Antes de salir del restaurante, nos pusimos de acuerdo en las fechas de mis entrevistas con Wallingford y Garner. Aproveché mi ventaja y sugerí reunirme con ellos en sus casas. Wallingford, que vive en Rye, uno de los suburbios más elegantes del condado de Westchester, dijo al instante que podía llamarle el sábado o el domingo a las tres de la tarde.
—Me iría mejor el sábado —contesté, pensando en Casey y en la fiesta a la que iría con él el domingo. Después, crucé los dedos y probé suerte—. Quiero ir a su sede central y hablar con algunos de los empleados, solo para que expresen sus sentimientos sobre la pérdida de sus puestos de trabajo y la bancarrota, y cómo afectará eso a sus vidas.
Vi que intentaba pensar a toda prisa en una forma educada de negarse, de manera que añadí:
—Anoté los nombres de algunos accionistas en la asamblea de la semana pasada, y también hablaré con ellos.
De lo que en verdad quería hablar con los empleados, por supuesto, era sobre si todo el mundo estaba enterado de la relación sentimental entre Nick Spencer y Vivian Powers.
Estaba claro que a Wallingford no le hacía ninguna gracia la petición, pero cedió porque estaba intentando obtener buena prensa de mí.
—Supongo que no habrá ningún problema —dijo al cabo de un momento en tono gélido.
—Entonces mañana por la tarde, a eso de las tres —dije a toda prisa—. Prometo que no tardaré mucho. Solo quiero retratar en el reportaje la reacción global de todos los implicados.
Al contrario que Wallingford, Garner se negó de plano a que le entrevistara en su casa.
—El hogar de un hombre es su castillo, Carley —dijo—. Nunca hago negocios allí.
Me habría encantado recordarle que hasta el palacio de Buckingham estaba abierto a los turistas, pero me mordí la lengua. Cuando terminamos el café, yo estaba más que dispuesta a ponerme de nuevo en marcha. Un periodista no debe permitir que sus sentimientos interfieran en el trabajo, pero de repente noté que la ira se apoderaba de mí. Me daba la impresión de que Lynn estaba muy contenta de que su marido hubiera estado implicado en un serio romance antes de su desaparición. Eso conseguía que cayera mejor, incluso que fuera objeto de compasión, y era lo único que le importaba.
Wallingford y Garner cojeaban del mismo pie. Demuestra al mundo que somos víctimas, ese era el objetivo de todo lo que me contaban. De nosotros cuatro, pensé, yo soy la única que parece remotamente interesada en la posibilidad de que, si se encontrara la pista de Nicholas Spencer, tal vez hubiera una forma de recuperar una parte del dinero, lo cual sería una gran noticia para los accionistas. Quizá yo recuperaría algo de mis veinticinco mil dólares. O quizá Wallingford y Garner daban por sentado que, aunque pudieran detener y extraditar a Nick, habría enterrado el dinero a tal profundidad que nunca lo encontrarían.
Después de negarme el acceso a su casa, Garner accedió a recibirme en su oficina del edificio Chrysler. Dijo que podría concederme una entrevista rápida el viernes a las nueve y media de la mañana.
Al caer en la cuenta de los pocos periodistas que habían llegado tan lejos con Adrian Garner (era famoso por no conceder entrevistas), le di las gracias con aceptable calidez.
—Carley —dijo Lynn antes de irnos—, he empezado a clasificar los objetos personales de Nick. He encontrado la placa que le concedieron en febrero en su pueblo natal. La había tirado en un cajón. Fuiste a Caspien en busca de material sobre su infancia y adolescencia, ¿verdad?
—Sí.
No estaba dispuesta a admitir que había estado allí menos de veinticuatro horas antes.
—¿Qué piensa de él la gente ahora?
—Lo mismo que piensa la gente en todas partes. Era tan convincente, que la junta del hospital de Caspien invirtió un montón de dinero en Gen-stone después de que él recibiera los honores. Como resultado de sus pérdidas, han tenido que cancelar los planes para la ampliación del ala infantil.
Wallingford meneó la cabeza. La expresión de Garner era sombría, pero adiviné que se estaba impacientando. La comida había terminado. Ya tenía ganas de irse.
Lynn no reaccionó al hecho de que el hospital hubiera perdido dinero destinado a niños enfermos.
—¿Qué decían de Nick antes de que estallara el escándalo? —preguntó en cambio.
—Se publicaron exaltados panegíricos en el periódico de la ciudad después de que el avión se estrellara —contesté—. Al parecer, Nick fue un estudiante excelente, un buen chico, y sobresalía en deportes. Había una gran foto de él cuando tenía dieciséis años, alzando un trofeo. Era campeón de natación.
—Quizá fue el motivo de que preparara el accidente y luego llegara a la playa nadando —sugirió Wallingford.
Quizá, pensé. Pero si era lo bastante listo para montar ese número, me parece muy raro que no fuera lo bastante listo para no dejarse ver en Suiza.
Volví al despacho y escuché mis mensajes. Un par eran muy desconcertantes. El primer correo electrónico que leí era:
Cuando mi esposa te escribió el año pasado, no te molestaste en responder a su pregunta, y ahora está muerta. No eres tan lista. ¿Ya has descubierto quién estaba en casa de Lynn Spencer antes de que se incendiara?
¿Quién era ese tipo?, me pregunté. No cabía duda de que, a menos que se tratara de una broma muy pesada, estaba mal de la cabeza. A juzgar por la dirección, era el mismo tipo que me había enviado un mensaje siniestro dos días antes. Había conservado el correo electrónico, pero ahora me arrepentía de no haber conservado también el otro que me pareció siniestro, el que decía «Prepárate para el día del Juicio Final». Lo había borrado porque en aquel momento pensé que era de un chiflado religioso. Ahora, me pregunté si el mismo individuo había enviado los tres.
¿Había estado alguien en la casa con Lynn? Sabía por los Gómez que entraba dentro de lo posible que recibiera visitas a altas horas de la noche. Me pregunté si debía enseñarle el correo electrónico y decir «¿A que es ridículo?». Sería interesante observar su reacción.
El otro comunicado que me conmocionó fue un mensaje encontrado en mi contestador automático, dejado por una supervisora del departamento de radiología del hospital de Caspien. Decía que consideraba importante que le aclarara algo.
Le devolví la llamada ipso facto.
—Señorita DeCarlo, ¿estuvo ayer aquí hablando con mi ayudante? —preguntó.
—Sí, en efecto.
—Tengo entendido que pidió una copia de la radiografía de la hija de los Summers, y dijo que la señora Summers enviaría un fax autorizándola.
—Exacto.
—Supongo que mi ayudante le dijo que no conservamos copias, pero tal como expliqué al marido de la señora Summers cuando las vino a recoger el 28 de noviembre del año pasado, se llevaba nuestro último juego, pero le podríamos hacer más copias si lo deseaba. Dijo que no sería necesario.
—Entiendo.
Tuve que esforzarme para encontrar las palabras. Sabía que el marido de Caroline Summers no había recogido aquellas radiografías, del mismo modo que no se había llevado los resultados de la resonancia magnética de Ohio. La persona que había leído y tomado muy en serio la carta que Caroline Summers escribió a Nicholas Spencer no había dejado nada al azar. Utilizando el nombre de Nick Spencer, había robado las antiguas notas del doctor Spencer al doctor Broderick, después había robado las radiografías del hospital de Caspien, donde se demostraba que la niña padecía esclerosis múltiple, y por fin había robado la resonancia magnética del hospital de Ohio. Se había tomado muchas molestias, y tenía que existir un buen motivo.
Don estaba solo en su oficina. Entré.
—¿Tienes un minuto?
—Claro.
Le comenté la comida en el Four Seasons.
—Buen trabajo —dijo—. Garner es un hueso duro de roer.
Después, le hablé de las radiografías que alguien, suplantando al marido de Caroline Summers, se había llevado del hospital de Caspien.
—No cabe duda de que no dejaron cabos sueltos, sean quienes sean —dijo poco a poco Carter—, lo cual demuestra que Gen-stone tiene, o tuvo, un topo de primera en la oficina. ¿Hablaste de esto durante la comida?
Le miré fijamente.
—Perdón —dijo—. Claro que no.
Le enseñé el correo electrónico.
—No sé si este tipo es un chalado —dije.
—Yo tampoco —contestó Don Carter—, pero creo que deberías avisar a las autoridades. A la policía le encantaría seguir la pista de este individuo, porque puede que sea un testigo muy importante de ese incendio. Recibimos un soplo de que la policía de Bedford detuvo a un chico por conducir drogado. La familia tiene un abogado influyente que quiere llegar a un acuerdo. Aportarían a su favor el testimonio del chico contra Marty Bikorsky. El chico afirma que volvía a casa de una fiesta hace una semana, a eso de las tres de la madrugada del martes, y pasó ante la casa de los Spencer. Jura que vio a Bikorsky pasando muy despacio con su furgoneta por delante de la casa.
—¿Cómo pudo saber que era la furgoneta de Marty Bikorsky, por el amor de Dios? —protesté.
—Porque el chico abolló el guardabarros en Mount Kisco y acabó en la estación de servicio donde trabaja Marty. Vio el coche de Marty y se quedó fascinado con la matrícula. Habla con él al respecto. Es MOB[3]. El nombre completo de Bikorsky es Martin Otis Bikorsky.
—¿Por qué no había dicho nada hasta ahora?
—Bikorsky ya había sido detenido. El chico se había escapado a escondidas a la fiesta y ya tiene bastantes problemas con sus padres. Dice que si hubieran detenido a un inocente, ya habría hablado.
—Un auténtico ciudadano modelo —comenté, pero estaba desolada por lo que Don acababa de decirme. Recordé haber preguntado a Marty si se había quedado sentado en el coche cuando salió a fumar. Sorprendí a su mujer cuando le dirigió una mirada de advertencia. ¿Era eso lo que pasaba? Me lo pregunté ahora, igual que en aquel momento. ¿Había ido a dar un paseo en coche, en lugar de quedarse sentado con el motor en marcha? Las casas de su barrio estaban muy juntas. Cualquier vecino con la ventana abierta habría oído el ruido del motor en plena noche. Habría sido muy natural que, irritado, preocupado, y después de un par de cervezas, Bikorsky hubiera pasado ante la prístina y hermosa mansión de Bedford, y pensado en que iba a perder su casa. Y entonces, tal vez hubiera hecho algo al respecto.
Los correos electrónicos que yo estaba recibiendo parecían verificar esta versión de los acontecimientos, algo que yo consideraba muy inquietante.
Vi que Don me estaba observando.
—¿Estás pensando que no juzgo bien a las personas? —le pregunté.
—No. Estaba pensando que lamento que no hayas juzgado bien a ese individuo. Por lo que me has dicho, Marty Bikorsky lo tiene fatal. Si se le fue la olla y prendió fuego a esa casa, cumplirá una larga condena, te lo aseguro. Hay demasiados peces gordos en Bedford para permitir que alguien queme una de sus casas y se vaya de rositas. Si confiesa voluntariamente, será mejor para él, te lo aseguro.
—Espero que no lo haga. Estoy convencida de que es inocente.
Fui a mi escritorio. Aún conservaba el ejemplar del Post. Busqué la página tres, que contenía el artículo sobre la supuesta presencia de Spencer en Suiza y la desaparición de Vivian Powers. Antes, solo había leído los dos primeros párrafos. El resto era un reciclaje de la historia de Gen-stone, pero encontré la información que esperaba localizar: el nombre de la familia de Vivian Powers, que vivía en Boston.
Allan Desmond, su padre, había hecho una declaración: «No creo de ninguna manera que mi hija se haya reunido con Nicholas Spencer en Europa. Durante estas últimas semanas ha hablado frecuentemente por teléfono con su madre, sus hermanas y conmigo. Estaba muy afligida por la muerte de Spencer, y pensaba volver a Boston. Si está vivo, ella no lo sabía. Yo sí sé que no habría infligido tamaña aflicción a su familia de manera voluntaria. Lo que ha ocurrido ha sido sin su colaboración o consentimiento».
Yo también lo creía. Vivian Powers sufría por Nicholas Spencer. Hace falta un tipo especial de crueldad para desaparecer de forma deliberada y permitir que tu familia padezca una agonía cada momento de cada día, mientras se pregunta qué te ha pasado.
Me senté a la mesa y eché un vistazo a las notas que había escrito sobre mi visita a casa de Vivian. De pronto, recordé algo. Dijo que la carta de la madre cuya hija había curado de una esclerosis múltiple había sido contestada con una carta preimpresa. Recordé que Caroline Summers me había dicho que nunca había recibido respuesta. Por lo tanto, algún administrativo no solo había pasado la carta a una tercera persona, sino que también había destruido toda prueba de su existencia.
Decidí que estaba obligada a llamar a la policía de Bedford para hablarle de los correos electrónicos. El detective que contestó era cordial, pero no pareció particularmente impresionado. Me pidió que le enviara por fax una copia de ambos.
—Pasaremos la información a la brigada antipirómanos de la oficina del fiscal del distrito —dijo—. Seguiremos la pista de la persona que la envió, pero tengo la sensación de que esa carta es obra de un chiflado, señorita DeCarlo. Estamos absolutamente seguros de la identidad del culpable.
Era inútil decirle que yo estaba absolutamente segura de lo contrario. Mi siguiente llamada fue para Marty Bikorsky. Una vez más, se conectó el contestador automático.
—Marty, sé que la situación es delicada, pero sigo apoyándote. Me gustaría volver a hablar contigo.
Empecé a recitar mi número de móvil por si Marty lo había extraviado, pero descolgó el teléfono antes de que terminara. Accedió a verme después de trabajar. Me disponía a salir, cuando pensé en algo y encendí de nuevo el ordenador. Sabía que había leído un artículo en House Beautiful, en el cual salía Lynn fotografiada en la casa de Bedford. Si no me acordaba mal, el reportaje incluía varias fotos del exterior. Lo que más me interesaba era la descripción de la finca. Localicé el artículo, lo bajé y me felicité por mi buena memoria. Después, me marché.
Esta vez, quedé atrapada en el tráfico de las cinco con dirección a Westchester, y no llegué a casa de los Bikorsky hasta las siete menos veinte. Si Rhoda y él parecían abatidos cuando les vi el sábado, hoy parecían enfermos. Nos sentamos en la sala de estar. Oí el sonido de la televisión procedente del pequeño estudio que había junto a la cocina, y supuse que Maggie estaba allí.
Fui directa al grano.
—Marty, no acabo de tragarme eso de que aquella noche te quedaste dentro del coche con el aire acondicionado encendido, y no creo que sea cierto. Fuiste a dar un paseo, ¿verdad?
No fue difícil comprobar que Rhoda se había opuesto a mi presencia en su casa. Su rostro enrojeció.
—Carley —dijo en voz baja—, pareces una buena persona, pero eres periodista y quieres un reportaje. Ese chico se equivocó. No vio a Marty. Nuestro abogado hará añicos su historia. El chico intenta quitarse problemas de encima gracias a su acusación contra Marty. Dirá cualquier cosa con tal de llegar a un trato. Recibí algunas llamadas de personas que ni siquiera nos conocen, diciendo que ese chico es un mentiroso compulsivo. Marty no salió de nuestro camino de entrada en toda la noche.
Miré a Marty.
—Quiero enseñaros estos correos electrónicos —dije. Observé a Marty mientras los leía, y luego se los pasó a Rhoda.
—¿Quién es este tipo? —me preguntó.
—No lo sé, pero en este momento la policía está siguiendo el rastro de esos mensajes. Le encontrarán. A mí me parece un chiflado, pero puede que estuviera merodeando por los alrededores. Hasta es posible que sea el autor del incendio. La cuestión es que si te aferras a la historia de que no pasaste por delante de la casa diez minutos antes de que la incendiaran, y mientes, quizá aparezcan más testigos. En ese caso, estás acabado.
Rhoda se puso a llorar. El hombre palmeó su rodilla y guardó silencio durante unos momentos. Por fin, se encogió de hombros.
—Estuve allí —dijo, con voz ronca—, tal como lo has imaginado, Carley. Tomé un par de cervezas después de trabajar, ya te lo dije, tenía dolor de cabeza y conducía sin rumbo fijo. Aún estaba furioso, lo admito, pero con las ideas claras. No solo era la casa. Es el hecho de que la vacuna contra el cáncer no fuera buena. No sabes cuánto he rezado para que estuviera disponible a tiempo de curar a Maggie.
Rhoda sepultó la cabeza en las manos. Marty pasó un brazo a su alrededor.
—¿Te detuviste ante la casa? —pregunté.
—Me paré lo suficiente para abrir la ventanilla de la furgoneta y escupir a la mansión y todo cuanto representaba. Después, me fui a casa.
Le creí. Habría jurado ante un tribunal que estaba diciendo la verdad. Me incliné hacia delante.
—Marty, estuviste allí pocos minutos antes de que el fuego empezara. ¿Viste a alguien abandonar la casa, o tal vez otro coche que pasara? Si ese chico dice la verdad, y te vio, ¿le viste a él también?
—Un coche vino en dirección contraria y pasó delante de mí. Puede que fuera el chico. A eso de un kilómetro, pasó otro coche en dirección a la casa.
—¿Te fijaste en algún detalle?
Negó con la cabeza.
—No, la verdad. Quizá pensé que era muy antiguo por la forma de los faros, pero no podría jurarlo.
—¿Viste a alguien que bajara por el camino de entrada desde la casa?
—No, pero si el tipo que envió el mensaje estuvo allí, puede que tenga razón. Recuerdo que había un coche aparcado al otro lado de la cancela.
—¡Viste un coche allí!
—Apenas lo vislumbré. —Se encogió de hombros—. Me fijé cuando paré y bajé la ventanilla, pero solo estuve unos segundos.
—Marty, ¿qué aspecto tenía el coche?
—Era un sedán oscuro, es lo único que puedo decirte. Estaba aparcado a un lado del camino de entrada, detrás de la columna, a la izquierda de la cancela.
Saqué del bolso el artículo que había bajado de internet y encontré una foto de la propiedad tomada desde la carretera.
—Enséñamelo.
Se inclinó hacia delante y estudió la fotografía.
—Aquí estaba aparcado el coche —dijo, y señaló un punto justo al otro lado de la cancela.
Bajo la foto ponía: «Un encantador camino de guijarros conduce hasta un estanque».
—El coche debía estar sobre los guijarros. La columna impide que se vea desde la calle —observó Marty.
—Si la persona que envió el correo electrónico vio a un hombre en el camino de entrada, puede que fuera su coche —les dije.
—¿Por qué no subió hasta la casa? —preguntó Rhoda—. ¿Por qué aparcó allí y subió a pie?
—Porque no quería que se viera el coche —contesté—. Marty, sé que has de hablar con tu abogado sobre esto, pero he leído los informes sobre el incendio con mucho detenimiento. Nadie habló de un coche aparcado junto a la entrada, de modo que el propietario se largó antes de que llegaran los bomberos.
—Tal vez fue él quien provocó el incendio —dijo Rhoda, con algo similar a la esperanza en su voz—. ¿Qué estaba haciendo, si tenía el coche escondido?
—Hay muchas preguntas sin respuesta —dije mientras me ponía en pie—. La policía puede seguir el rastro de los correos electrónicos. Tal vez te beneficien, Marty. Me prometieron informarme de su identidad. Volveré a verte lo antes posible.
Cuando se levantó, Marty formuló la pregunta que estaba en mi mente.
—¿La señora Spencer ha dicho si tenía compañía aquella noche?
—No. Ya has visto el tamaño de la casa —añadí, por pura lealtad—. Alguien pudo entrar en la propiedad sin que ella se enterara.
—Con un coche no, a menos que supiera la combinación de la puerta, o que alguien de la casa la abriera. Esas cosas funcionan así. Di a la policía que investigue a los empleados de la casa. ¿O solo se están concentrando en mí?
—No puedo contestar a eso, pero sí te digo que voy a descubrirlo. Vamos a empezar con los correos electrónicos, a ver dónde nos conducen.
El antagonismo que Rhoda había demostrado hacia mí cuando llegué a su casa había desaparecido.
—Carley —preguntó—, ¿de veras crees que existe alguna posibilidad de descubrir al tipo que incendió la casa?
—Sí.
—¿Aún ocurren milagros?
Estaba hablando de algo que no era el incendio.
—Yo creo en ellos, Rhoda —contesté con firmeza, y lo dije en serio.
Pero volví a casa con la seguridad de que se le iba a negar el milagro que más ansiaba. Sabía que no podía ayudarla, pero haría todo cuanto estuviera en mi mano por ayudar a Marty a demostrar su inocencia. Encima de padecer la muerte de su hija, solo faltaría que no tuviera a su marido al lado.
Yo debería saberlo bien, pensé.