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Ned estaba sentado en el vestíbulo del hospital, con un periódico abierto delante de él. Había subido por el camino detrás de una mujer que llevaba flores, con la esperanza de que cualquiera que le viera creería que iban juntos. Una vez dentro, se había acomodado en el vestíbulo.

Se repantigó para que el periódico le tapara la cara. Los acontecimientos se estaban precipitando. Tenía que pensar.

Ayer, casi se había lanzado contra la mujer de Spencer cuando se apoderó del micrófono en la asamblea de accionistas y dijo que estaba segura de que todo era un error explicable. Tuvo suerte de que el otro tipo se pusiera a gritarle.

Había parado un taxi de inmediato y dado al conductor la dirección del piso de Nueva York, el ostentoso edificio situado frente a Central Park. Había llegado justo cuando el portero abría la puerta para que ella entrara.

Mientras bajaba del taxi y pagaba, imaginó a Lynn Spencer subiendo en el ascensor al ostentoso piso que habían comprado con el dinero que su marido y ella le habían robado.

Resistió el impulso de correr tras ella y se puso a caminar por la Quinta Avenida. Todo el rato vio desprecio en los ojos de la gente con la que se cruzaba. Sabían que no era de la Quinta Avenida. Era de un mundo en que la gente compraba tan solo las cosas que necesitaba, las pagaba con tarjetas de crédito y procuraba no sobrepasar una determinada cantidad, en cualquier caso poco elevada.

En la tele, Spencer había dicho que todo el mundo que había invertido en IBM o Xerox cincuenta años antes eran millonarios.

—Comprando Gen-stone no solo ayudarán a los demás, sino que amasarán una fortuna.

¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! La palabra estalló en la mente de Nick.

Desde la Quinta Avenida fue a buscar un autobús que le llevara a Yonkers. Su casa era un viejo edificio de dos plantas. Annie y él habían alquilado la planta baja veinte años antes, cuando se casaron.

La sala de estar era un caos. Había recortado todos los artículos sobre el accidente de aviación y la vacuna fracasada, y los había esparcido sobre la mesita auxiliar. Había tirado el resto de papeles al suelo. Cuando llegó a casa, volvió a leer los artículos, todos y cada uno.

Cuando oscureció, no se molestó en cenar. Ya no tenía mucha hambre. A las diez, sacó una manta y una almohada, y se tumbó en el sofá. Ya no entraba en el dormitorio. Eso provocaba que echara mucho de menos a Annie.

Después del funeral, el pastor le había dado una Biblia.

—He marcado algunos pasajes para que los leas, Ned —había dicho—. Tal vez te sirvan de ayuda.

No le interesaban los Salmos, pero mientras pasaba las páginas había encontrado algo en el Libro de Ezequiel. «Has desalentado al hombre recto con mentiras, cuando yo no deseaba que penara». Daba la impresión de que el profeta estuviera hablando de Spencer y él. Demostraba que Dios se enfurecía con la gente que hacía daño al prójimo, y él quería que les castigaran.

Ned se había dormido, pero despertó poco después de medianoche con la vivida imagen de la mansión Bedford en su mente. Después de comprar el paquete de acciones, había pasado por delante con Annie algún domingo por la tarde. Ella se había disgustado mucho cuando Ned vendió la casa de Greenwood Lake que su madre le había dejado, y utilizado el dinero para comprar acciones de Gen-stone. No estaba tan convencida como él de que las acciones les hicieran ricos.

—Era la casa de nuestra jubilación —le gritó. A veces, lloraba—. Yo no quiero una mansión. Me gustaba esa casa. Me esforcé mucho por ponerla bonita, y tú ni siquiera me hablaste de que ibas a venderla. ¿Cómo pudiste hacerme eso, Ned?

—El señor Spencer me dijo que no solo estaba ayudando a la gente comprando las acciones, sino que algún día tendría una casa como esta.

Ni siquiera eso había convencido a Annie. Luego, dos semanas antes, cuando el avión de Spencer se había estrellado y había corrido la voz de que la vacuna tenía problemas, ella se volvió loca.

—Estoy de pie ocho horas cada día en el hospital. Dejaste que ese ladrón te convenciera de comprar las acciones falsas, y ahora supongo que tendré que seguir trabajando durante el resto de mis días. —Lloraba con tal sentimiento que apenas podía hablar—. No puedes hacer nada a derechas, Ned. Pierdes un empleo tras otro por culpa de tu maldito carácter. Y cuando por fin tienes algo, te dejas convencer para tirarlo.

Había cogido las llaves del coche y salió como una exhalación. Los neumáticos chirriaban cuando salió con el coche a la calle.

El siguiente instante seguía repitiéndose en la mente de Ned. La imagen del camión de la basura que estaba dando marcha atrás. El chirrido de los frenos. La visión del coche saltando y cayendo al suelo. El depósito de gasolina que estallaba y las llamas que envolvían el coche.

Annie. Muerta.

Se habían conocido en el hospital veinte años antes, cuando él había entrado como paciente. Se había peleado a puñetazos con un individuo en un bar y acabó con una conmoción cerebral. Annie había entrado con sus bandejas y le había reñido por ceder a su temperamento. Era audaz, menuda y autoritaria, pero con gracia. Tenían la misma edad, treinta y ocho años. Habían empezado a salir juntos. Después, ella se fue a vivir con él.

Había venido por la mañana porque de esta manera se sentía más cerca de Annie. Imaginaba que llegaría trotando por el pasillo de un momento a otro y diría que lamentaba llegar tarde, que una de sus compañeras no había aparecido y se había quedado a la hora de comer.

Pero sabía que era una fantasía. Ella nunca volvería.

Con un movimiento brusco y repentino, Ned arrugó el periódico, se levantó, se acercó a un cubo de basura y lo tiró dentro. Se encaminó a la puerta, pero uno de los médicos que cruzaba el vestíbulo lo llamó.

—Ned, no te he visto desde el accidente. Siento lo de Annie. Era una persona maravillosa.

—Gracias. —Entonces, recordó el nombre del médico—. Gracias, doctor Ryan.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—No.

Tenía que decir algo. El doctor Ryan le estaba mirando con curiosidad. Quizá sabía que, a instancias de Annie, había venido al hospital para ver a un psiquiatra, el doctor Greene, pero este le había sacado de quicio cuando dijo:

—¿No cree que tendría que haber consultado la venta de la casa con Annie antes de venderla?

La quemadura de la mano le dolía mucho. Cuando tiró la cerilla a la gasolina, el fuego había saltado y quemó su mano. Era la excusa de su presencia en el hospital. Alzó la mano para que el doctor Ryan la viera.

—Me quemé anoche, cuando estaba preparando la cena. No soy un cocinero experto. Hay mucha gente en urgencias y he de ir a trabajar. En cualquier caso, no es tan grave.

El doctor Ryan la examinó.

—Es bastante grave, Ned. Podría infectarse. —Sacó un recetario del bolsillo y escribió en la hoja superior—. Compra esta pomada y te la vas aplicando. Que te echen un vistazo a la mano dentro de un par de días.

Ned le dio las gracias y dio media vuelta. No quería encontrarse con nadie más. Se encaminó de nuevo hacia la puerta, pero se detuvo. Estaban disponiendo cámaras alrededor de la salida principal.

Se puso las gafas de sol antes de entrar en la puerta giratoria detrás de una joven. Entonces, se dio cuenta de que era ella el objetivo de las cámaras.

Se apartó a toda prisa y se deslizó detrás de la gente que estaba a punto de entrar en el hospital, pero se había quedado parada al ver las cámaras. Los desocupados. Los curiosos.

La mujer a la que estaban entrevistando era de pelo oscuro, casi treinta años y atractiva. Le resultó familiar. Después, recordó dónde la había visto. Ayer estaba en la asamblea de accionistas. Había hecho preguntas a la gente cuando salía del salón de actos.

Había intentado hablar con él, pero Ned había pasado de largo. No le gustaba que la gente le hiciera preguntas.

Uno de los reporteros acercó un micrófono a la chica.

—Señorita DeCarlo, Lynn Spencer es su hermana, ¿verdad?

—Hermanastra.

—¿Cómo se encuentra?

—Padece muchos dolores. Sufrió una experiencia terrible. Casi perdió la vida en el incendio.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo provocar el incendio? ¿Ha recibido alguna amenaza?

—No hemos hablado de eso.

—¿Cree que fue alguien que perdió dinero cuando invirtió en Gen-stone, señorita DeCarlo?

—No puedo especular al respecto. Solo diré que una persona capaz de quemar a propósito una casa, con el riesgo de que haya alguien dentro durmiendo, es un psicótico o un malvado.

Los ojos de Ned se entornaron, mientras la rabia bullía en su interior. Annie había muerto atrapada en un coche en llamas. Si él no hubiera vendido la casa de Greenwood Lake, habrían estado allí dos semanas antes, cuando ella murió. Annie se habría dedicado a plantar flores, en lugar de salir corriendo de la casa de Yonkers, llorando con tal sentimiento que no había prestado atención al tráfico cuando dio marcha atrás al coche.

Por un breve momento, miró fijamente a la mujer entrevistada. DeCarlo era su apellido, y era la hermana de Lynn Spencer. Yo te enseñaré quién está loco, pensó. Lástima que tu hermana no quedara atrapada en el fuego, como mi mujer quedó atrapada en el coche. Lástima que no estuvieras en casa con ella. Las mataré, Annie, prometió. Las mataré por ti.