El Four Seasons estaba, como siempre, lleno a la una de la tarde, la hora de llegada favorita para al menos la mitad de los comensales. Reconocí rostros familiares, de los que aparecen en la sección «Estilo» del Times tanto como en las páginas de política y negocios.
Julián y Alex, los propietarios, estaban en el mostrador de recepción. Pregunté cuál era la mesa de la señora Spencer.
—Ah, la reserva está a nombre del señor Garner —contestó Alex—. Los demás ya han llegado. Están sentados en el Pool Room.
De modo que no iba a ser una sesión de dos cuñadas empeñadas en salvar una reputación, pensé mientras seguía a mi acompañante por el pasillo de mármol que conducía al comedor. Me pregunté por qué Lynn no me había dicho que Wallingford y Garner iban a estar presentes en la comida. Tal vez pensó que me habría echado atrás. Te equivocaste, Lynn, pensé. Ardo en deseos de verles, sobre todo a Wallingford. Pero tenía que reprimir mis instintos de reportera. Quería ser toda oídos y hablar lo mínimo posible.
Llegamos al Pool Room, así llamado porque tiene una gran piscina cuadrada en el centro, rodeada de hermosos árboles que simbolizan la estación. Al ser primavera, se destacaban los largos y esbeltos manzanos, con las ramas cargadas de flores. Es un salón alegre y bonito, y apuesto a que aquí se cierran tantos acuerdos suculentos con un apretón de manos como en salas de juntas.
El acompañante me dejó con el jefe de comedor, y yo le seguí hasta la mesa. Incluso desde lejos vi que Lynn estaba guapa. Llevaba un vestido negro con cuello y puños de hilo blanco. No podía ver sus pies, pero los vendajes habían desaparecido de sus manos. El domingo no había utilizado joyas, pero hoy exhibía una ancha alianza de oro en el dedo medio de su mano izquierda. Gente que iba camino de su mesa se paraba a saludarla.
¿Estaba actuando, o me sentía yo tan clínicamente predispuesta a detestarla que me disgustó la sonrisa valiente y el meneo infantil de cabeza cuando un hombre, al que reconocí como presidente de una firma de corredores de bolsa, le extendió la mano?
—Todavía duele —le explicó, mientras el jefe de comedor retiraba una silla para que yo me sentara. Me alegré de que tuviera vuelta la cabeza. Me ahorró la necesidad de dar besitos al aire.
Adrian Garner y Charles Wallingford hicieron el gesto acostumbrado de echar hacia atrás sus sillas y tratar de levantarse cuando yo llegué a la mesa. Elevé la protesta acostumbrada, y nos sentamos todos al mismo tiempo.
Debo decir que ambos hombres eran impresionantes. Wallingford era un hombre muy apuesto, con el tipo de facciones refinadas que surgen cuando generaciones de sangre azul continúan emparejándose. Nariz aguileña, ojos azules, cabello castaño oscuro teñido de gris en las sienes, un cuerpo disciplinado y manos bonitas: la esencia del patricio. Su traje gris oscuro a rayas estrechas apenas discernibles me pareció de Armani. La corbata de dibujos rojos y grises sobre una inmaculada camisa blanca completaba el retrato. Observé que vanas mujeres le miraban de forma apreciativa cuando pasaron junto a la mesa.
Adrian Garner debía de ser de la misma edad que Wallingford, pero el parecido terminaba ahí. Era unos cinco centímetros más bajo, y tal como había observado yo el domingo, ni su cuerpo ni su cara exhibían el refinamiento tan visible en Wallingford. Tenía la tez rubicunda, como si pasara mucho tiempo al aire libre. Hoy llevaba gafas sobre sus hundidos ojos castaños, y su mirada era penetrante. Cuando me miró, tuve la sensación de que podía leer mi mente. Le rodeaba un aura de poder que trascendía su chaqueta deportiva color tostado y los pantalones marrones, que parecían comprados por catálogo.
Wallingford y él me dieron la bienvenida. Estaban bebiendo champán, y cuando yo asentí, el camarero llenó mi copa. Después, vi que Garner dirigía una mirada irritada a Lynn, que aún seguía hablando con el corredor de bolsa. Debió de intuirla, porque dio por concluida la conversación, se volvió hacia nosotros y fingió que estaba muy contenta de verme.
—Carley, has sido muy amable al venir casi sin previo aviso. Ya te puedes imaginar el trajín que me llevo.
—Sí.
—¿No fue una suerte que Adrian me advirtiera sobre la declaración que hice el domingo, cuando pensábamos que habían encontrado un fragmento de la camisa de Nick? Ahora, después de enterarme de que tal vez hayan visto a Nick en Suiza, ya no sé qué pensar.
—Pero eso no es lo que vas a decir —dijo con firmeza Wallingford. Me miró—. Todo esto es confidencial —empezó—. Hemos hecho algunas investigaciones en la oficina. Estaba claro para cierto número de empleados que Nicholas Spencer y Vivian Powers sostenían una relación sentimental. La sensación general es que Vivian conservó el empleo durante estas últimas semanas porque quería averiguar los progresos de la investigación sobre el accidente de avión. La gente del fiscal general está investigando, por supuesto, pero nosotros también hemos contratado a una agencia de detectives. Habría significado un gran respiro para Spencer que se le creyera muerto, por supuesto, pero en cuanto le vieron en Europa, el juego terminó. Ahora se le considera un fugitivo, y debemos asumir que a la Powers también. Una vez se supo que él había sobrevivido al accidente, ya no tenía que esperar más, porque si se hubiera quedado, las autoridades la habrían interrogado.
—Lo único bueno que esa mujer ha hecho por mí es que la gente ya no me trata como a una paria —dijo Lynn—. Al menos, ahora creen que Nick me engañó como al resto. Cuando pienso…
—Señorita DeCarlo, ¿cuándo cree que se publicará su reportaje? —preguntó Adrian Garner.
Me pregunté si yo era la única persona de la mesa irritada por su grosera interrupción. Estaba segura de que se trataba de una costumbre inveterada de Garner.
Le di una respuesta ambigua, con la esperanza de irritarle a su vez.
—Señor Garner, a veces nos debatimos con dos elementos opuestos. Uno es el aspecto referido a la noticia en sí, y Nicholas Spencer es una gran noticia. El otro aspecto es contar la historia verdadera, sin convertirla en un compendio de los últimos rumores. ¿Contamos ya con toda la historia de Nick Spencer? No lo creo. De hecho, cada día estoy más convencida de que ni siquiera hemos arañado la superficie de la historia, de manera que no puedo contestar a su pregunta.
Me di cuenta de que había logrado irritarle, lo cual me complació sobremanera. Tal vez Adrian Nagel Garner sea un magnate triunfador, pero en mi código ético eso no le da permiso para ser grosero.
Me di cuenta de que estábamos trazando líneas de batalla.
—Señorita DeCarlo… —empezó.
Le interrumpí.
—Mis amigos me llaman Carley.
No es el único que puede interrumpir a la gente cuando está hablando, pensé.
—Carley, las cuatro personas sentadas a esta mesa, así como los inversores y empleados de Gen-stone, somos víctimas de Nicholas Spencer. Lynn me ha dicho que invertiste veinticinco mil dólares en la empresa.
—Sí. —Pensé en todo lo que había oído sobre la mansión de diseño de Garner y decidí ver si podía ponerle en un aprieto—. Era el dinero que había ahorrado para la entrada de un piso, señor Garner. Hacía años que soñaba con ello: un edificio con un ascensor que funcionara, un cuarto de baño en que la alcachofa de la ducha funcionara, tal vez incluso un edificio más antiguo con chimenea. Siempre me han gustado mucho las chimeneas.
Sabía que Garner era un hombre que se había hecho a sí mismo, pero no mordió mi anzuelo y dijo algo así como «Yo también sé lo que es desear una ducha que funcione». Hizo caso omiso de mis humildes sueños de un lugar mejor donde vivir.
—Todo el mundo que invirtió en Gen-stone tiene una historia personal, un plan personal que ha quedado destrozado —dijo con placidez—. Mi empresa se arriesgó mucho cuando anunció sus planes para comprar los derechos de distribución de la vacuna de Gen-stone. No salimos perjudicados en el aspecto económico porque nuestro compromiso dependía de la aprobación de la FDA, después de que la vacuna fuera puesta a prueba. Sin embargo, mi empresa sí ha salido gravemente perjudicada en la reserva de su buen nombre, que es un elemento esencial en el futuro de cualquier organización. La gente compraba acciones de Gen-stone en parte por la reputación de Garner Pharmaceuticals, sólida como una roca. Quedar como culpable por asociación es un factor psicológico muy real en el mundo de los negocios, Carley.
Estuvo a punto de llamarme señorita DeCarlo, pero vaciló y dijo «Carley» en su lugar. Creo que nunca había oído mi nombre pronunciado con tal desprecio, y comprendí de repente que Adrian Garner, pese a su poder e influencia, me tenía miedo.
No, pensé, eso es demasiado fuerte. Este hombre respeta el hecho de que yo pueda ayudar a la gente a comprender que no solo Lynn, sino también Garner Pharmaceuticals Company, fue víctima de la colosal estafa de Spencer, la vacuna contra el cáncer.
Los tres me estaban mirando, a la espera de mi respuesta. Decidí que ahora me tocaba a mí extraerles algo de información. Miré a Wallingford.
—¿Conoce en persona al accionista que afirma haber visto a Nick Spencer en Suiza?
Garner levantó la mano antes de que Wallingford pudiera contestar.
—Tal vez deberíamos pedir ahora.
Me di cuenta de que el jefe de comedor estaba de pie al lado de nuestra mesa. Cogimos la carta y elegimos. Adoro las tartas de cangrejo del Four Seasons, y por más que repaso la carta y escucho los platos del día, esa delicia de marisco y una ensalada verde suelen ser mi selección.
No hay mucha gente que pida steak tartare en estos tiempos. Carne cruda combinada con huevos sin manipular no se considera la mejor manera de alcanzar una edad avanzada. Por lo tanto, me interesó que Adrian Garner se decantara por el steak tartare.
Cumplidos «los requisitos», como dice Casey, repetí mi pregunta a Wallingford.
—¿Conoce al accionista que afirma haber visto a Nick Spencer en Suiza?
Se encogió de hombros.
—¿Conocerle? Siempre me ha interesado la semántica de decir que conoces a alguien. Para mí, «conocer» significa que le conoces bien, no solo que le ves con regularidad en reuniones numerosas, como asambleas de accionistas o fiestas de caridad. El accionista se llama Barry West. Trabaja en la administración de unos grandes almacenes, y al parecer ha manejado sus inversiones con suma pericia. Vino a nuestras asambleas cuatro o cinco veces en los últimos ocho años, y siempre insistió en hablar con Nick o conmigo. Hace dos años, cuando Garner Pharmaceuticals aceptó ocuparse de la distribución de la vacuna después de que fuera aprobada, Adrian puso a Lowell Drexel en nuestra junta para que le representara. Barry West intentó congraciarse con Lowell de inmediato.
Wallingford dirigió una mirada a Adrian Garner.
—Le oí preguntar a Lowell si necesitabas a un buen experto en administración de empresas, Adrian.
—Si Lowell hubiera sido listo, debería haber dicho que no —replicó Garner.
Adrian Garner no creía en tomarse la píldora de la amabilidad por las mañanas, pero me di cuenta de que estaba logrando dominar mi irritación por sus modales bruscos, hasta cierto punto. En el mundo de los medios oyes tantas frases alambicadas, que una persona sin pelos en la lengua puede llegar a constituir un soplo de aire fresco.
—Sea como sea —dijo Wallingford—, creo que Barry tuvo la oportunidad de ver a Nick con la suficiente frecuencia y lo bastante de cerca para afirmar que la persona a la que vio era Nick, o alguien que se le parecía mucho.
El domingo, en el apartamento de Lynn, mi primera impresión había sido que estos hombres se detestaban cordialmente. La guerra, no obstante, hace extraños compañeros de cama, al igual que una empresa fracasada, pensé. Pero también tenía claro que no solo habían venido para ayudar a Lynn a explicar al mundo que era una víctima inocente de la infidelidad y la estafa de su marido. Era importante para todos ellos hacerse una idea del enfoque que emplearía el reportaje del Wall Street Weekly.
—Señor Wallingford —dije.
Levantó la mano. Supe que iba a decirme que le tuteara. Lo hizo.
—Charles, como sabes bien, solo estoy escribiendo sobre el elemento de interés humano del fracaso de Gen-stone y la desaparición de Nick Spencer. Tengo entendido que has estado hablando largo y tendido con mi colega Don Carter, ¿verdad?
—Sí. En colaboración con nuestros auditores, hemos concedido a investigadores externos acceso completo a nuestros libros.
—Robó todo ese dinero, pero ni siquiera quiso acompañarme a echar un vistazo a una casa de Darien, que era una ganga —dijo Lynn—. Yo tenía muchas ganas de que nuestro matrimonio funcionara, y él no podía comprender que yo detestara vivir en la casa de otra mujer.
Para ser justa, tuve que admitir que tenía razón. Si me casaba, no querría vivir en la casa de otra mujer. Después, durante una fracción de segundo, me di cuenta de que si Casey y yo terminábamos juntos no tendríamos ese problema.
—Su socio, el doctor Page, goza de libre acceso a nuestro laboratorio y a los resultados de nuestros experimentos —continuó Wallingford—. Por desgracia para nosotros, hubo resultados prometedores al principio. Suele ocurrir en la búsqueda de fármacos o vacunas que prevengan o retrasen el crecimiento de las células cancerosas. Con excesiva frecuencia, las esperanzas se han desvanecido y las empresas arruinado, debido a que las investigaciones preliminares no iban mal. Eso es lo que pasó con Gen-stone. ¿Por qué robó tanto dinero? Nunca sabremos por qué empezó a robarlo. Cuando supo que la vacuna era ineficaz y las acciones empezarían a bajar, ya no había forma de encubrir su robo, y fue entonces cuando decidió desaparecer.
En la facultad se enseña a los periodistas a formular cinco preguntas básicas: ¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?
Elegí la de en medio.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué lo hizo?
—Al principio, tal vez con el fin de conseguir más tiempo para demostrar que la vacuna funcionaría —dijo Wallingford—. Después, cuando supo que no funcionaría y que había estado falsificando datos, creo que decidió que solo tenía una elección: robar suficiente dinero para vivir de él el resto de su vida y huir. La prisión federal no es el club de campo que los medios describen.
Me pregunté si alguien había pensado en serio alguna vez que la prisión federal era un club de campo. Lo que Wallingford y Garner estaban diciendo era que, en esencia, yo había demostrado ser fiel al apoyar a Lynn. Ahora podríamos ponernos de acuerdo en la mejor manera de resumir su inocencia, y luego yo podría contribuir a reconstruir su credibilidad según el modo en que enfocara mi parte de la investigación para el reportaje.
Había llegado el momento de repetir lo que creía haber estado diciendo desde el primer momento.
—He de repetir algo que han de asumir, o al menos en eso confío —les dije.
Nos sirvieron las ensaladas, y esperé para terminar mi frase; El camarero ofreció pimienta molida. Solo Adrian Garner y yo aceptamos. En cuanto el camarero se alejó, les dije que escribiría la historia tal como la viera, pero en el interés de escribirla bien y no equivocarme, necesitaría concertar entrevistas en profundidad con Charles Wallingford y Adrian Garner. De repente, me di cuenta de que a este último no me había animado a llamarle Adrian.
Los dos accedieron. ¿A regañadientes? Tal vez, pero no podían negarse.
Una vez liquidada la cuestión, Lynn extendió las manos hacia mí por encima de la mesa. Me vi obligada a tocar las yemas de sus dedos con las mías.
—Has sido tan buena conmigo, Carley —dijo con un profundo suspiro—. Me alegro de que estés de acuerdo en que, pese a estar quemadas, mis manos están limpias.
Las famosas palabras de Poncio Pilatos desfilaron por mi mente: «Me lavo las manos de la sangre de este inocente».
Pero Nick Spencer, pensé, pese a la pureza de sus intenciones originales, era culpable de robo y engaño, ¿no?
Eso indicaban todas las pruebas.
¿O no?