21

«Anoche soñé que volvía a Manderley». No podía dejar de pensar en la cautivadora primera frase de la novela Rebecca, de Daphne du Maurier, cuando me desvié de la carretera en Bedford, me detuve ante la cancela de la propiedad Spencer y me anuncié.

Por segunda vez aquel día me presentaba en una casa sin haber sido invitada. Cuando una voz de acento hispano me preguntó con educación quién era, contesté que era la hermanastra de la señora Spencer. Hubo una pausa, y después me indicaron que rodeara el lugar del incendio y me quedara a la derecha.

Entré poco a poco, para concederme la oportunidad de admirar la hermosa finca, muy bien cuidada, que rodeaba el edificio siniestrado. Había una piscina en la parte posterior y una caseta en una terraza situada sobre ella. A la izquierda vi lo que parecía un jardín inglés. De todos modos, no pude imaginarme a Lynn de rodillas, cavando en el suelo. Me pregunté si Nick y su primera mujer habían sido los que se habían ocupado del diseño, o si un propietario anterior había emprendido la tarea.

El edificio donde Manuel y Rosa Gómez vivían era una pintoresca casa de piedra caliza, con un tejado de tejas inclinado. Una pantalla de árboles de hoja perenne impedía ver la mansión desde la casa, lo cual brindaba privacidad a ambas viviendas. Era fácil ver por qué los caseros no se habían percatado del regreso de Lynn la semana pasada. De noche, habría podido teclear el código de apertura de la puerta y entrado en el garaje sin que lo supieran. Se me antojó extraño que no hubiera cámaras de segundad en los terrenos, pero sabía que la casa había contado con alarmas.

Aparqué, subí al porche y toqué el timbre. Manuel Gómez abrió la puerta y me invitó a entrar. Era un hombre nervudo, de un metro setenta de estatura, cabello oscuro, y rostro enjuto e inteligente. Entré en el vestíbulo y le di las gracias por recibirme sin haber avisado de mi llegada.

—Un poco más y no nos encuentra, señorita DeCarlo —dijo, muy tieso—. Tal como pidió su hermana, a la una nos habremos ido. Ya hemos sacado nuestras pertenencias personales. Mi esposa ha comprado los comestibles que ordenó la señora Spencer, y está echando un último vistazo a la planta de arriba. ¿Quiere inspeccionar la casa ahora?

—¡Se marchan! Pero ¿por qué?

Creo que se dio cuenta de que mi asombro era genuino.

—La señora Spencer dice que no necesita ayuda a tiempo completo, y tiene la intención de utilizar esta casa hasta que decida reconstruir o no la mansión.

—Pero el fuego fue hace solo una semana —protesté—. ¿Tienen un nuevo trabajo?

—No. Nos tomaremos unas breves vacaciones en Puerto Rico y visitaremos a nuestros parientes. Después, nos quedaremos con nuestra hija hasta encontrar otro trabajo.

Podía comprender que Lynn quisiera quedarse en Bedford (estaba segura de que debía tener amigos en el pueblo), pero despedir a esta gente de un día para otro me pareció casi inhumano.

El hombre se dio cuenta de que continuaba de pie en el vestíbulo.

—Lo siento, señorita DeCarlo —dijo—. Haga el favor de venir a la sala de estar.

Mientras le seguía, eché un rápido vistazo a mi alrededor. Había una escalera bastante empinada que conducía al piso de arriba desde el vestíbulo. A la izquierda había lo que parecía un estudio, con librerías y un televisor. La sala de estar era de tamaño generoso, con paredes de yeso color crema, una chimenea y ventanas de vidrios emplomados. Estaba cómodamente amueblada, y una tela que imitaba el dibujo de un tapiz cubría el espacioso sofá y las butacas. El ambiente era el de una casa de campo inglesa.

Su limpieza era inmaculada, y había flores frescas en un jarrón que descansaba sobre la mesita auxiliar.

—Siéntese, por favor —dijo Gómez. Él siguió de pie.

—Señor Gómez, ¿desde cuándo trabajan aquí?

—Desde que el señor y la señora Spencer, me refiero a la primera señora Spencer, se casaron, hace doce años.

¡Doce años, y les avisan del despido con menos de una semana de antelación! Santo Dios, pensé. Me moría de ganas de preguntar qué indemnización les había pagado Lynn, pero no tuve valor… de momento.

—Señor Gómez —dije—, no he venido a inspeccionar la casa. He venido porque quería hablar con usted y su mujer. Soy periodista, y estoy colaborando en un reportaje para mi revista, el Wall Street Weekly, sobre Nicholas Spencer. La señora Spencer sabe que estoy haciendo el reportaje. Sé que la gente está diciendo cosas muy feas sobre Nicholas, pero yo intento ser lo más imparcial posible. ¿Puedo hacerle preguntas sobre él?

—Voy a buscar a mi mujer —dijo en voz baja—. Está arriba.

Mientras esperaba, eché un rápido vistazo a través de la arcada hacia la parte posterior de la sala. Conducía a un comedor, y al otro lado estaba la cocina. Me pregunté si había sido una casa para invitados antes de alojar a los empleados. Tenía todo el aspecto.

Oí pasos en la escalera y me recliné en la butaca donde Gómez me había dejado. Después, me levanté para saludar a Rosa Gómez, una bonita mujer regordeta, cuyos ojos hinchados delataban que había estado llorando.

—Sentémonos todos —sugerí, y al instante me sentí como una idiota. Al fin y al cabo, esta había sido su casa.

No fue muy difícil animarles a hablar de Nicholas y Janet Spencer.

—Eran muy felices juntos —dijo Rosa Gómez, y su rostro se iluminó cuando habló—. Y cuando Jack nació, parecía que fuera el único niño del mundo. Es imposible pensar que sus padres han muerto. Eran personas maravillosas.

Las lágrimas que brillaban en sus ojos comenzaron a resbalar. Las secó, impaciente, con el dorso de la mano.

Me dijeron que los Spencer habían comprado la casa unos meses después de casarse, y les habían contratado poco después.

—En aquel tiempo, vivíamos en la casa —dijo Rosa—. Había un bonito apartamento al otro lado de la cocina, pero cuando el señor Spencer volvió a casarse, su hermana…

«Hermanastra», quise gritar.

—Debo interrumpirla —dije en cambio—, señora Gómez, para explicar que el padre de la señora Spencer y mi madre se casaron hace dos años en Florida. Somos técnicamente hermanastras, pero no íntimas. He venido como periodista, no como pariente.

Para que luego dijeran que era la defensora de Lynn; pero necesitaba obtener la verdad de esta gente, no frases educadas y cautelosas.

Manuel Gómez miró a su mujer, y luego a mí.

—La señora Lynn Spencer no quería que viviéramos en la casa. Prefería, como mucha gente, que el servicio tuviera aposentos separados. Dijo al señor Spencer que, habiendo cinco cuartos de invitados en la mansión, eran más que suficientes para acomodar a los invitados que pudieran venir. Él se mostró de acuerdo en que nos trasladáramos a esta casa, y a nosotros nos hizo mucha gracia tenerla para nosotros solos. Jack, por supuesto, vivía con sus abuelos.

—¿Nicholas Spencer mantenía una relación estrecha con su hijo?

—Desde luego —respondió al punto Manuel—, pero viajaba mucho, y no quería dejar a Jack con una niñera.

—Y después del segundo matrimonio de su padre, Jack no quiso vivir con la señora Lynn Spencer —dijo con firmeza Rosa—. Me dijo una vez que no creía gustarle.

—¡Le dijo eso!

—Sí. No olvide que estábamos aquí cuando nació. Estaba a gusto con nosotros. Para él, éramos de la familia, pero su padre y él… —Sonrió al recordar y meneó la cabeza—. Eran amigos. Esto es una tragedia para el niño. Primero su madre, y ahora su padre. He hablado con la abuela de Jack. Me ha dicho que el crío está seguro de que su padre vive.

—¿Qué le hace pensar eso? —pregunté al instante.

—El señor Nicholas hizo acrobacias aéreas cuando estaba en la universidad. Jack se aferra a la esperanza de que consiguió escapar del avión antes de que se estrellara.

¿Por obra de algún milagro?, me pregunté. Escuché mientras Manuel y Rosa competían en contar anécdotas sobre los primeros años que habían pasado con Nick, Janet y Jack, y después ataqué las preguntas que me interesaban.

—Rosa, Manuel, recibí un correo electrónico de alguien afirmando que un hombre había salido de la mansión tan solo un minuto antes de que empezara el incendio. ¿Saben algo de eso?

Los dos parecieron sorprenderse.

—No tenemos correo electrónico, y si hubiéramos visto salir a alguien antes del incendio, se lo habríamos dicho a la policía —dijo Manuel con vehemencia—. ¿Cree que lo envió la persona que provocó el incendio?

—Podría ser. Hay gente enferma que no para de hacer cosas por el estilo. Lo que no sé es por qué me lo envió a mí, en lugar de a la policía.

—Me siento culpable de no haber mirado en el garaje, por si estaba el coche de la señora Spencer —dijo Manuel—. No suele llegar a casa tan tarde, pero a veces sí.

—¿Con cuánta frecuencia utilizaban la casa? —pregunté—. ¿Todos los fines de semana, durante la semana, poco?

—A la primera señora Spencer le encantaba la casa. En aquella época venían cada fin de semana, y antes de que Jack fuera al colegio, ella se quedaba una o dos semanas si el señor Spencer estaba de viaje. La señora Lynn Spencer quería vender esta casa y su apartamento. Dijo al señor Spencer que quería empezar de cero, sin vivir con los gustos de otra mujer. Solían discutir sobre eso.

—Rosa, creo que no deberías hablar mal de la señora Spencer —le advirtió Manuel.

La mujer se encogió de hombros.

—Estoy diciendo la verdad. Esta casa no la satisfacía. El señor Spencer le pidió que esperara hasta que la vacuna fuera aprobada, antes de lanzarse a un proyecto de construcción. Tengo entendido que en los últimos meses hubo problemas con la vacuna, y él estaba muy preocupado. Viajaba mucho. Cuando estaba en casa, solía ir a Greenwich para estar con Jack.

—Sé que Jack vive con sus abuelos, pero cuando el señor Spencer estaba en casa, ¿se quedaba Jack aquí los fines de semana?

Rosa se encogió de hombros.

—No mucho. Jack siempre estaba muy callado delante de la señora Spencer. No es una mujer que comprenda a los niños. Jack tenía cinco años cuando su madre murió. La señora Lynn Spencer se parece un poco a ella, pero no es ella, claro está. Eso dificulta todavía más las cosas, y creo que le disgustaba.

—¿Diría que la relación entre Lynn y el señor Spencer era muy estrecha?

Sabía que estaba poniéndolos contra las cuerdas con mis preguntas, pero tenía que investigar su relación.

—Cuando se casaron, hace cuatro años, yo diría que sí —contestó poco a poco Rosa—, al menos durante un tiempo. Pero a menos que me equivoque, ese sentimiento no duró. Ella solía venir con sus invitados, y él estaba fuera o en Greenwich con Jack.

—Ha dicho que la señora Spencer no acostumbraba a llegar tarde de noche, pero sí de vez en cuando. ¿Les llamaba antes?

—A veces telefoneaba y decía que quería un refrigerio o una cena fría al llegar. En otras, recibíamos una llamada desde la mansión por la mañana para decir que estaba aquí y a qué hora quería el desayuno. De lo contrario, siempre íbamos a las nueve y nos poníamos a trabajar. Era una casa grande y necesitaba cuidados constantes, estuviera o no ocupada.

Sabía que era hora de irme. Intuía que Manuel y Rosa no deseaban prolongar el doloroso momento de abandonar la casa. No obstante, experimentaba la sensación de que no había ni rozado la superficie de las vidas de la gente que había vivido aquí.

—Me sorprendió ver que no hay cámaras de seguridad en la propiedad —dije.

—Los Spencer siempre tenían un labrador, y era un buen perro guardián, pero se fue con Jack a Greenwich, y la señora Lynn Spencer no quería otro perro —me dijo Manuel—. Dijo que era alérgica a los animales.

Eso es absurdo, pensé. En el apartamento de Boca Ratón, su padre tiene fotos de ella con perros y caballos.

—¿Dónde dejaban el perro? —pregunté.

—Pasaba la noche fuera, a menos que hiciera mucho frío.

—¿Ladraba a los intrusos?

Los dos sonrieron.

—Oh, sí —dijo Manuel—. La señora Spencer dijo que, además de sus alergias, Shep era demasiado ruidoso.

¿Demasiado ruidoso porque anunciaba sus llegadas nocturnas, o porque alertaba a todo el mundo de las llegadas nocturnas de otro visitante?, me pregunté.

Me levanté.

—Han sido muy amables al dedicarme este rato. Ojalá todo hubiera salido mejor para todos.

—Rezo —dijo Rosa—. Rezo para que Jack tenga razón y el señor Spencer siga vivo. Rezo para que su vacuna funcione al final, y esos problemas de dinero se solucionen. —Las lágrimas se agolparon de nuevo en sus ojos, y empezaron a resbalar sobre sus mejillas—. Y luego, pediré un milagro. La madre de Jack no puede volver, pero rezo para que el señor Spencer y esa chica tan guapa que trabaja para él vivan juntos.

—Cállate, Rosa —ordenó Manuel.

—¡No! —replicó ella, desafiante—. ¿Qué más da ya? —Me miró—. Pocos días antes de que su avión se estrellara, el señor Spencer vino a casa una tarde para recoger un maletín que se había olvidado. La chica estaba con él. Se llama Vivian Powers. Era evidente que estaban enamorados, y me alegré por él. Muchas cosas se han torcido en su vida. La señora Lynn Spencer no es una buena persona. Si el señor Spencer ha muerto, me alegro de que al final conociera a alguien que le quiso mucho.

Les di mi tarjeta y me fui, mientras intentaba asimilar las ramificaciones de lo que acababa de oír.

Vivian había dejado su trabajo, vendió su casa y guardó sus muebles en un almacén. Había hablado de empezar un nuevo capítulo de su vida. Pero mientras volvía a casa, habría apostado lo que fuera a que ese capítulo no empezaría en Boston. ¿Qué pensar acerca de la carta desechada en la que alguien afirmaba que el doctor Spencer había curado milagrosamente a su hija? ¿Formaban parte la carta, las notas desaparecidas y la historia del acelerador manipulado de un complicado plan para crear la ilusión de que Nick Spencer era víctima de un siniestro complot?

Pensé en el titular del Post: «esposa solloza: “no sé qué pensar”».

Yo podía ofrecer un nuevo titular: «cuñada tampoco sabe qué pensar».