35

La llegada de los agentes puso fin a nuestra conversación, de manera que no me quedé mucho tiempo más con Allan Desmond. El detective Shapiro y el agente Klein estuvieron sentados con nosotros unos minutos, mientras reconstruíamos los hechos tal como los conocíamos. Vivian había ido a casa de una amiga y cogido su coche. Algo la había asustado lo bastante para salir huyendo de casa, pero al menos había llegado hasta la vivienda de su vecina sana y salva. Sabía que, cuando el padre de Vivian y yo vimos a Shapiro y Klein acercarse a nuestra mesa, los dos temimos que fueran portadores de malas noticias. Al menos, ahora había esperanza.

Vivian me había llamado alrededor de las cuatro de la tarde del viernes para decir que creía saber quién se había apoderado de las notas del doctor Broderick. Según Allan Desmond, su hermana Jane había intentado telefonearla a las diez de aquella noche, y al no recibir respuesta, supuso, esperanzada, que tenía planes. Por la mañana, el vecino que paseaba al perro observó que la puerta principal estaba abierta.

Pregunté si consideraban posible que Vivian hubiera visto u oído a alguien en la parte posterior de la casa y escapado por el frente, y que tal vez hubiera derribado la lámpara y la mesa en su precipitada huida.

La respuesta de Shapiro fue que todo era posible, incluida su primera reacción, que la desaparición era un montaje. Según esa teoría, el hecho de que Vivian se marchara con el coche de su vecina no reducía en absoluto dicha posibilidad.

Me di cuenta de que el comentario de Shapiro enfurecía a Allan Desmond, pero no dijo nada. Como los Bikorsky, agradecidos de que su hija pudiera ver otra Navidad, se sentía agradecido de que su hija se hubiera ido por voluntad propia.

Había calculado que existía un noventa por ciento de posibilidades de que me llamaran la señora Broderick o la señora Ward, la recepcionista, para decirme que no fuera a Caspien, pero como no fue así, dejé a Allan Desmond con los investigadores, después de acordar que seguiríamos en contacto.

Annette Broderick era una atractiva mujer de unos cincuenta y cinco años y cabello salpicado de gris. El ondulado natural suavizaba sus facciones angulosas. Cuando llegué, sugirió que subiéramos a la vivienda instalada sobre la consulta.

Era una casa antigua maravillosa, con habitaciones espaciosas, techos altos, molduras en forma de corona y suelos de roble pulido. Nos sentamos en el estudio. El sol entraba a raudales y aumentaba la comodidad de la habitación, ya de por sí acogedora con su pared de librerías y el sofá inglés de respaldo alto.

Me di cuenta de que había pasado toda la semana en compañía de gente que estaba en el límite, temerosa de lo que la vida les estaba deparando. Los Bikorsky, Vivian Powers y su padre, los empleados de Gen-stone, cuyas vidas y esperanzas habían saltado en pedazos. Toda esta gente vivía bajo una gran tensión, y no podía quitármela de la cabeza.

Se me ocurrió que la única persona por la que debería preocuparme, pero ni pensaba en ella, era mi hermanastra, Lynn.

Annette Broderick me ofreció café, que rechacé, y un vaso de agua, que acepté. Se trajo un vaso para ella también.

—Philip está mejor —dijo—. Puede que tarde mucho tiempo, pero esperan que se recupere por completo.

Antes de que pudiera expresarle mi alegría, añadió:

—Para ser sincera, pensaba que su sugerencia de que lo ocurrido a Philip no era un accidente estaba un poco cogida por los pelos, pero ahora estoy empezando a replantearme la cuestión.

—¿Por qué? —pregunté.

—Me he apresurado demasiado —explicó—. Es que, cuando empezó a salir del coma, intentó decirme algo. Lo único que conseguí comprender fue «el coche giró». La policía cree, debido a una marca de neumático, que el coche que le arrolló tal vez venía en dirección contraria, después de dar media vuelta.

—¿La policía cree que su marido tal vez fue atropellado de forma deliberada?

—No, creen que fue un conductor borracho. Han tenido muchos problemas en la zona con menores de edad que beben o fuman hierba. Creen que alguien iba en dirección contraria, dio media vuelta y no vio a Phil hasta que fue demasiado tarde. ¿Por qué sigue insistiendo en que no fue un accidente, Carley?

Escuchó mientras yo le hablaba de la carta desaparecida de Caroline Summers a Nick Spencer, y del robo de las radiografías de su hija, no solo las del doctor Broderick sino también las del hospital de Caspien y el hospital de Ohio.

—¿Quiere decir que alguien dio crédito a lo que debía considerarse una cura milagrosa? —preguntó con incredulidad.

—No lo sé, pero sospecho que alguien pensó que las antiguas notas del doctor Spencer eran lo bastante prometedoras como para robarlas, y que el doctor Broderick podía identificar a esa persona. Con toda la publicidad suscitada en torno a Nicholas Spencer, su marido debió convertirse en un riesgo.

—Dice que recogieron las radiografías en el hospital de Caspien y una copia de la resonancia magnética en el de Ohio. ¿Las recogió la misma persona?

—He investigado eso. Los empleados no se acuerdan, pero ambos están seguros de que la persona que afirmaba ser el marido de Caroline Summers carecía de rasgos distintivos. Por otra parte, si no me equivoco, el doctor Broderick recuerda con claridad al hombre que vino a buscar las notas del doctor Spencer.

—Yo estaba en casa aquel día, y eché un vistazo por la ventana cuando aquel hombre, fuera quien fuese, subió a su coche.

—No sabía que le había visto —dije—. El doctor no lo mencionó. ¿Le reconocería?

—De ninguna manera. Era noviembre, y llevaba subido el cuello del abrigo. Ahora que lo pienso, tuve la impresión de que tenía reflejos castañorojizos en el pelo. Se ponen naranja cuando les da el sol.

—El doctor Broderick no me lo dijo cuando hablé con él.

—Son cosas que no suele comentar, sobre todo si no está seguro.

—¿El doctor Broderick ha empezado a hablar del accidente?

—Lo tienen muy sedado, pero cuando está lúcido, quiere saber qué le ocurrió. Hasta el momento, parece que no recuerda nada más que lo que intentó decirme cuando salió del coma.

—Por lo que el doctor Broderick me contó, llevó a cabo algunas investigaciones con el doctor Spencer, por eso Nick Spencer dejó las notas antiguas aquí. ¿Hasta qué punto trabajó el doctor Broderick con el padre de Nick?

—Carley, mi marido no debió conceder mucha importancia a su trabajo con el doctor Spencer, pero la verdad es que estaba muy interesado en la investigación, y opinaba que el doctor Spencer era un genio. Ese fue uno de los motivos por los que Nick dejó a su cuidado las notas. Philip abrigaba la intención de proseguir algunas de las investigaciones, pero se dio cuenta de que iba a ocuparle demasiado tiempo, y lo que era una obsesión para el doctor Spencer era una simple afición para él. No olvide que, en aquel tiempo, Nick estaba planeando dedicarse al negocio de los suministros médicos, no a la investigación, pero hará unos diez años, cuando empezó a estudiar las notas de su padre, comprendió que se hallaba en la pista de algo, tal vez tan importante como una cura para el cáncer. Por lo que mi marido me comentó, las pruebas preclínicas eran muy prometedoras, al igual que la fase uno, en la que trabajaron con sujetos sanos. Fue durante experimentos posteriores cuando las cosas empezaron a torcerse. Lo cual te impele a preguntar por qué alguien querría robar las notas del doctor Spencer.

Meneó la cabeza.

—Carley, estoy agradecida de que mi marido continúe con vida.

—Yo también —dije con vehemencia.

No quería decir a esta mujer tan amable que si el doctor Broderick había sido la víctima deliberada de un atropello, yo me sentía responsable de ello. Aunque tal vez no estuviera relacionado, el hecho de que después de hablar con él me fuera directamente a la oficina de Gen-stone en Pleasantville y empezara a hacer preguntas sobre un hombre de pelo castaño rojizo, y al día siguiente el doctor Broderick terminara en el hospital, se me antojaba una coincidencia excesiva.

Era hora de marcharme. Di las gracias a la señora Broderick por recibirme y me aseguré una vez más de que tuviera mi tarjeta con el número del móvil. Cuando me fui, sé que todavía no estaba convencida de que habían atentado contra la vida de su marido, pero casi era mejor así. Permanecería ingresado en el hospital varias semanas, como mínimo, y estaría a salvo. Para cuando saliera, yo estaba decidida a contar con varias respuestas.

Si el humor en Gen-stone era sombrío cuando estuve allí la última vez, la atmósfera de esta visita era decididamente lúgubre. Estaba claro que la recepcionista había llorado hacía poco. Dijo que el señor Wallingford había pedido que pasara a verle antes de hablar con ninguno de sus empleados. La mujer llamó a su secretaria para anunciarme.

—Veo que está disgustada —dije cuando colgó—. Espero que no sea nada irreparable.

—Me han despedido esta mañana —dijo—. Cierran las puertas esta tarde.

—Lo siento muchísimo.

El teléfono sonó y lo descolgó. Creo que debía ser un reportero, porque dijo que no estaban permitidos los comentarios y derivaba todas las llamadas al abogado de la empresa.

Cuando colgó el teléfono, la secretaria de Wallingford no se hallaba muy lejos. Me habría gustado hablar más rato con la recepcionista, pero no era posible. Recordaba el nombre de la secretaria del día anterior.

—Es la señora Rider, ¿verdad? —pregunté.

Era el tipo de mujer al que mi madre habría calificado de anodina. Su traje azul marino, las medias color tostado y los zapatos de tacón bajo iban a juego con su pelo castaño corto y la falta total de maquillaje. Su sonrisa era educada pero desinteresada.

—Sí, señorita DeCarlo.

Todas las puertas de los despachos estaban abiertas, y eché un vistazo a su interior mientras la seguía. Todos parecían vacíos. Todo el edificio parecía vacío, y pensé que, si gritara, oiría el eco. Intenté entablar conversación con la secretaria.

—Siento que vayan a cerrar la empresa. ¿Sabe qué va a hacer?

—No estoy segura —contestó.

Imaginé que Wallingford le había advertido de que no hablara conmigo, lo cual la hacía mucho más interesante, claro está.

—¿Desde cuándo trabaja para el señor Wallingford? —pregunté en tono indiferente.

—Diez años.

—Ya estaba con él cuando era el propietario de la fábrica de muebles, por lo tanto.

—Sí.

La puerta del despacho de Wallingford estaba cerrada. Conseguí forzar una pregunta más, en busca de información.

—Entonces, debe de conocer a sus hijos. Quizá estaban en lo cierto cuando se opusieron a que vendiera el negocio familiar.

—Eso no les daba derecho a demandarle —replicó indignada, mientras llamaba a la puerta con una mano y la abría con la otra.

Una información suculenta, pensé. ¡Sus hijos le demandaron! ¿Por qué?, me pregunté.

Estaba claro que a Charles Wallingford no le hizo ninguna gracia verme, pero intentó disimularlo. Se levantó cuando entré en el despacho, y vi que no estaba solo. Había un hombre sentado al otro lado de su mesa. Se levantó también y dio media vuelta cuando Wallingford me saludó, y tuve la impresión de que me inspeccionaba con mucho detenimiento. Calculé que tendría unos cuarenta y cinco años y mediría un metro setenta y cinco, de pelo gris y ojos color avellana. Al igual que Wallingford y Adrian Garner, tenía porte autoritario, y no me sorprendí cuando me lo presentaron como Lowell Drexel, miembro de la junta directiva de Gen-stone.

Lowell Drexel. Había oído el nombre hacía poco. Entonces, recordé dónde. Durante la comida, Wallingford había comentado en tono jocoso a Adrian Garner que el accionista que afirmaba haber visto a Nick Spencer en Suiza había pedido empleo a Drexel.

La voz de Drexel carecía de la menor calidez.

—Señorita DeCarlo, tengo entendido que le han encargado la poco envidiable tarea de escribir un reportaje sobre Gen-stone para el Wall Street Weekly.

—De contribuir a un reportaje —le corregí—. Estamos trabajando tres personas en equipo. —Miré a Wallingford—. Me he enterado de que cierran hoy. Lo lamento.

Asintió.

—Esta vez, no tendré que preocuparme por encontrar un lugar nuevo en el que invertir mi dinero —dijo en tono sombrío—. Aunque lo siento por nuestros empleados y accionistas, deseo que sean capaces de comprender que, lejos de ser el enemigo, estamos en el mismo campo de batalla.

—Confío en que aún siga en pie nuestra cita del sábado —dije.

—Sí, por supuesto. —Desdeñó con un ademán la absurda sugerencia de que quizá quisiera cancelarla—. Quería explicar que, salvo algunas excepciones, como la recepcionista y la señora Rider, concedimos a nuestros empleados la posibilidad de quedarse hoy aquí o de ir a casa. Muchos se decantaron por marcharse de inmediato.

—Entiendo. Bien, es decepcionante, pero tal vez pueda conseguir algunos comentarios de los que se han quedado.

Confié en que mi expresión no desvelara mi sospecha de que el súbito cierre estaba relacionado con mi petición de venir a entrevistar a los empleados.

—Tal vez yo pueda contestar a sus preguntas, señorita DeCarlo —se ofreció Drexel.

—Tal vez, señor Drexel. Tengo entendido que trabaja en Garner Pharmaceuticals.

—Soy el jefe del departamento jurídico. Como quizá sepa ya, cuando mi empresa decidió invertir mil millones de dólares en Gen-stone, dependiendo de la aprobación de la FDA, pidieron al señor Garner que se integrara en la junta. En tales casos, delega el cargo en alguno de sus colaboradores más próximos.

—El señor Garner parece muy preocupado por el hecho de que Garner Pharmaceuticals comparta la mala prensa de Gen-stone.

—Está extremadamente preocupado, y puede que haga algo al respecto pronto, cosa de la que no me está permitido hablar hoy.

—¿Y si no hace nada?

—Los bienes de Gen-stone serán vendidos en subasta pública, y su producto distribuido entre los acreedores.

Hizo un vago ademán en dirección a la habitación, como si se refiriera al edificio y los muebles.

—¿Sería demasiado confiar en que, si se produce un anuncio oficial, mi revista obtendrá la exclusiva? —pregunte.

—Sería demasiado confiar, señorita DeCarlo.

Su leve sonrisa fue como una puerta que se me cerrara en las narices. Lowell Drexel y Adrian Garner eran un par de icebergs, decidí. Al menos, Wallingford aportaba un barniz de cordialidad.

Me despedí con un cabeceo de Drexel, di las gracias a Wallingford y salí de la habitación acompañada de la señora Rider. Se tomó el tiempo de cerrar la puerta a nuestra espalda.

—Aún permanecen en el edificio algunas telefonistas y administrativos, así como gente de mantenimiento —dijo—. ¿Por dónde quiere empezar?

—Creo que con los administrativos —dije. Intentó guiarme, pero me rezagué—. ¿Le importa que hable con usted, señora Rider?

—Preferiría que no se me citara.

—¿Ni siquiera un comentario sobre la desaparición de Vivian Powers?

—¿Desaparición o huida, señorita DeCarlo?

—¿Cree que Vivian fingió su desaparición?

—Yo diría que su decisión de quedarse después del accidente de avión es sospechosa. Yo misma observé que sacaba expedientes de la oficina la semana pasada.

—¿Por qué cree que se llevó documentación a casa, señora Rider?

—Porque quería estar absolutamente segura de que no había nada en los archivos que pudiera revelar el paradero del dinero. —La recepcionista había estado llorando, pero la señora Rider estaba furiosa—. Estará con Spencer en Suiza ahora, riéndose de todos nosotros. No es solo mi pensión lo que pierdo, señorita DeCarlo. Soy una más de los idiotas que invirtieron casi todos los ahorros de su vida en acciones de esta empresa. Deseo de todo corazón que Nick Spencer se matara en ese accidente de aviación. Su lengua podrida y obsequiosa estaría ardiendo en el fuego del infierno por toda la desdicha que ha causado.

Si deseaba saber cómo se sentía un empleado cualquiera, ya lo había conseguido. Su rostro se tiñó de púrpura.

—Espero que no imprima eso —dijo—. El hijo de Nicholas Spencer, Jack, venía con él a veces. Siempre se paraba a hablar conmigo. Ya sufrirá bastante sin tener que leer algún día lo que dije sobre su despreciable padre.

—¿Qué opinaba de Nicholas Spencer antes de que sucediera todo esto? —pregunté.

—Lo que todo el mundo, que no tocaba con los pies en el suelo.

Era el mismo comentario que había hecho Allan Desmond al describir la reacción de Vivian ante Nicholas Spencer. La misma reacción que yo había experimentado.

—Extraoficialmente, señorita Rider, ¿qué opinaba de Vivian Powers?

—No soy estúpida. Me di cuenta de que nacía una relación entre ella y Nicholas Spencer. Creo que algunos nos dimos cuenta antes que él. Nunca entenderé qué vio en la mujer con la que se casó. Lo siento, señorita DeCarlo. Me han dicho que es su hermanastra, pero siempre que venía, cosa que no sucedía a menudo, nos trataba a todos como si no existiéramos. Entraba en el despacho del señor Wallingford sin ni siquiera saludarme, como si tuviera todo el derecho del mundo a interrumpirle.

Lo sabía, pensé. Había algo entre ellos.

—¿Se enfadaba el señor Wallingford cuando le interrumpía? —pregunté.

—Creo que se ponía violento. Es un hombre muy digno, y ella le revolvía el pelo o le besaba en la cabeza, y luego reía cuando él decía algo así como «No hagas eso, Lynn». Le estoy diciendo, señorita DeCarlo, que por un lado hacía caso omiso de la gente, y por otro actuaba como si pudiera decir o hacer lo que le viniera en gana.

—¿Tuvo muchas oportunidades de observar la interacción entre Vivian y Nicholas Spencer?

Ahora que se había desmelenado, la señora Rider era el sueño de todo periodista. Se encogió de hombros.

—El despacho de él está en la otra ala, de modo que no les veía mucho juntos. Pero en una ocasión, cuando me marchaba a casa, vi a Spencer más adelante, que acompañaba a Vivian al coche. Por la forma en que sus manos se tocaron y de mirarse, adiviné que algo muy especial estaba pasando, y en aquel momento pensé «Bien por ellos. Él se merece algo mejor que la reina de hielo».

Estábamos en la zona de recepción, y vi que la recepcionista nos estaba mirando, con la cabeza gacha como si intentara captar retazos de nuestra conversación.

—No la molesto más, señora Rider —dije—. Le prometo que nada de esto se publicará. Permítame una última pregunta. Ahora parece creer que Vivian se quedó en la oficina para borrar las huellas del dinero. Cuando se enteraron del accidente, ¿parecía realmente apenada?

—Todos estábamos consternados, sin dar crédito a lo sucedido. Nos pasábamos el rato llorando, como una pandilla de imbéciles, alabando a Nick Spencer, y todos la mirábamos porque sospechábamos que eran amantes. No dijo ni pío. Se levantó y se fue a casa. Supongo que se sintió incapaz de fingir de manera convincente.

De pronto, la mujer dio media vuelta.

—¿Qué más da? —dijo con brusquedad—. Un antro de latrocinio. —Señaló a la recepcionista—. Betty la acompañará.

En realidad, no me interesaba hablar con la gente que habían puesto a mi disposición. Estaba claro que todos negarían saber algo sobre la carta que Caroline Summers escribió a Nicholas Spencer el pasado noviembre. Pregunté a la recepcionista por el laboratorio.

—¿Cerrará como todo lo demás?

—Oh, no. El doctor Celtavini, la doctora Kendall y sus ayudantes seguirán aquí una temporada.

—¿El doctor Celtavini y la doctora Kendall están hoy aquí?

—La doctora Kendall sí.

Parecía indecisa. La doctora Kendall no estaba incluida en la lista de gente que podía entrevistar, pero Betty la llamó.

—Señorita DeCarlo, ¿tiene idea de lo difícil que es conseguir la aprobación de un fármaco nuevo? —preguntó la doctora Kendall—. De hecho, solo uno entre cincuenta mil componentes químicos descubiertos por los científicos llega al mercado. La búsqueda de una cura para el cáncer no ha cesado en ningún momento desde hace décadas. Cuando Nicholas Spencer fundó su empresa, el doctor Celtavini se interesó en grado sumo. Se mostró entusiasta ante los resultados consignados en los archivos del doctor Spencer y renunció a su cargo en uno de los laboratorios de investigación más prestigiosos del país para trabajar con Nick Spencer, al igual que yo, debería añadir.

Estábamos en su despacho, encima del laboratorio. Cuando había conocido a la doctora Kendall la semana pasada, no me había parecido particularmente atractiva, pero cuando me miró a los ojos, me di cuenta de que albergaba un fuego casi incandescente que me había pasado por alto. Me había fijado en su mentón decidido, pero llevaba el pelo oscuro corto retirado detrás de las orejas, y no había reparado en el curioso tono de sus ojos verde grisáceos. La semana pasada había intuido que era una mujer muy inteligente. Ahora, me di cuenta de que también era muy atractiva.

—¿Trabajaba usted en un laboratorio o en una empresa farmacéutica, doctora? —pregunté.

—Trabajaba en el Centro de Investigaciones Hartness.

Me quedé impresionada. Hartness representa el súmmum de la calidad. Me pregunté por qué había renunciado a su trabajo para marchar a una empresa nueva. Acababa de decir que solo uno entre cincuenta mil fármacos llegan al mercado.

Contestó a mi pregunta no verbalizada.

—Nicholas Spencer era el vendedor más persuasivo a la hora de reclutar personal, además de recaudar dinero.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

—Algo más de dos años.

Había sido un día muy largo. Di las gracias a la doctora Kendall por recibirme y me fui. Antes, me paré para dar las gracias a Betty y desearle buena suerte. Después, le pregunté si se mantenía en contacto con alguna de las administrativas.

—Pat vive cerca de mi casa —dijo—. Se fue hace un año. No conocía bien a Edna y Charlotte, pero si deseara ponerse en contacto con Laura, pregunte a la doctora Kendall. Laura es su sobrina.