco pude proveerme de los folletos de propaganda apilados sobre una mesa. Drexel me impelió hasta el pasillo, e incluso se quedó conmigo para asegurarse de que entraba en el ascensor.
Apretó el botón y pareció impacientarse cuando ninguna puerta se abrió como por arte de magia a su contacto. Entonces, llegó un ascensor.
—Adiós, señorita DeCarlo.
—Adiós, señor Drexel.
Era un ascensor expreso, y bajé como un cohete hasta el vestíbulo, esperé cinco minutos, y volví a subir en el mismo ascensor.
Esta vez entré y salí de las oficinas ejecutivas de Garner Pharmaceuticals en cuestión de segundos.
—Lo siento muchísimo —murmuré a la recepcionista—. El señor Garner me pidió que recogiera algunos folletos antes de marchar. —Le guiñé un ojo, de chica a chica—. No digas al gran hombre que me olvidé.
Era joven.
—Prometido —dijo con solemnidad mientras yo cogía los folletos.
Quería estudiar el cuadro de los mandamases de Garner reunidos, pero oí la voz de Charles Wallingford en el pasillo y me alejé a toda prisa. Esta vez, sin embargo, no fui al ascensor, sino que me escondí tras una esquina y esperé.
Un minuto después, me asomé con cautela y vi que Wallingford oprimía con impaciencia el botón de un ascensor. Caramba con la gran reunión en la sala de conferencias, Charles, pensé. Si hay una, tú no estás invitado.
Había sido, como mínimo, una mañana interesante.
Fue una noche todavía más interesante. En el taxi que me devolvía a la oficina, consulté los mensajes de mi móvil. Había uno de Casey. Anoche, cuando vino a mi apartamento, había opinado que era demasiado tarde para telefonear a los ex suegros de Nick Spencer, los Barlowe, a Greenwich. Pero ya había hablado con ellos esta mañana. Estarían en casa a las cinco, y me preguntaba si me iría bien ir a aquella hora. «Estoy libre esta tarde —terminaba Casey—, si quieres, te llevaré en mi coche. Puedo tomar una copa con Vince, que vive al lado, mientras tú estás con los Barlowe. Después, buscaremos un lugar donde cenar».
Me gustó mucho la idea. Hay cosas que no hace falta verbalizar, pero tuve la sensación, cuando había abierto la puerta a Casey anoche, de que todo había cambiado entre nosotros. Los dos sabíamos adonde nos dirigíamos, y a los dos nos alegraba.
Llamé un momento a Casey, confirmé que me recogería a las cuatro y volví al despacho para empezar a perfilar un borrador preliminar de la biografía de Nicholas Spencer. Tuve una gran idea para el titular: «¿Víctima o estafador?».
Miré una de las fotos más recientes de Nick, tomada poco antes del accidente, y me gustó lo que vi. Era un primer plano y captaba una mirada seria y pensativa, así como una boca firme, que no sonreía. Era el retrato de un hombre que parecía muy preocupado, pero digno de confianza.
Esa era la expresión: digno de confianza. No podía imaginar al hombre que tanto me había impresionado aquella noche en la cena, o al que ahora me estaba mirando sin pestañear a los ojos mientras contemplaba la fotografía, mintiendo, engañando, fingiendo su propia muerte en un accidente de aviación.
Esta idea me llevó a pensar en algo que yo había aceptado sin cuestionar. El accidente de avión. Sabía que Nick Spencer dio su posición al controlador aéreo de Puerto Rico tan solo minutos antes de que las comunicaciones se interrumpieran. Debido a la fuerte tormenta, la gente que le creía muerto daba por sentado que el avión había sido alcanzado por un rayo o atrapado por una ráfaga de viento huracanado. La gente que le creía vivo opinaba que había logrado saltar del avión antes del accidente que él mismo había provocado.
¿Existía otra explicación? ¿El mantenimiento del avión era correcto? ¿Había dado señales Spencer de estar enfermo antes de marcharse? La gente sometida a una gran presión, incluso hombres de cuarenta años, pueden sufrir ataques al corazón repentinos.
Descolgué el teléfono. Había llegado el momento de sostener una tranquila entrevista con mi hermanastra, Lynn. La llamé y dije que me gustaría ir a hablar con ella.
—Solo las dos, Lynn.
Estaba a punto de salir y se mostró impaciente.
—Carley, voy a pasar el fin de semana en la casa de invitados de Bedford. ¿Quieres subir el domingo por la tarde? Allí estaremos tranquilas, y tendremos mucho tiempo para hablar.