26

Milly me recibió como a una vieja amiga cuando llegué al restaurante, justo a tiempo para una comida tardía.

—He estado contando a todo el mundo que está escribiendo un artículo sobre Nick Spencer —dijo, radiante—. ¿Qué le ha parecido la noticia hoy, que está viviendo en Suiza? Hace dos días, aquellos críos pescaron la camisa que en teoría llevaba, y todo el mundo pensó que había muerto. Mañana, será otra cosa. Siempre dije que alguien tan inteligente como para robar tanto dinero imaginaría una forma de vivir el tiempo suficiente para gastarlo.

—Puede que tenga razón, Milly —dije—. ¿Cómo está hoy la ensalada de pollo?

—Increíble.

Eso sí que es una recomendación, pensé, mientras pedía la ensalada y café. Como el horario de la comida se estaba acercando a su fin, el restaurante estaba lleno. Oí que mencionaban el nombre de Nicholas Spencer en varias mesas. Pero no lo que decían de él.

Cuando Milly volvió con la ensalada, pregunté si sabía algo sobre el estado del doctor Broderick.

—Ha mejorado un pooooco —dijo, arrastrando la última palabra—. O sea, continúa muy grave, pero he oído que intentó hablar con su mujer. Estupendo, ¿verdad?

—Sí, estupendo. Me alegro mucho.

Mientras tomaba la ensalada, muy abundante en apio pero no en pollo, mi mente dio un salto adelante. Si el doctor Broderick se recuperaba, ¿podría identificar a la persona que le había atropellado, o no le quedaría ningún recuerdo del accidente?

Mientras tomaba una segunda taza de café, el restaurante se fue vaciando con rapidez. Esperé hasta que vi a Milly terminar de despejar las demás mesas, y luego le indiqué por señas que se acercara. Había traído la foto tomada la noche en que Nick Spencer fue homenajeado, y se la enseñé.

—¿Conoce a estas personas, Milly?

Se ajustó las gafas y estudió al grupo congregado en el estrado.

—Claro. —Se puso a señalar—. Esta es Delia Gordon y su marido, Ralph. Ella es agradable. Él, un poco estirado. Esa es Jackie Schlosser. Es muy agradable. Ese es el reverendo Howell, el ministro presbiteriano. Ese es el estafador, por supuesto. Espero que le pillen. Ese es el presidente de la junta del hospital. Está acabado, pues fue él quien convenció a la junta de que invirtiera tanto en Gen-stone. Por lo que he oído, lo echarán en las próximas elecciones a la junta, si no antes. Mucha gente cree que debería dimitir. Apuesto a que lo hará si se demuestra que Nick Spencer está vivo. Por otra parte, si le detienen, puede que averigüen dónde escondió el dinero. Esa es Dora Whitman y su marido, Nils. Sus familias son de rancio abolengo. Pasta gansa. Servidumbre interna y toda la pesca, quiero decir. A todo el mundo le gusta el hecho de que nunca han renunciado a vivir en Caspien, pero me han dicho que tienen una casa de campo fabulosa en Martha’s Vineyard. Ah, y la de la punta derecha es Kay Fess. Es la jefa de los voluntarios del hospital.

Tomé notas, mientras intentaba seguir los veloces comentarios de Milly.

—Milly —dije cuando terminó—, quiero hablar con algunas de estas personas, pero el reverendo Howell es el único con el que he podido ponerme en contacto, hasta el momento. Los demás, o no constan en el listín, o no me han devuelto las llamadas. ¿Alguna idea?

—No diga que he sido yo, pero es probable que Kay Fess esté en la recepción del hospital ahora. Aunque no la haya llamado, es muy simpática.

—Milly, es usted un amor —dije. Terminé mi café, pagué la cuenta, dejé una generosa propina y, tras consultar mi mapa, recorrí las cuatro manzanas que distaba el hospital.

Supongo que esperaba encontrar un hospital de pueblo, pero el hospital de Caspien era una institución en expansión, con varios edificios adyacentes más pequeños, y una nueva zona acordonada y señalada con un letrero que rezaba emplazamiento del futuro centro pediátrico.

Estaba segura de que la construcción había sido aplazada, gracias a la inversión del hospital en Gen-stone.

Aparqué y entré en el vestíbulo. Había dos mujeres en el mostrador de recepción, pero adiviné al instante quién era Kay Fess. Muy bronceada aunque solo estábamos en abril, de cabello corto gris, ojos castaño oscuro, gafas de abuelita, boca de forma exquisita y labios finos, transmitía un aire de autoridad. Dudé de que alguien lograra colarse sin un pase de visitante si ella estaba vigilando. Era la que se hallaba más cerca de la entrada, delimitada con un cordón, a los ascensores, lo cual sugería que estaba al mando de las dos.

Había cuatro o cinco personas esperando su pase cuando yo entré en el vestíbulo. Aguardé a que su ayudante y ella se encargaran de los visitantes, y después me acerqué a hablar con la mujer.

—¿Señorita Fess? —dije.

Se puso al instante en guardia, como si sospechara que iba a pedirle permiso para que diez críos visitaran a un paciente.

—Señorita Fess, soy Carley DeCarlo, del Wall Street Weekly. Me gustaría mucho hablar con usted acerca de la cena celebrada en honor de Nicholas Spencer hace unos meses. Tengo entendido que usted estaba en el estrado, muy cerca de él.

—Usted me telefoneó el otro día.

—Sí, en efecto.

La otra mujer de la recepción nos estaba mirando con curiosidad, pero tuvo que dedicar su atención a más recién llegados.

—Señorita DeCarlo, puesto que no le devolví la llamada, ¿no le sugiere eso que no tenía la menor intención de hablar con usted?

Su tono era agradable, pero firme.

—Señorita Fess, tengo entendido que dedica gran parte de su tiempo al hospital. También sé que el hospital ha tenido que aplazar la construcción del centro pediátrico debido a la inversión en Gen-stone. El motivo de que quiera hablar con usted es que creo que la verdadera historia de la desaparición de Nicholas Spencer no ha salido a la luz, y si lo hace, será posible seguir el rastro del dinero.

Vi vacilación y duda en su expresión.

—Nicholas Spencer ha sido visto en Suiza —dijo—. Me pregunto si se habrá comprado un chalet con el dinero que habría salvado la vida de futuras generaciones de niños.

—Lo que parecía ser la prueba definitiva de su muerte apareció en titulares hace solo dos días —le recordé—. La verdad es que aún no conocemos toda la historia. ¿No podríamos hablar unos minutos, por favor?

La media tarde no era un período de tiempo en que acudieran muchos visitantes. La señorita Fess se volvió hacia su compañera.

—Vuelvo enseguida, Margie.

Nos sentamos en un rincón del vestíbulo. Estaba claro que quería ir al grano y abreviar al máximo nuestra conversación. No iba a hablarle de mi sospecha de que lo ocurrido al doctor Broderick tal vez no fuera un accidente. Lo que sí le revelé fue mi sospecha de que Nicholas Spencer se había enterado de algo en aquella cena, que le impulsó a ir corriendo por la mañana a recoger las viejas notas de su padre. Después, decidí dar un paso más.

—Señorita Fess, Spencer se quedó muy preocupado cuando descubrió que alguien se había llevado aquella documentación diciendo que venía de su parte. Creo que si puedo descubrir quién le transmitió información perturbadora durante la cena, así como a quién visitó después de salir de la consulta del doctor Broderick al día siguiente, nos haríamos una idea de lo que le sucedió en realidad y del paradero del dinero. ¿Habló con Spencer un rato?

Compuso una expresión pensativa. Tuve la sensación de que Kay Fess era una de esas personas que no pasaba por alto nada.

—La gente del estrado se reunió media hora antes en una recepción privada para tomar fotos. Se sirvieron cócteles. Nicholas Spencer fue el centro de atención, por supuesto.

—¿Cómo juzgaría su comportamiento al principio de la velada? ¿Parecía relajado?

—Estuvo cordial, agradable, lo que se espera de alguien a quien se rinde homenaje. Había entregado al presidente su cheque personal por cien mil dólares para el fondo reservado a la construcción, pero no quería anunciarlo durante la cena. Dijo que, cuando la vacuna se aprobara, haría un donativo diez veces más grande.

Apretó la boca.

—Era un estafador muy convincente.

—Pero ¿se fijó en si habló con alguien en particular durante la velada?

—No, pero puedo decirle que, antes de que se sirviera el postre, estuvo conversando con Dora Whitman durante diez minutos, como mínimo, y parecía muy absorto en lo que ella decía.

—¿Tiene idea de qué estuvieron hablando?

—Yo estaba sentada a la derecha del reverendo Howell y él se había levantado para saludar a unos amigos. Dora estaba a la izquierda del reverendo Howell, de modo que la oí muy bien. Estaba citando a alguien que había alabado al doctor Spencer, el padre de Nicholas. Dijo a Nicholas que dicha mujer afirmaba que el doctor Spencer había curado a su hija de un defecto de nacimiento que habría destruido su vida.

Me di cuenta al instante de que esa era la relación que había intentado encontrar. También reparé en que no había podido ponerme en contacto con los Whitman porque su número no constaba en el listín telefónico.

—Señorita Fess, si tiene el número de teléfono de la señora Whitman, le ruego que la llame y le pregunte si podría hablar con ella lo antes posible, incluso ahora mismo si está libre.

Vi que una expresión de duda asomaba a sus ojos, al tiempo que meneaba la cabeza. No le di la oportunidad de rechazarme.

—Soy reportera, señorita Fess. Averiguaré dónde vive la señora Whitman, y conseguiré hablar con ella sea como sea. Pero cuanto antes descubra lo que dijo a Nicholas Spencer aquella noche, más posibilidades tendremos de descubrir la causa de su desaparición y el paradero del dinero desaparecido.

Me miró, y me di cuenta de que no la había ablandado, antes bien, le había recordado que era reportera. Aún no quería presentar al doctor Broderick como una posible víctima, pero jugué otra carta.

—Señorita Fess, ayer me entrevisté con Vivian Powers, la secretaria personal de Nicholas Spencer. Me dijo que había pasado algo en la cena celebrada en su honor, algo que le preocupó o perturbó sobremanera. A última hora de ayer, horas después de que habláramos, esa joven desapareció, y sospecho que pudo ser víctima de una conspiración. Algo está pasando, no hay vuelta de hoja. Alguien está desesperado por evitar que información acerca de esa documentación desaparecida llegue a las autoridades. Haga el favor de ponerme en contacto con Dora Whitman.

Se levantó.

—Espere aquí mientras llamo a Dora, por favor.

Fue al mostrador, y vi que descolgaba el teléfono y marcaba un número. No quería que yo lo viera. Empezó a hablar, y yo contuve el aliento cuando vi que anotaba algo en una hoja de papel. Estaba entrando más gente en el vestíbulo, en dirección al mostrador de recepción. Me indicó por señas que me acercara, y yo me apresuré a obedecerla.

—La señora Whitman está en casa, pero se marcha a la ciudad dentro de una hora. Le dije que usted iría directamente, y la está esperando. He anotado su dirección y el número de teléfono, además de un plano de la zona.

Empecé a dar las gracias a la señorita Fess, pero ella ya no me miraba.

—Buenas tardes, señora Broderick —dijo en tono solícito—. ¿Cómo se encuentra hoy el doctor? Espero que siga mejorando.