27

Ahora que Annie estaba muerta, nadie iba a verle. Por lo tanto, el martes por la mañana, cuando sonó el timbre de la puerta, Ned decidió no hacer caso. Sabía que solo podía ser la señora Morgan. ¿Qué querría?, se preguntó. No tenía derecho a molestarle.

El timbre sonó de nuevo, y otra vez, solo que en esta ocasión con insistencia. Oyó pasos pesados que bajaban por la escalera. Eso significaba que no era la señora Morgan quien tocaba el timbre. Después, oyó su voz y la voz de un hombre. Ahora tendría que ir a ver quién era. De lo contrario, tal vez utilizaría su llave para entrar.

Recordó ocultar la mano derecha en el bolsillo. Incluso con las pomadas que había comprado en la farmacia, la mano no mejoraba. Abrió la puerta lo justo para ver quién estaba tocando el timbre.

Había dos hombres en el rellano. Sostenían en alto tarjetas de identificación para que pudiera verlas. Eran detectives. No tengo de qué preocuparme, se dijo Ned. El marido de Nelly habría denunciado su desaparición, o quizá ya habían encontrado el cadáver. Doc Brown habría contado a la policía que él fue uno de los últimos clientes de anoche. Según sus tarjetas, el tipo alto era el detective Pierce. El negro era el detective Carson.

Carson preguntó si podían hablar con él unos minutos. Ned sabía que no podía negarse. Les parecería raro. Reparó en que los dos estaban mirando su mano derecha, porque la tenía en el bolsillo. Tendría que sacarla. Quizá pensaran que escondía un arma o algo por el estilo. La gasa con la que había envuelto la mano impediría que vieran la gravedad de la quemadura. La sacó poco a poco del bolsillo, y procuró disimular el dolor cuando rozó el forro.

—Claro, hablaré con ustedes —musitó.

El detective Pierce agradeció a la señora Morgan que hubiera bajado. Ned se dio cuenta de que se moría de ganas por averiguar qué estaba pasando, y antes de cerrar la puerta, vio que intentaba echar un vistazo al interior del apartamento. Sabía lo que estaba pensando: el piso estaba hecho un desastre. La mujer sabía que Annie siempre le perseguía para que recogiera papeles, llevara los platos a la cocina, los pusiera en el lavavajillas y tirara su ropa sucia en el cubo. A Annie le gustaba todo limpio y pulcro. Ahora que había muerto, ya no se molestaba en limpiar. Tampoco comía mucho, pero cuando lo hacía, se limitaba a tirar los platos en el fregadero y mojarlos con agua si necesitaba un plato o una taza.

Adivinó que los detectives estaban examinando la habitación, observaban la almohada y la manta en el sofá, las pilas de periódicos en el suelo, la caja y el cuenco de cereales sobre la mesa, al lado de las pomadas, las gasas y la cinta adhesiva. La ropa que había llevado los últimos días estaba amontonada sobre una silla.

—¿Le importa que nos sentemos? —preguntó Pierce.

—No, en absoluto.

Ned apartó a un lado la manta y se sentó en el sofá.

Había una silla a cada lado del televisor. Los detectives se sentaron y las acercaron al sofá. Estaban demasiado cerca de él para sentirse cómodo. Intentaban que se sintiera acorralado. Cuidado con lo que dices, se advirtió.

—Señor Cooper, anoche estuvo en la farmacia de Brown poco antes de que cerrara, ¿verdad? —preguntó Carson.

Ned intuyó que Carson era el jefe. Ambos estaban mirando su mano. Habla de ella, se dijo. Haz que sientan pena por ti.

—Sí. Mi mujer murió el mes pasado. Yo nunca cocinaba. Me quemé la mano con los fogones hace un par de semanas, y aún me duele mucho. Fui a la farmacia de Brown anoche para comprar pomadas.

Ellos habían esperado que les preguntara el motivo de su presencia. Miró a Carson.

—¿Qué pasa?

—¿Conocía a la señora Rice, la cajera del señor Brown?

—¿Peg? Claro. Hace veinte años que trabaja en la farmacia. Es una mujer muy amable. Muy colaboradora.

Querían tenderle una trampa. No le habían dicho nada sobre Peg. ¿Creían que había desaparecido, o habían encontrado su cadáver?

—Según el señor Brown, usted fue la penúltima persona que la señora Rice atendió anoche. ¿Es eso cierto?

—Supongo que sí. Recuerdo que había alguien detrás de mí cuando pagué. No sé si entró alguien más después de que yo me fuera. Subí al coche y vine a casa.

—¿Se fijó en si alguien merodeaba ante la puerta cuando salió de la farmacia?

—No. Como ya he dicho, subí al coche y vine a casa.

—¿Sabe quién estaba detrás de usted en la cola de la farmacia?

—No, no le presté atención, pero Peg le conocía. Le llamó… Déjeme pensar. Le llamó «Garret».

Ned vio que los detectives intercambiaban una mirada. Eso era lo que habían venido a descubrir. Brown no sabía quién había sido el último cliente. De momento, se concentrarían en encontrar a ese tipo.

Se levantaron para irse.

—No le molestaremos más, señor Cooper —dijo Carson—. Nos ha sido de mucha ayuda.

—Esa mano parece hinchada —comentó Pierce—. Espero que haya ido al médico.

—Sí, sí. Ya va mejorando.

Le miraban de una manera rara. Lo sabía. Pero solo cuando cerró la puerta con doble llave, se dio cuenta de que no le habían hablado de lo sucedido a Peg. Se habrían dado cuenta de que les había dejado marchar sin preguntarlo.

Irían a ver a Brown para preguntarle sobre Garret. Ned esperó diez minutos, y luego telefoneó a la farmacia. Brown contestó.

—Doc, soy Ned Cooper. Estoy preocupado por Peg. Vinieron dos detectives para hacer preguntas sobre ella, pero no me dijeron qué pasaba. ¿Le ha sucedido algo?

—Espera un momento, Ned.

Adivinó que Doc tapaba el teléfono con una mano para hablar con alguien. Entonces, el detective Carson se puso.

—Señor Cooper, siento decirle que la señora Rice ha sido víctima de un homicidio.

Ned estaba seguro de que, ahora, la voz de Carson era más cordial. Tenía razón: habían reparado en que no había preguntado qué le había pasado a Peg. Dijo a Carson que lo lamentaba y le pidió que comunicara su pésame a Doc Brown, y Carson dijo que, si se le ocurría algo, aunque no le pareciera importante, les llamara.

—Lo haré —prometió Ned al detective.

Cuando colgó, se acercó a la ventana. Volverían, estaba seguro. Pero de momento estaba a salvo. Lo que debía hacer era esconder el rifle. No podía dejarlo en el coche o detrás de la chatarra, en el garaje. ¿Dónde lo escondería? Necesitaba pensar en un lugar donde a nadie se le ocurriera mirar.

Miró la pequeña extensión de hierba que había ante la casa. Estaba sucia y enlodada, y le recordó la tumba de Annie. Estaba enterrada en la parcela de su madre, en el viejo cementerio del pueblo. Casi nadie utilizaba ya ese cementerio. No estaba bien conservado, y todas las tumbas parecían descuidadas. Cuando pasó por allí la semana pasada, la tumba de Annie era tan nueva que la tierra aún no se había aposentado. Estaba blanda y enlodada, y daba la impresión de que hubieran arrojado a Annie bajo una pila de tierra.

Una pila de tierra… Era como si le hubieran dado una respuesta. Envolvería el rifle y las balas en plástico y una manta vieja, y los enterraría en la tumba de Annie hasta que llegara el momento de volver a utilizarlos. Después, cuando todo hubiera terminado, regresaría, se acostaría en la tumba y acabaría con su existencia.

—Annie —llamó, como la llamaba cuando ella estaba en la cocina—, Annie, pronto me reuniré contigo, te lo prometo.