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La cuestión no era si la policía volvería. Lo que preocupaba a Ned era cuándo volverían. Pensó en ello todo el día. Su rifle estaba a buen recaudo, pero si venían con una orden de registro de su furgoneta, seguramente encontrarían rastros del ADN de Peg. Había sangrado un poco cuando su cabeza golpeó contra el tablero de instrumentos.

Después, seguirían buscando hasta encontrar el rifle. La señora Morgan les diría que iba con mucha frecuencia a la tumba. A la larga lo descubrirían.

A las cuatro decidió que ya no esperaría más.

El cementerio estaba desierto. Se preguntó si Annie se sentía tan sola sin él como él sin ella. La tierra estaba tan embarrada que fue fácil desenterrar el rifle y la caja de municiones. Después, se sentó sobre la tumba unos minutos. No le importó ensuciarse la ropa. Estar allí conseguía que se sintiera cerca de Annie.

Todavía tenía que ocuparse de algunas cosas (de algunas personas), pero en cuanto hubiera hecho lo que debía, la próxima vez que viniera aquí sería la última. Por un momento, Ned tuvo la tentación de hacerlo en aquel momento. Sabía cómo hacerlo. Quitarse los zapatos. Introducir el cañón del rifle en la boca y apretar el gatillo con un dedo del pie.

Se puso a reír, y recordó que lo había hecho una vez, con el rifle descargado, solo para tomar el pelo a Annie. Ella había chillado, con los ojos anegados en lágrimas. Se precipitó hacia él y le estiró del pelo. No le había dolido. Al principio se había reído, pero después se sintió mal porque ella estaba muy disgustada. Annie le quería. Era la única persona que le había querido en su vida.

Ned se levantó poco a poco. Volvía a tener la ropa tan sucia que, fuera donde fuese, sabía que la gente le miraría. Volvió a la furgoneta, envolvió el rifle en la manta y regresó al apartamento.

La señora Morgan sería la primera.

Se duchó, afeitó y cepilló el pelo. Después, sacó el traje azul oscuro del ropero y lo extendió sobre la cama. Annie se lo había regalado por su cumpleaños, cuatro años antes. Solo lo había utilizado un par de veces. Detestaba vestirse así. Pero ahora se lo puso, junto con una corbata y una camisa. Lo estaba haciendo por ella.

Se acercó a la cómoda, donde todo seguía tal como Annie lo había dejado. El estuche con las perlas que él le había regalado por Navidad estaba en el cajón superior. A Annie le habían encantado. Dijo que no debería haber gastado cien dólares en ellas, pero le gustaron. Cogió el estuche.

Oyó que la señora Morgan iba de un lado a otro en el piso de arriba. Siempre se quejaba de que él era muy desordenado. Se había quejado a Annie de lo que amontonaba en su parte del garaje. Se había quejado de su forma de vaciar la basura, diciendo que no ataba las bolsas, sino que se limitaba a tirarlas en los grandes contenedores que había junto a la casa. Atormentaba con frecuencia a Annie, y ahora que Annie había muerto, quería echarle.

Ned cargó el rifle y subió la escalera. Llamó con los nudillos a la puerta.

La señora Morgan abrió, pero sin quitar la cadena. Ned sabía que le tenía miedo, pero cuando le vio, sonrió.

—Caramba, Ned, qué guapo estás. ¿Te encuentras mejor?

—Sí. Y me voy a sentir aún mejor dentro de un momento.

Mantenía el rifle oculto, para que ella no pudiera verlo, con la puerta abierta tan solo unos centímetros.

—Estoy empezando a seleccionar las cosas del apartamento. Annie la apreciaba mucho y quiero que se quede con sus perlas. ¿Puedo entrar para dárselas?

Captó una mirada suspicaz en los ojos de la señora Morgan, y se dio cuenta de que estaba nerviosa por la forma de morderse el labio. Pero después, oyó la cadena al deslizarse.

Ned abrió la puerta de un codazo y la empujó hacia atrás. La mujer se tambaleó y cayó. Cuando apuntó el rifle, vio la expresión que deseaba en su cara, la expresión de que sabía que iba a morir, la expresión que había visto en la cara de Annie cuando corrió hacia el coche después de que el camión la arrollara.

Solo lamentó que la señora Morgan cerrara los ojos antes de disparar contra ella.

No la encontrarían hasta mañana, tal vez incluso pasado mañana. Eso le concedería tiempo para ocuparse de los demás.

Encontró el bolso de la señora Morgan y cogió las llaves del coche y el billetero. Contenía 126 dólares.

—Gracias, señora Morgan —dijo, mirándola—. Ahora puede quedarse con toda la casa.

Se sentía sereno y en paz. Oyó una voz en su cabeza que le daba instrucciones: «Ned, coge tu furgoneta y apárcala en algún sitio donde no puedan encontrarla por un tiempo. Después, coge el Toyota negro de la señora Morgan, tan pulcro y bonito, que nadie se dará cuenta».

Una hora después estaba conduciendo el Toyota manzana abajo. Había dejado la furgoneta en el aparcamiento del hospital, donde no llamaría la atención. La gente entraba y salía todo el día. Después, regresó a pie, miró al segundo piso de la casa y, cuando pensó en la señora Morgan, se sintió bien. En la esquina, paró en el semáforo. Vio por el espejo retrovisor que un coche aminoraba la velocidad al pasar delante de la casa, y luego vio que los detectives bajaban. Para hablar con él otra vez, imaginó Ned. O para detenerle.

Demasiado tarde, pensó Ned, cuando el semáforo se puso en verde y se dirigió hacia el norte. Todo lo que estaba haciendo, lo estaba haciendo por Annie. En su memoria, deseaba visitar las ruinas de la mansión que le había inspirado el sueño de comprarle una casa igual. Al final, el sueño se convirtió en una pesadilla que le había robado su vida, de modo que él había robado la vida de la mansión. Mientras conducía, experimentó la sensación de que estaba sentada a su lado.

—Mira, Annie —dijo, cuando paró delante de la mansión en ruinas—. Mira, me desquité. Tu casa ya no existe. La de ellos tampoco.

Después, se dirigió hacia Greenwood Lake, donde Annie y él se despedirían de los Harnik y la señora Schafley.