Ahora que su rifle estaba a salvo en la tumba de Annie, Ned se sentía seguro. Sabía que los polis volverían, y no le sorprendió cuando el timbre de su puerta sonó de nuevo. Esta vez, abrió al instante. Sabía que tenía mejor aspecto que el martes. Después de que enterrara el rifle el martes por la tarde, sus ropas y manos quedaron cubiertas de barro, pero no le importó. Cuando llegó a casa, abrió la nueva botella de whisky, se acomodó en su butaca y bebió hasta caer dormido. Cuando enterró el rifle, solo pudo pensar en que, si seguía cavando, llegaría al ataúd de Annie, lo abriría por la fuerza y la tocaría.
Tuvo que obligarse a alisar la tierra y dejar su tumba en paz. La echaba demasiado de menos.
Al día siguiente despertó a las cinco de la mañana, y si bien la ventana estaba sucia y cubierta de chorretones, vio el sol cuando salió. La luz iluminó de tal manera la sala que reparó en sus manos y advirtió lo sucias que estaban. Tenía las ropas incrustadas de barro.
Si los polis se hubieran topado con él, habrían dicho «¿Has estado cavando en algún sitio, Ned?». Quizá se les habría ocurrido ir a echar un vistazo a la tumba de Annie y encontrado su rifle.
Por eso se había dado una ducha prolongada ayer, y se había restregado con el cepillo de mango largo que Annie le había comprado. Hasta se lavó el pelo y se cortó las uñas. Annie siempre le estaba diciendo que era importante mantener un aspecto limpio y respetable.
—Ned, ¿quién va a contratarte si no te afeitas, te cambias de ropa ni te cepillas el pelo para que no tenga ese aspecto tan desastrado? —le precavía—. Ned, a veces tienes un aspecto tan deplorable que la gente no quiere acercarse a ti.
El lunes, cuando había ido en coche a la biblioteca de Hastings para enviar los dos primeros correos electrónicos a Carley DeCarlo, reparó en que el bibliotecario le miraba de una forma rara, como si no encajara en el ambiente.
El miércoles, ayer, había ido a Croton para enviar los nuevos correos electrónicos, y se había puesto ropa limpia. Nadie le había prestado atención.
Y así, pese a que había dormido vestido aquella noche, sabía que tenía mejor aspecto que el martes.
Cuando llegaron, eran los mismos polis, Pierce y Carson. Se dio cuenta al instante de que habían reparado en que presentaba mejor aspecto. Entonces, vio que miraban la butaca donde había estado tirada su ropa sucia. Cuando se marcharon el martes, la había metido en la lavadora. Sabía que los polis regresarían, y no quería que vieran la ropa incrustada de barro.
Ned siguió los ojos de Carson y vio que estaba mirando las botas manchadas de barro que había dejado junto a la butaca. Se había olvidado de guardarlas.
—Ned, ¿podemos hablar contigo un par de minutos? —preguntó Carson.
Ned sabía que intentaba hablar como un viejo amigo que se hubiera dejado caer por su casa. Pero a él no le engañaban. Sabía cómo trabajaba la bofia. Cinco años antes, cuando le habían detenido por pelearse en el bar con aquel gilipollas, el diseñador de jardines que trabajaba para los Spencer en Bedford, el cual dijo que nunca más volvería a contratarle, los polis se habían comportado con gran amabilidad al principio. Pero después, dijeron que él había provocado la pelea.
—Claro, entren —dijo.
Ocuparon las mismas sillas que en la visita anterior. La almohada y la manta continuaban donde las había dejado el otro día, en el sofá. Había dormido en la butaca las dos últimas noches.
—Ned —dijo el detective Carson—, tenías razón sobre el sujeto que estaba detrás de ti en la farmacia de Brown la otra noche. Se llama Garret.
¿Y qué?, tuvo ganas de decir Ned. En cambio, se limitó a escuchar.
—Garret dice que creyó verte aparcado frente a la farmacia cuando se fue. ¿Es eso cierto?
¿Debo admitir que le vi? Tuviste que verle forzosamente, se dijo Ned. Peg intentaba no perder su autobús. Había terminado con él a toda prisa.
—Claro, seguía allí —admitió—. Ese tipo salió un minuto después de mí. Subí al coche, giré la llave, cambié la emisora de radio para escuchar las noticias de las diez, y luego me fui.
—¿Adónde fue Garret, Ned?
—No lo sé. ¿Qué más me daba? Salí del aparcamiento, di media vuelta y me fui a casa. ¿Quieren detenerme por haber dado la vuelta?
—Cuando hay poco tráfico, hasta yo lo hago —dijo Carson.
Ahora se me pone en plan colegui, pensó Ned. Intentan tenderme una trampa. Miró a Carson y no dijo nada.
—¿Tienes alguna arma de fuego, Ned?
—No.
—¿Has disparado alguna vez?
Ve con cuidado, se advirtió Ned.
—Cuando era niño, con una pistola BB.
Apostó a que ya lo sabía.
—¿Te han detenido alguna vez?
Admítelo, se dijo.
—Una vez. Fue un malentendido.
—¿Pasaste un tiempo en la cárcel?
Había estado en la prisión del condado hasta que Annie logró reunir el dinero de la fianza. Fue allí donde aprendió a enviar correos electrónicos sin que pudieran localizarle. El tipo de la celda de al lado decía que bastaba con ir a una biblioteca, utilizar uno de los ordenadores, entrar en internet y pulsar «hotmail». «Es un servicio gratuito, Ned», le había explicado. «Puedes poner un nombre falso, y no se enteran. Si alguien se cabrea, pueden averiguar que salió de la biblioteca, pero a ti no te pueden localizar».
—Solo iba a dormir —dijo, malhumorado.
—Veo que tus botas están sucias de barro, Ned. ¿Estuviste en el parque del condado la otra noche, después de ir a la farmacia?
—Ya le he dicho que me vine directamente a casa.
Era en el parque del condado donde había disparado a Peg.
Carson estaba examinando otra vez las botas.
En el parque no salí del coche, se dijo Ned. Le dije a Peg que saliera y fuera andando a casa, y después, cuando empezó a correr, disparé contra ella. No tienen ningún motivo para hablar de mis botas. No dejé huellas de pisadas en el parque.
—Ned, ¿te importaría que echáramos un vistazo a tu furgoneta? —preguntó Pierce, el detective alto.
No tenían nada contra él.
—Sí, me importaría —replicó Ned—. Me importaría mucho. Voy a la farmacia y compro algo. Le ocurre algo a una señora muy amable que tuvo la mala suerte de perder el autobús, y ustedes intentan insinuar que le hice algo. Salgan de aquí.
Vio que los ojos de los hombres se achicaban. Había hablado demasiado. ¿Cómo sabía que la mujer había perdido el autobús? Eso era lo que estaban pensando.
Se la jugó. ¿Lo había oído o lo había soñado?
—Dijeron por la radio que había perdido el autobús. Es verdad, ¿no? Alguien vio que corría hacia la parada. Y es verdad, me molesta que miren en mi furgoneta, y me molesta que vengan aquí y me hagan tantas preguntas. Váyanse de aquí. ¿Me han oído? ¡Lárguense de aquí y no vuelvan!
No había tenido la intención de amenazarles con el puño, pero eso fue lo que hizo. El vendaje de su mano se aflojó, y los policías vieron las ampollas y la hinchazón.
—¿Cómo se llama el médico que te curó la mano, Ned? —preguntó Carson sin alzar la voz.