24

Me detuve en la oficina después de abandonar el pabellón de curas paliativas, pero tanto Don como Ken habían salido. Tomé notas sobre cosas que quería comentar con ellos por la mañana. Dos cabezas son mejor que una, y tres mejor que dos. No siempre es cierto, por supuesto, pero la máxima se aplica sin la menor duda cuando incluyes a esos dos tipos en la ecuación.

Había cierto número de preguntas que deseaba comentar con ellos. ¿Planeaba Vivian Powers reunirse con Nicholas Spencer en algún lugar? ¿Habían desaparecido de verdad las antiguas notas del doctor Spencer, o tan solo se trataba de una pantalla de humo para arrojar dudas sobre la culpabilidad de Spencer? ¿Había alguien más en la mansión aquella noche, minutos antes de que empezara el fuego? Y por fin, y muy importante, ¿había probado Nick Spencer la vacuna en un enfermo terminal, que luego recibió el alta del hospital?

Estaba decidida a averiguar el nombre de dicho paciente.

¿Por qué no había proclamado a los cuatro vientos que había vencido a la enfermedad?, me pregunté. ¿Era porque el paciente quería comprobar que la remisión era permanente, o porque no quería convertirse en blanco de los medios? Ya imaginaba los titulares si se filtraba la noticia de que la vacuna de Gen-stone funcionaba.

¿Y quién era el otro paciente que, tal como afirmaba la doctora Clintworth, había recibido la vacuna? ¿Existía alguna forma de convencerla de que revelara el nombre del paciente?

Nicholas Spencer había estado en un equipo de natación del instituto. Su hijo se aferraba a la esperanza de que estuviera vivo, porque había hecho acrobacias aéreas cuando iba a la universidad. No costaba tanto imaginar que, con esos antecedentes, tal vez habría podido escenificar su muerte a unas cuantas millas de la orilla, y luego nadar hasta un lugar seguro.

Ardía en deseos de hablar de todos esos puntos con los chicos, mientras aún estaban frescos en mi cabeza, pero tomé numerosas notas, y luego, como eran cerca de las seis y había sido un día positivo, me fui a casa.

Había media docena de mensajes en mi contestador: amigos proponiendo que nos reuniéramos, una llamada de Casey pidiendo que volviera a llamarle a las siete si estaba de humor para un plato de pasta en Il Tinello. Lo estaba, decidí, y traté de adivinar si debía sentirme halagada por haber sido invitada a cenar dos veces en siete días, o si era considerada una cita «segura» porque él había agotado la gente que exigía más antelación.

Fuera como fuere, paré el contestador y llamé a Casey al móvil. Nuestra conversación fue breve, como de costumbre.

Su habitual «doctor Dillon».

—Soy yo, Casey.

—¿Te va bien pasta esta noche?

—Estupendo.

—¿A las ocho en Il Tinello?

—Ajá.

—Fantástico.

Clic.

En una ocasión le pregunté si en la cama era tan rápido como cuando hablaba por teléfono, pero me aseguró que no.

—¿Sabes cuánto tiempo desperdicia la gente en el teléfono? —preguntó—. He hecho un estudio sobre el tema.

Picó mi curiosidad.

—¿Dónde hiciste el estudio?

—En casa, hace veinte años. Con mi hermana, Trish. Un par de veces, cuando íbamos al instituto, cronometré sus llamadas. Una vez pasó una hora y cuarto diciendo a su mejor amiga lo preocupada que estaba por no haber preparado el examen del día siguiente. En otra ocasión, dedicó cincuenta minutos a contar a otra amiga que no había terminado el proyecto científico que debía presentar al cabo de dos días.

—No obstante, se las ha arreglado bastante bien —le recordé durante la conversación. Trish era pediatra, y vivía en Virginia.

Sonreí al recordar la conversación, y algo preocupada por estar siempre dispuesta a caer en las redes de Casey, apreté el botón del contestador para escuchar el mensaje final.

La persona había intentado disimular la voz. No se identificaba, pero la reconocí: Vivian Powers.

—Son las cuatro, Carley. A veces me llevo trabajo a casa. Estaba ordenando mi escritorio. Creo que sé quién se llevó las notas del doctor Broderick. Llámeme, por favor.

Había anotado mi número de casa en el dorso de la tarjeta, pero mi móvil estaba impreso en la tarjeta. Ojalá hubiera intentado localizarme en él. A las cuatro, estaba de regreso a la ciudad. Habría dado media vuelta para ir a verla. Saqué mi libreta del bolso, busqué su número de teléfono y llamé.

El contestador automático se conectó al quinto timbrazo, lo cual me reveló que Vivian se había ido de casa hacía poco. La mayoría de contestadores te conceden cuatro o cinco timbrazos para descolgar si estás en casa, pero después de que se graba un mensaje, se conectan al segundo timbrazo.

Contesté con un mensaje muy meditado: «Me alegra saber de usted. Vivian. Son las siete y cuarto. Estaré en casa hasta las siete y media, y volveré a eso de las nueve y media. Llámeme, por favor».

Ni siquiera estaba segura de por qué no había dejado mi nombre. Si Vivian tenía identificador de llamadas, mi número habría quedado grabado en su pantalla telefónica. Pero si comprobaba el aparato acompañada de alguien, de esta manera era más discreto.

Una ducha rápida antes de salir por la noche siempre ayuda a aliviar la tensión del trabajo. La ducha de mi cuarto de baño minúsculo es un poco estrecha, pero cumple su función. Mientras manipulaba los grifos del agua fría y el agua caliente, pensé en algo que había leído sobre la reina Isabel I: «La reina se baña una vez al mes, tanto si lo necesita como si no». No habría ordenado decapitar a tanta gente de haber podido relajarse con una ducha caliente al final del día, concluí.

De día prefiero trajes pantalón, pero de noche me inclino por una blusa de seda, pantalones y zapatos de tacón. Me siento satisfactoriamente más alta vestida así. La temperatura exterior había empezado a bajar cuando volví, pero en lugar de una chaqueta, cogí una bufanda de lana que mi madre me había comprado durante un viaje a Irlanda. Es de un tono arándano intenso, y me chifla.

Me miré en el espejo y decidí que tenía muy buen aspecto. Mi sonrisa se convirtió en un fruncimiento de ceño, cuando pensé que no me satisfacía el hecho de vestirme con tanto esmero para Casey, y que estaba muy contenta de que me hubiera llamado tan poco tiempo después de la última cita.

Me fui del apartamento con mucha antelación, pero no encontré ni un taxi. A veces pienso que todos los taxistas de Nueva York se envían señales para poner el cartel de «fuera de servicio» al mismo tiempo, cuando me ven parada en la calle.

Como resultado, llegué un cuarto de hora tarde. Mario, el propietario, me acompañó hasta la mesa donde Casey estaba sentado, y me retiró la silla. Casey estaba serio, y pensé, Santo Dios, qué poca gracia le ha hecho. Se levantó, me dio un beso en la mejilla y preguntó:

—¿Te encuentras bien?

Me di cuenta de que, debido a mi extrema puntualidad, estaba preocupado por mí, lo cual me complació en grado sumo. Un médico guapo, inteligente, triunfador, soltero y sin compromiso como el doctor Kevin Curtis Dillon estará muy solicitado por muchas mujeres sin compromiso de Nueva York, y me preocupa que mi papel sea el de amiga asequible. Es una situación agridulce. Llevaba un diario cuando iba al instituto. Hace seis meses, cuando me encontré con Casey en el teatro, lo rescaté. Me avergonzó leer el embeleso que me había causado ir al baile de fin de curso con él, pero todavía fue peor leer las entradas posteriores acerca de la cruel decepción producida por el hecho de que no me volviera a llamar.

Me recordé que debía tirar a la basura aquel diario.

—Estoy bien —dije—. Tan solo un caso grave de escasez de taxis.

No pareció tranquilizarse. Estaba claro que algo le preocupaba.

—¿Qué te pasa, Casey?

Esperó hasta que nos sirvieron el vino.

—Ha sido un día muy duro, Carley. La cirugía es limitada, y frustra mucho saber que, hagas lo que hagas, solo puedes ayudar un poco. He operado a un crío que chocó con un camión en su moto. Tiene suerte de que aún le queda un pie, pero sus movimientos serán limitados.

Los ojos de Casey estaban nublados de dolor. Pensé en Nicholas Spencer, que con tanta desesperación había deseado salvar las vidas de las víctimas del cáncer. ¿Habría sobrepasado los límites de la ética científica, intentando demostrar que podía hacerlo? No podía quitarme ese interrogante de la cabeza.

Guiada por un instinto, apoyé mi mano sobre la de Casey. Me miró, y dio la impresión de que se relajaba.

—Es fácil estar contigo, Carley —dijo—. Gracias por haber venido sin apenas concederte tiempo.

—Es un placer.

—Aunque te hayas retrasado.

El momento de intimidad había pasado.

—Escasez de taxis.

—¿Cómo va el artículo sobre Spencer?

Mientras tomábamos setas Portobello, ensalada de berros y linguini con salsa de almejas, le hablé de mis encuentros con Vivian Powers, Rosa y Manuel Gómez, y la doctora Clintworth en el pabellón de curas paliativas.

Frunció el ceño al conocer la insinuación de que Nicholas Spencer estaba experimentando con pacientes en el pabellón.

—Si es verdad, no solo es ilegal, sino inmoral —dijo con vehemencia—. Piensa en todos los fármacos que parecían milagrosos, y resultaron un desastre. La talidomida es un ejemplo clásico. Fue aprobado en Europa hace cuarenta años para eliminar las náuseas de las mujeres embarazadas. Por suerte, en aquella época, la doctora Frances Kelsey, de la FDA, insistió en prohibirla. Hoy, sobre todo en Alemania, hay gente de cuarenta años con horrendas deformidades genéticas, como aletas en lugar de brazos, porque sus madres pensaron que el fármaco era inofensivo.

—Pero ¿no he leído que la talidomida ha demostrado ser útil en el tratamiento de otros problemas? —pregunté.

—Eso es absolutamente cierto, pero no se receta a mujeres embarazadas. Los fármacos nuevos han de probarse durante un período dilatado de tiempo antes de empezar a recetarlos, Carley.

—Casey, supón que has de elegir entre morir dentro de unos meses o seguir vivo, corriendo el riesgo de que se produzcan terribles efectos colaterales. ¿Qué harías?

—Por suerte, no he tenido que enfrentarme a ese dilema, Carley. Sé que, como médico, no quebrantaré mi juramento y convertiré a alguien en un conejillo de Indias.

Pero Nicholas Spencer no era médico, pensé. Su mentalidad era diferente, y en el pabellón de curas paliativas trataba con enfermos terminales, que no tenían más alternativa que ser conejillos de Indias o morir.

Mientras tomábamos los cafés, Casey me invitó a acompañarle a una fiesta en Greenwich, el domingo por la tarde.

—Te gustarán esas personas —dijo—. Y tú a ellas.

Acepté, por supuesto. Cuando salimos del restaurante, le pedí que me buscara un taxi, pero insistió en acompañarme. Le ofrecí prepararle la copa que ambos habíamos rechazado en el restaurante, pero hizo que el taxista le esperara mientras me acompañaba hasta la puerta de mi apartamento.

—Se me acaba de ocurrir que deberías vivir en un edificio con portero —dijo—. Esto de entrar con una llave ya no es seguro. Alguien podría colarse detrás de ti.

Me quedé estupefacta.

—¿Por qué has pensado eso?

Me miró muy serio. Casey mide un metro ochenta y cinco. Aunque llevo tacones, me saca una buena cabeza.

—Me pregunto si no te estarás metiendo en algo más gordo de lo que crees con esta investigación sobre Spencer.

No supe cuan proféticas eran esas palabras. Eran casi las diez y media cuando entré en mi apartamento. Eché un vistazo al contestador automático, pero la luz no parpadeaba. Vivian Powers no había llamado.

Telefoneé de nuevo, pero no contestó, de manera que dejé otro mensaje.

A la mañana siguiente, el teléfono sonó justo cuando salía a trabajar. Era alguien del departamento de policía de Briarcliff Manor. Un vecino que paseaba al perro aquella mañana había observado que la puerta de la casa de Vivian Powers estaba entreabierta. Tocó el timbre y, al no recibir respuesta, entró. La casa estaba desierta. Una mesa y una lámpara estaban volcadas, y las luces encendidas. Llamó a la policía. Habían escuchado el contestador automático y encontrado mis mensajes. ¿Sabía dónde podía estar Vivian Powers?