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Durante el trayecto de tres cuartos de hora hasta el hospital de St. Ann, sintonicé la CBS por si decían algo nuevo sobre el incendio. Según los informes, Lynn Spencer había llegado a su casa de Bedford a eso de las once de la noche anterior. Los caseros, Manuel y Rosa Gómez, viven en la propiedad, pero en una casa aparte. Por lo visto, no la esperaban aquella noche, e ignoraban que se hallaba en la residencia principal.

¿Por qué había ido Lynn a Bedford anoche?, me pregunté, mientras decidía correr el riesgo de entrar en la autopista de Cross Bronx, la forma más rápida de ir desde la parte este de Manhattan al condado de Westchester, siempre que no haya un accidente. El problema es que los accidentes son frecuentes, lo cual provoca que la Cross Bronx tenga fama de ser la peor arteria del país.

El piso de los Spencer en Nueva York está en la Quinta Avenida, cerca del edificio en que había vivido Jackie Kennedy. Pensé en mis treinta metros cuadrados de propiedad y los veinticinco mil dólares que había perdido, el dinero que iba a ser la entrada de un piso. Pensé en el individuo de la asamblea de ayer, cuya hija estaba muriendo, y que iba a perder la casa porque había invertido en Gen-stone. Me pregunté si Lynn había experimentado una punzada de culpabilidad por volver a aquel opulento apartamento después de la asamblea. Me pregunté si pensaba hablar de eso conmigo.

Abril había vuelto a ser abril. Cuando recorrí las tres manzanas que distaba el garaje donde aparcaba mi coche, olfateé el aire y agradecí estar viva. El sol brillaba y el cielo era de un azul intenso. Las pocas nubes que lo manchaban eran como borlas de almohadones blancos, que derivaban casi como una idea de última hora. Así es como Eve, mi amiga diseñadora de interiores, me explica que utiliza almohadas cuando decora una habitación. Debería dar la impresión de que las almohadas han sido añadidas como una idea de última hora, después de que todo lo demás estuviera en su sitio.

El termómetro del tablero de mandos marcaba diecisiete grados. Sería un día estupendo para ir al campo, si los motivos no fueran los míos. De todos modos, sentía curiosidad. Iba a ver a una hermanastra que era prácticamente una extraña para mí, la cual, por algún motivo misterioso, había pedido que me avisaran cuando la conducían al hospital, en lugar de a uno de sus famosos amigos.

Recorrí la Cross Bronx en un cuarto de hora, casi un récord, y giré al norte, en dirección al paseo de Hutchinson River. El locutor dio las últimas noticias sobre Lynn. A las tres y cuarto de la madrugada, se había disparado la alarma de incendios en la mansión de Bedford. Cuando los bomberos llegaron, unos minutos después, toda la planta baja de la casa estaba envuelta en llamas. Rosa Gómez les aseguró que no había nadie dentro. Por suerte, uno de los bomberos reconoció el Fiat aparcado en el garaje como el coche que Lynn siempre utilizaba, y preguntó a Rosa cuánto tiempo llevaba allí. Al ver su reacción de sorpresa, apoyaron una escalerilla en la fachada para subir a la habitación que la mujer indicó, rompieron un cristal y entraron. Encontraron a una aturdida y desorientada Lynn, que intentaba abrirse paso entre el espeso humo. Para entonces, ya sufría una intoxicación debida a la inhalación de humo. Tenía ampollas en los pies por culpa del calor del suelo, y sus manos sufrían quemaduras de segundo grado porque había ido tanteando la pared en busca de la puerta. El hospital informó de que su estado había pasado de grave a pronóstico reservado.

Un informe preliminar indicaba que el fuego había sido intencionado. Habían rociado con gasolina el porche central, que corría a todo lo largo de la fachada. Cuando se incendió, produjo una bola de fuego que envolvió en llamas la planta baja en cuestión de segundos.

¿Quién había prendido fuego a la casa?, me pregunté. ¿Alguien sabía o sospechaba que Lynn se hallaba en ella? Mi mente volvió de inmediato a la asamblea de accionistas, y al hombre que la había apostrofado. Se había referido en concreto a la mansión Bedford. Estaba segura de que, cuando la policía se enterara, recibiría una visita.

Lynn estaba en un cubículo de la unidad de cuidados intensivos del hospital. Le habían introducido tubos de oxígeno por la nariz, y tenía los brazos vendados. Sin embargo, su tez no estaba tan pálida como el día anterior, en la asamblea de accionistas. Entonces, recordé que la inhalación de humo puede imprimir a la piel un brillo rosado.

Llevaba el pelo rubio echado hacia atrás, y parecía lacio, incluso desastrado. Me pregunté si se lo habrían cortado en urgencias. Tenía las palmas de las manos vendadas, pero sus dedos estaban desnudos. Me sentí avergonzada un momento por preguntarme si el diamante que había exhibido en la asamblea se había quedado en la casa incendiada.

Tenía los ojos cerrados, y me pregunté si estaría dormida. Miré a la enfermera que me había acompañado.

—Estaba despierta hace un minuto —dijo en voz baja—. Hable con ella.

—Lynn —dije, vacilante.

Abrió los ojos.

—Carley. —Intentó sonreír—. Gracias por venir.

Asentí. No es que sea mujer de pocas palabras, pero la verdad es que no sabía qué decirle. Me alegraba con sinceridad de que no hubiera sufrido quemaduras graves o asfixia en el incendio, pero ignoraba por qué estaba jugando a que éramos parientes. Si de algo estoy segura en este mundo, es de que Lynn Hamilton Spencer pasa de mí tanto como yo de ella.

—Carley… —Su voz se elevó en un tono agudo, y al darse cuenta, cerró los labios—. Carley —volvió a empezar, en un tono más sereno—. Yo no tenía ni idea de que Nick estaba sacando dinero de la empresa. Aún me cuesta creerlo. No sé nada de sus negocios. Era el propietario de la casa de Bedford y el piso de Nueva York antes de que nos casáramos.

Tenía los labios agrietados y resecos. Levantó la mano derecha. Comprendía que su intención era coger el vaso de agua, de modo que lo levanté y sostuve para que pudiera beber. La enfermera había salido en cuanto Lynn abrió los ojos. No estaba segura de que debiera oprimir el botón que alzaría la cama. Por consiguiente, pasé mi brazo alrededor de su cuello y la sostuve mientras bebía.

Bebió muy poco, y luego se reclinó y cerró los ojos, como si aquel breve esfuerzo la hubiera agotado. Fue entonces cuando sentí una punzada de sincera compasión por ella. Parecía que se hubiera roto. La Lynn exquisitamente vestida y peinada que había conocido en Boca Ratón se hallaba a años luz de la mujer vulnerable que necesitaba ayuda para conseguir beber unas gotas de agua.

La deposité sobre la almohada, y resbalaron lágrimas por sus mejillas.

—Carley —dijo, con voz cansada y triste—, lo he perdido todo. Nick está muerto. Me han pedido que dimita como responsable de relaciones públicas de la empresa. Presenté a Nick un montón de clientes nuevos. Más de la mitad realizaron fuertes inversiones en la empresa. Lo mismo pasó en el club de Southampton. Amigos de muchos años están furiosos porque conocieron a Nick por mi mediación, y ahora han perdido montones de dinero.

Pensé en Sam, que había descrito a Nick como una serpiente.

—Los abogados de los accionistas van a presentar una querella contra mí. —Lynn se había puesto a hablar muy deprisa. Apoyó la mano sobre mi brazo, dio un respingo y se mordió el labio. Estaba segura de que había experimentado un fuerte dolor en la palma de la mano llena de ampollas—. Tengo algo de dinero en mi cuenta personal, y nada más. Pronto no tendré ni casa. Ya no tengo trabajo. Necesito tu ayuda, Carley.

¿En qué podía ayudarla yo?, me pregunté. No sabía qué decir. Me limité a mirarla.

—Si Nick se apoderó de ese dinero, mi única esperanza es que la gente crea que yo también soy una víctima inocente. Hablan de presentar cargos contra mí, Carley. No lo permitas, por favor. La gente te respeta. Te escucharán. Hazles comprender que, si hubo una estafa, yo no participé en ella.

—¿Crees que Nick ha muerto?

Era una pregunta que debía hacer.

—Sí. Sé que Nick creía a pies juntillas en la legitimidad de Gen-stone. Iba a una reunión de negocios en Puerto Rico, pero se topó con una tormenta espantosa.

Su voz empezaba a traslucir cansancio, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—A Nick le gustabas, Carley. Le gustabas mucho. Te admiraba. Me habló de tu hijo. El hijo de Nick, Jack, acaba de cumplir diez años. Sus abuelos viven en Greenwich. Ahora no me dejarán ir a verle. Nunca les caí bien porque me parecía a su hija, y yo estoy viva y ella muerta. Echo de menos a Jack. Quiero poder verle, al menos.

Lo comprendí muy bien.

—Lo siento mucho, Lynn, de veras.

—Necesito algo más que tu compasión, Carley. Necesito que ayudes a la gente a comprender que yo no participé en ningún plan para estafarles. Nick decía que eras una persona leal. ¿Lo serás también conmigo? —Cerró los ojos—. Y por él —susurró—. Le gustabas mucho.