Creo que llegué a casa en piloto automático. Solo podía pensar en el accidente que había dejado en coma y muy grave al doctor Broderick. ¿Era un accidente?, no paraba de preguntarme.
Ayer había ido a las oficinas de Gen-stone nada más terminar de hablar con el doctor Broderick, y empecé a hacer preguntas para averiguar quién había ordenado recuperar aquellos documentos. Hablé con el doctor Celtavini y la doctora Kendall. Pregunté en recepción sobre otros posibles servicios de mensajería, y describí al hombre de pelo castaño rojizo, tal como el doctor Broderick lo había descrito. Esta mañana, tan solo unas horas más tarde, el doctor Broderick había sido atacado por alguien en un coche. Utilizo a propósito la palabra «atacado» en lugar de atropellado.
Llamé al restaurante de Caspien desde el coche y hablé con Milly. Me dijo que el accidente había ocurrido a las seis de la mañana, en el parque cercano a la casa del médico.
—Por lo que he oído, la policía cree que el tipo debía de ir borracho o algo por el estilo —dijo—. Tuvo que desviarse hasta la cuneta para atropellar al doctor. ¿No le parece espantoso? Rece por él, Carley.
Lo haría, sin lugar a dudas.
Cuando llegué a casa, me puse ropa cómoda: un jersey ligero, mallas y zapatillas de deporte. A las cinco me serví una copa de vino, comí un poco de queso y galletitas saladas, apoyé los pies sobre un cojín y me dediqué a meditar sobre los acontecimientos del día.
Ver a Maggie, que solo viviría unos meses más, me trajo vívidos recuerdos de Patrick. Me pregunté si, de haber podido elegir, habría sido peor disfrutar de Patrick durante cuatro años para luego perderle. ¿Habría sido más fácil tenerle unos pocos días, en lugar de que se convirtiera en el centro y alma de mi vida, como Maggie lo era para Rhoda y Marty Bikorsky? Ojalá… Ojalá… Ojalá… Ojalá los cromosomas que formaban el corazón de Patrick no hubieran sido defectuosos. Ojalá las células cancerígenas que habían invadido el cerebro de Maggie pudieran ser destruidas.
Plantearse preguntas de este estilo es absurdo, porque no hay respuestas. Las cosas no eran así, de modo que nunca lo sabremos. Patrick tendría diez años ahora. Le veo en mi mente y en mi corazón, tal como sería si hubiera vivido. Tendría el cabello oscuro, por supuesto. Greg, su padre, tiene el cabello oscuro. Sería alto para su edad, probablemente. Greg es alto, y a juzgar por mis padres y abuelos, yo debo de tener un gen de la estatura regresivo. Tendría ojos azules. Los míos son azules, los de Greg de un azul oscuro. Me gustaría pensar que sus facciones serían más parecidas a las mías, porque me parezco a mi padre, y era el hombre más bondadoso (así como uno de los más atractivos) que he conocido en mi vida.
Es curioso. Mi hijo, que solo vivió unos días, es más real para mí que Greg, con el cual estudié en la escuela universitaria de graduados un año y estuve casada otro año, y que se ha convertido en un ser vago y carente de importancia. Si acaso, la única huella permanente que me queda de él es la pregunta de cómo no me di cuenta desde un principio de lo superficial que era. ¿Os acordáis de ese famoso cartel, «Él no pesa, es mi hermano»? ¿Qué os parece «El no pesa, es mi hijo»? Tres kilos de hermoso bebé, pero con un corazón herido demasiado pesado para que su padre cargara con él.
Confío en que exista la segunda oportunidad. Algún día, me gustaría tener una familia. Cruzo los dedos para estar con los ojos bien abiertos y no cometer otra equivocación. Eso es lo que me preocupa de mí. Juzgo con excesiva rapidez a la gente. Marty Bikorsky me caía bien instintivamente, y sentía pena por él. Por eso había ido a verle. Por eso creo que es inocente de ese incendio.
Después, empecé a pensar en Nicholas Spencer. Dos años antes, cuando le había conocido, me gustó instintivamente y le admiré. Ahora, solo veo la punta del iceberg de lo que ha hecho a mucha gente, no solo destruir su seguridad económica con sus acciones hinchadas, sino destruir la esperanza de que su vacuna prevendría y curaría el cáncer de sus seres queridos.
A menos que haya otra respuesta.
El hombre del pelo castaño rojizo que se había llevado las notas del doctor Spencer forma parte de esa respuesta. Estoy segura. ¿Era posible que hubieran atacado al doctor Broderick porque podía identificarle?
Al cabo de un rato me fui, caminé hasta el Village y tomé linguini con salsa de almejas y una ensalada en un pequeño restaurante sin pretensiones. Mejoró el dolor de cabeza que me estaba molestando, pero no curó el dolor del corazón. Me sentía abrumada por la culpa de que mi visita tal vez le costara la vida al doctor Broderick. Pero más tarde, cuando volví a casa, conseguí dormir.
Cuando desperté, me sentía mejor. Me encantan los domingos por la mañana, leer los periódicos en la cama mientras bebo café. Pero luego, conecté la radio para escuchar las noticias de las nueve. Al amanecer, unos niños de Puerto Rico, que pescaban en una barca cerca de donde habían sido encontrados los restos del avión de Nicholas Spencer, habían pescado un trozo quemado y manchado de sangre de un polo azul de hombre. El locutor dijo que el financiero desaparecido Nicholas Spencer, presunto autor del robo de millones de dólares de su empresa de investigaciones médicas, llevaba un polo azul cuando salió del aeropuerto del condado de Westchester, varias semanas antes. Los restos serían analizados y comparados con polos similares de Paul Stuart, la camisería de Madison Avenue donde compraba Spencer. Enviarían de nuevo buzos en busca del cadáver, que se concentrarían en aquella zona.
Llamé al apartamento de Lynn y me di cuenta al instante de que la había despertado. Su voz sonaba adormilada e irritada, pero cambió enseguida cuando se dio cuenta de que era yo. Le hablé de las noticias, y durante un largo momento no dijo nada.
—Carley —susurró al fin—, estaba segura de que le encontrarían vivo, de que todo era una pesadilla, despertaría y le encontraría aquí conmigo.
—¿Estás sola? —pregunté.
—Por supuesto —contestó, indignada—. ¿Qué clase de persona crees…?
La interrumpí.
—Lynn, me refería a si te acompaña un ama de llaves u otra persona durante tu recuperación.
Esta vez, fui yo quien habló con firmeza. ¿Qué se pensaba que había insinuado?
—Oh, Carley, lo siento. Mi ama de llaves libra los domingos, pero vendrá un poco más tarde.
—¿Quieres compañía?
—Sí.
Quedamos en que me pasaría a las once. Estaba a punto de irme, cuando Casey telefoneó.
—¿Has oído las últimas noticias sobre Spencer, Carley?
—Sí.
—Eso debería acallar todas las especulaciones acerca de que sigue vivo.
—Supongo. —El rostro de Nicholas Spencer se formó en mi mente. ¿Por qué había esperado que reaparecería y arreglaría todo, confirmando que había sido una terrible equivocación?—. Estaba a punto de salir hacia casa de Lynn.
—Yo también tengo prisa, Carley. No te demoro más. Hasta luego.
Supongo que me hice la imagen mental de estar sentada a solas con Lynn, pero no sucedió así. Cuando llegué, encontré a Charles Wallingford a su lado, en la sala de estar, junto con otros dos hombres que resultaron ser abogados de Gen-stone.
Lynn iba vestida con pantalones beis de un corte exquisito y una blusa estampada en tonos pastel. Se había ceñido el pelo a la nuca. Llevaba poco maquillaje, pero aplicado con arte. Los vendajes de sus manos se habían reducido a una sola pieza de gasa ancha en cada palma. Calzaba zapatillas transparentes, y vi el acolchado que protegía sus pies quemados.
La besé en la mejilla con cierta desgana, obtuve un recibimiento gélido de Wallingford, y cuando me presenté, un educado saludo de los abogados, los dos hombres de aspecto serio e indumentaria conservadora.
—Carley —dijo Lynn en tono de disculpa—, estamos preparando la declaración que haremos a los medios. No tardaremos mucho. Estamos seguros de que recibiremos montones de llamadas.
Charles Wallingford y yo intercambiamos una mirada. Leí en su mente. ¿Qué estaba haciendo yo, observándoles mientras preparaban una declaración para los medios? Yo era los medios.
—Lynn —protesté—, no debería estar aquí. Vendré en otro momento.
—Carley, quiero que te quedes. —Por un instante, la compostura de Lynn se desmoronó—. Con independencia del problema que Nick fue incapaz de afrontar, cuando fundó la empresa estoy segura de que creía en la vacuna y creía que iba a conceder a la gente una oportunidad de compartir su éxito económico. Quiero que la gente comprenda que yo no colaboré en ningún plan de estafar a nadie. Pero también quiero que la gente comprenda que, al menos al principio, Nick no se proponía estafar. No se trata de un buen trabajo de relaciones públicas. Confía en mí.
Todavía no estaba muy contenta de que me incluyeran en esta sesión, pero retrocedí de mala gana hasta una silla cerca de la ventana y paseé la vista por la sala. Las paredes eran de un amarillo vistoso, los techos y molduras blancos. Los dos sofás estaban tapizados en un dibujo amarillo, verde y blanco. Había sendas butacas a juego cubiertas con punto de aguja, encaradas una a la otra junto a la chimenea. El alto escritorio inglés y las escasas mesas eran antigüedades auténticas y estaban pulidas a la perfección. Las ventanas de la izquierda ofrecían una vista de Central Park. Hacía calor, y los árboles empezaban a florecer. El parque estaba lleno de gente, que paseaba, corría o estaba sentada en los bancos, disfrutando del día.
Me di cuenta de que la estancia había sido decorada para dar una sensación de continuidad entre el exterior y el interior. Era vibrante, primaveral y algo menos formal de lo que cabía esperar de Lynn. De hecho, el apartamento no era lo que yo esperaba, en el sentido de que, si bien era espacioso, era más un confortable hogar familiar que algo diseñado de cara a la galería.
Después, recordé que Lynn había dicho que Nick y su primera mujer lo habían comprado, y que ella quería venderlo y mudarse. Lynn y Nick solo llevaban cuatro años casados. ¿Era posible que Lynn no lo hubiera vuelto a decorar a su gusto, porque no era el lugar en que quería quedarse? Apostaría a que esa era la respuesta.
Unos momentos después, el timbre de la puerta sonó. Vi que el ama de llaves pasaba delante de la sala de estar para ir a abrir, pero no creo que Lynn lo oyera. Charles Wallingford y ella estaban comparando notas, y ella había empezado a leer en voz alta.
—Por lo que tenemos entendido, parece que el pedazo de tela encontrado esta mañana a dos millas de Puerto Rico procedía del polo que mi marido llevaba cuando despegó del aeropuerto de Westchester. Durante estas tres semanas me he aferrado a la esperanza de que hubiera sobrevivido al accidente y regresara para defenderse de las acusaciones vertidas contra él. Creía con todas sus fuerzas que estaba a punto de encontrar una vacuna que prevendría y curaría el cáncer. Estoy segura de que el dinero que retiró, aunque fuera sin autorización, habría sido utilizado para ese único propósito.
—Lynn, lo siento, pero debo decirte que la respuesta a esa declaración será «¿A quién crees que estás engañando?».
El tono de voz era suave, pero las mejillas de Lynn se inflamaron, y tiró la hoja de papel que sostenía.
—¡Adrian! —dijo.
Para alguien metido en el mundo económico, el recién llegado no necesitaba presentación, como solían decir los presentadores de televisión cuando anunciaban a sus invitados célebres. Le reconocí de inmediato. Era Adrian Nagel Garner, el único propietario de Garner Pharmaceuticals Company y gran filántropo. No era muy alto, de unos cincuenta y cinco años, pelo gris y facciones vulgares, el tipo de hombre corriente que no se destacaría en una multitud. Nadie sabía lo rico que era. Nunca permitía publicidad sobre su persona, pero la voz corre, por supuesto. La gente hablaba con admiración y asombro de su casa de Connecticut, que albergaba una espléndida biblioteca, un teatro de ochenta asientos, un estudio de grabación y una sala habilitada como bar, por nombrar tan solo algunas de sus particularidades. Dos veces divorciado y con hijos adultos, se decía que mantenía una relación sentimental con una inglesa de sangre azul.
Era su empresa la que había pensado pagar mil millones de dólares por el derecho a distribuir la vacuna de Gen-stone, si conseguía la aprobación. Sabía que uno de sus ejecutivos había sido elegido para la junta de Gen-stone, pero no se había puesto en evidencia durante la asamblea de accionistas. Estaba segura de que lo último que deseaba Adrian Nagel Garner para su empresa era que se le vinculara, en la mente pública, con la desventurada Gen-stone. La verdad, me sorprendió verle en la sala de estar de Lynn.
Era evidente que su visita constituía una sorpresa absoluta también para ella.
—Adrian, qué agradable sorpresa —dijo. Casi tartamudeaba.
—Voy arriba, a comer con los Parkinson. Cuando me di cuenta de que también era tu edificio, he pasado a verte. Oí la noticia esta mañana.
Miró a Wallingford.
—Charles.
Su saludo transmitió una notable frialdad. Saludó con un cabeceo a los abogados, y luego me miró.
—Adrian, te presento a mi hermanastra, Carley DeCarlo —dijo Lynn. Todavía parecía asombrada—. Carley está trabajando en un reportaje sobre Nick para el Wall Street Weekly.
El hombre guardó silencio y me miró con aspecto inquisitivo. Estaba irritada conmigo misma por no haberme marchado en cuanto vi a Wallingford y los abogados.
—Pasé a ver a Lynn por el mismo motivo que usted, señor Garner —dije en tono crispado—, para decirle cuánto siento que, al parecer, Nick no saliera vivo del accidente.
—En ese caso, no estamos de acuerdo, señorita DeCarlo —replicó con aspereza Adrian Garner—. Yo creo que no hay nada definitivo. Por cada persona que crea que este fragmento de tela es la prueba de su muerte, habrá diez convencidas de que Nick lo dejó en la zona del accidente con la esperanza de que lo encontraran. Los accionistas y empleados ya están bastante irritados y amargados, y creo que convendrá conmigo en que Lynn ya ha sido suficiente víctima de esta ira. A menos que el cadáver de Nick Spencer sea encontrado, no debería decir nada que pudiera ser interpretado como un intento de convencer a la gente de ese hecho. Creo que la respuesta digna y apropiada sería limitarse a decir «No sé qué pensar».
Se volvió hacia ella.
—Lynn, has de hacer lo que consideres apropiado, por supuesto. Te deseo lo mejor, y quería que lo supieras.
Con un cabeceo dedicado a los demás, uno de los hombres más ricos y poderosos del país se marchó.
Wallingford esperó a que la puerta se cerrara, y luego habló en tono vehemente.
—Creo que Adrian Garner es un ser despótico.
—Pero tal vez tenga razón —dijo Lynn—. De hecho, Charles, creo que está en lo cierto.
Wallingford se encogió de hombros.
—No hay nada cierto en este lío —dijo, con aspecto contrito—. Lo siento, Lynn, pero ya sabes a qué me refiero.
—Sí.
—Lo más duro es que yo quería a Nick —dijo Wallingford—. Trabajé con él durante ocho años, y lo consideré un privilegio. Todavía me resulta increíble. —Meneó la cabeza y miró a los abogados. Después, se encogió de hombros—. Te mantendré informada sobre todo lo que averigüemos, Lynn.
Ella se levantó, y a juzgar por la mueca que no logró disimular, deduje que sus pies todavía le dolían.
Era evidente que estaba agotada, pero a instancias de ella me quedé lo suficiente para tomar un Bloody Mary en su compañía. Elegimos como tema de conversación nuestra tenue relación familiar. Le dije que había hablado con su padre el martes, cuando volví del hospital para informarle de su estado, y que llamé a mi madre el miércoles para hablarle de mi nuevo trabajo.
—Hablé con papá el día que ingresé en el hospital, y otra vez a la mañana siguiente —dijo Lynn—. Después, le dije que iba a dejar el teléfono descolgado para poder descansar, y que le llamaría durante el fin de semana. Lo haré esta tarde, después de poner los pies en alto un rato.
Me levanté y dejé sobre la mesa el vaso vacío.
—Seguiremos en contacto.
Hacía un día tan bonito que decidí pasear los tres kilómetros que distaba mi casa. Pasear aclara mis ideas, y tenía la impresión de que bullía con demasiadas cosas. Los dos últimos minutos con Lynn exigían una atención especial. Cuando fui a verla al hospital la segunda vez, estaba hablando por teléfono. Cuando colgó, dijo «Yo también te quiero». Después, me vio y dijo que había estado hablando con su padre.
¿Había equivocado el día en que habló con él? ¿O había otra persona al teléfono? Podría haber sido una amiga. La frase «te quiero», cuando estoy hablando con mis amigos, no me sugiere nada. Pero hay muchas formas de decir «Yo también te quiero», y la voz de Lynn había sugerido algo sexual.
La siguiente posibilidad que pasó por mi cabeza me dejó asombrada. ¿Habría estado hablando la señora de Nicholas Spencer con su desaparecido esposo?