17

Había recortado todos los artículos sobre Nick Spencer aparecidos en el Caspien Town Journal. Después de hablar con Vivian Powers, los examiné y encontré la foto de la cena celebrada en su honor el 15 de febrero, cuando se le concedió el premio al Ciudadano Distinguido. El pie incluía el nombre de todas las personas sentadas a la mesa con él.

Incluían al presidente de la junta directiva del hospital de Caspien, el alcalde de Caspien, un senador del estado, un sacerdote y varios hombres y mujeres que, sin duda, debían de ser ciudadanos prominentes de la zona, el tipo de gente a la que se acude en los banquetes para recaudar fondos.

Apunté los nombres y busqué su número de teléfono. Lo que quería en concreto era encontrar a la persona de Caspien a la que Nick Spencer había ido a ver a la mañana siguiente, después de dejar al doctor Broderick. La posibilidad era leve, pero tal vez, solo tal vez, era una de las personas que se hallaban en el estrado con él. De momento, obvié llamar al alcalde, al senador o al presidente de la junta del hospital. En cambio, esperaba localizar a alguna de las mujeres presentes.

Según Broderick, Spencer había vuelto de manera inesperada a Caspien aquella mañana, y le había disgustado mucho saber que la documentación de su padre había desaparecido. Siempre procuro ponerme en el lugar de alguien a quien trato de entender. De haber estado en el lugar de Nick, y sin tener nada que ocultar, habría ido directamente a mi oficina e iniciado una investigación.

Anoche, cuando volví a casa después de cenar con Casey, me puse mi camisón favorito, me metí en la cama, apoyé las almohadas contra la cabecera y desparramé sobre la cama todos los artículos del voluminoso expediente que tenía sobre Nick. Leo muy deprisa, pero por más artículos que leí, jamás vi una sola referencia al hecho de que había dejado las notas de los primeros experimentos de su padre al cuidado del doctor Broderick, en Caspien.

Es lógico suponer que una información de ese tipo sería conocida por muy poca gente. Pero si había que creer al doctor Celtavini y a la doctora Kendall, ignoraban la existencia de esas viejas notas, y el hombre del pelo castaño rojizo no era el mensajero habitual de la empresa.

Pero ¿cómo conocería alguien ajeno a la empresa la existencia de esa documentación?, y más intrigante todavía, ¿para qué la querría?

Hice tres llamadas telefónicas y dejé mensajes. La única persona a la que localicé fue el reverendo Howell, el ministro presbiteriano que había pronunciado la plegaria en la recaudación de fondos. Era cordial, pero dijo que no había hablado mucho con Nick Spencer aquella noche.

—Le felicité por recibir el premio, claro está, señorita DeCarlo. Después, como a todos los demás, me entristeció y decepcionó enterarme de sus presuntas ilegalidades, y también de que el hospital había sufrido fuertes pérdidas económicas al haber invertido tanto en acciones de su empresa.

—Reverendo, en la mayoría de estas cenas, entre plato y plato, la gente se levanta y pasea —dije—. ¿Se fijó en si Nicholas Spencer hablaba con alguien en particular?

—No, pero puedo preguntarlo, si quiere.

Mi investigación no avanzó mucho. Llamé al hospital y me dijeron que Lynn se había marchado.

Según los periódicos de la mañana, Marty Bikorsky había sido acusado de incendio premeditado e imprudencia temeraria, y puesto en libertad bajo fianza. Salía en el listín telefónico de White Plains. Marqué su número. Oí el contestador automático, y dejé un mensaje.

—Soy Carley DeCarlo, del Wall Street Weekly. Le vi en la asamblea de accionistas, y no me pareció usted la clase de hombre que pegaría fuego a la casa de alguien. Espero que me llame. Me gustaría ayudarle, en la medida de mis posibilidades.

Mi teléfono sonó casi al mismo tiempo de colgar.

—Soy Marty Bikorsky. —Su voz sonaba cansada y tensa—. Creo que nadie puede ayudarme, pero agradezco el intento.

Una hora y media después estaba aparcada delante de su casa, un edificio de dos plantas bien conservado. Una bandera estadounidense ondeaba en el jardín, colgada de un poste. El caprichoso tiempo de abril continuaba gastando jugarretas. Ayer, la temperatura había alcanzado los veintiún grados. Hoy, había bajado a catorce, y soplaba viento. No me habría importado llevar un jersey bajo mi delgada chaqueta de primavera.

Bikorsky debía de estar esperándome, porque la puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. Escudriñé su rostro, y mi reacción instantánea fue pensar, pobre tipo. Sus ojos delataban tanto cansancio y derrota que sentí pena por él. No obstante, hizo un esfuerzo consciente por enderezar los hombros y forzar una tenue sonrisa.

—Entre, señorita DeCarlo. Soy Marty Bikorsky.

Empezó a extender la mano, pero la retiró enseguida. La tenía vendada. Sabía que se había quemado con los fogones, al menos eso había afirmado.

El estrecho vestíbulo de entrada conducía a la cocina. La sala de estar estaba a la derecha de la puerta.

—Mi mujer ha preparado café —dijo—. Si le apetece, podríamos sentarnos a la mesa.

—Con mucho gusto.

Le seguí hasta la cocina, donde una mujer que nos daba la espalda estaba sacando una tarta de café del horno.

—Rhoda, esta es la señorita DeCarlo.

—Llámeme Carley, se lo ruego —dije—. En realidad, me llamo Marcia, pero en el colegio mis compañeras empezaron a llamarme Carley y se me quedó.

Rhoda Bikorsky era más o menos de mi edad, unos cinco centímetros más alta que yo, delgada, de pelo rubio oscuro largo y brillantes ojos azules. Tenía las mejillas sonrosadas, y me pregunté si era su color natural, o si los torbellinos emocionales de su vida le estaban afectando a la salud.

Al igual que su marido, iba vestida con tejanos y sudadera.

—Ojalá alguien hubiera inventado un mote para Rhoda —dijo, sonrió y me estrechó la mano.

La cocina era inmaculada y coquetona. La mesa y las sillas eran de estilo norteamericano antiguo, y el suelo con dibujos de ladrillo era como el de nuestra cocina cuando era pequeña.

A invitación de Rhoda, fui a la mesa y me senté.

—Sí, gracias —dije al café, y acepté de buen grado un trozo de tarta. Desde donde estaba sentada, veía un pequeño patio trasero por una ventana salediza. Un parquecito exterior, con un columpio y un balancín, testimoniaba la presencia de un niño en la familia.

Rhoda Bikorsky se fijó en lo que estaba mirando.

—Marty lo construyó para Maggie. —Se sentó delante de mí—. Carley, voy a ser sincera con usted. No nos conoce. Es una reportera. Ha venido porque dijo a Marty que quería ayudarnos. Le voy a hacer una pregunta muy sencilla: ¿por qué quiere ayudarnos?

—Estuve en la asamblea de accionistas. Cuando fui testigo del estallido de su marido, pensé que era un padre angustiado, no un hombre vengativo.

La expresión de la mujer se suavizó.

—En ese caso, sabe más sobre él que la brigada antipirómanos. De haber sabido lo que iban buscando, nunca habría comentado que Marty tiene insomnio y se levanta en plena noche para fumar.

—Siempre me persigues para que lo deje —dijo con ironía Bikorsky—. Tendría que haberte hecho caso, Rhod.

—Por lo que he leído, fue directamente desde la asamblea de accionistas a trabajar en la gasolinera. ¿Es eso cierto? —pregunté.

Asintió.

—Esta semana he trabajado de tres a once. Llegué tarde, pero uno de los compañeros me estaba cubriendo. Estaba tan furioso que fui a tomar unas cervezas después del trabajo, antes de volver a casa.

—¿Es verdad que en el bar dijo algo acerca de pegar fuego a la casa de los Spencer?

Hizo una mueca y meneó la cabeza.

—Escuche, no voy a decirle que no estaba disgustado por perder todo ese dinero. Todavía lo estoy. Esta es nuestra casa, y hemos de ponerla a la venta. Pero no pegaría fuego a una casa ajena más que a esta. Soy un bocas.

—¡Ya lo puedes decir! —Rhoda Bikorsky apretó el brazo de su marido, y luego puso la mano bajo su barbilla—. Todo se solucionará, Marty.

El hombre estaba diciendo la verdad, estaba segura. Todas las pruebas contra él eran circunstanciales.

—¿Salió a fumar alrededor de las dos de la madrugada?

—Exacto. Es un vicio, pero cuando despierto y sé que no podré volver a dormirme, un par de cigarrillos me calman.

Miré por la ventana y vi que se había levantado un viento fuerte. Me recordó algo.

—Espere un momento —dije—. La noche del lunes al martes fue fría y tempestuosa. ¿Se sentó fuera?

Vaciló.

—No, en el coche.

—¿En el garaje?

—En el camino de entrada. Encendí el motor.

Rhoda y él intercambiaron una mirada. Le estaba advirtiendo de que no siguiera hablando. El teléfono sonó. Me di cuenta de que se alegraba de tener una excusa para abandonar la mesa. Cuando volvió, su expresión era sombría.

—Era mi abogado, Carley. Se puso como una moto cuando supo que la había dejado venir. No puedo decir ni una palabra más.

—¿Estás enfadado, papá?

Una niña de unos cuatro años había entrado en la cocina, arrastrando una manta. Tenía el pelo rubio y largo de su madre y los ojos azules, pero su tez era pálida. Su aspecto era tan frágil, que me recordó las exquisitas muñecas de porcelana que había visto una vez en un museo de muñecas.

Bikorsky se agachó y la levantó.

—No estoy enfadado, nena. ¿Has dormido bien?

—Ajá.

Se volvió hacia mí.

—Carley, esta es nuestra Maggie.

—Papá. Has de decir que soy tu tesoro, Maggie.

El hombre fingió horrorizarse.

—¿Cómo podría olvidarlo? Carley, te presento a nuestro tesoro, Maggie, y Maggie, te presento a Carley.

Tomé la manita que me extendió.

—Es un placer conocerte, Carley —dijo. Su sonrisa era triste.

Confié en que las lágrimas no anegaran mis ojos. Era evidente que estaba muy enferma.

—Hola, Maggie. Yo también me alegro mucho de conocerte.

—¿Qué te parece si te preparo un tazón de chocolate, mientras mamá se despide de Carley? —sugirió Marty.

La niña palmeó su mano vendada.

—¿Prometes que no te volverás a quemar la mano con el chocolate, papá?

—Lo prometo, princesa. —El hombre me miró—. Puede publicar lo que quiera, Carley.

—Esa es mi intención —dije en voz baja.

Rhoda me acompañó hasta la puerta.

—Maggie tiene un tumor cerebral. ¿Sabe lo que nos dijeron los médicos hace tres meses? Que la trajera a casa y disfrutara de su compañía. No le aplique quimio o radio, y no deje que ningún charlatán la convenza de someterla a algún tratamiento excéntrico, porque no funcionan. Dijeron que Maggie no llegaría a Navidad. —El color de sus mejillas se intensificó—. Voy a decirle algo, Carley. Cuando te pasas el día y la noche rezando a Dios para que salve la vida de tu único hijo, no le cabreas quemando una casa ajena.

Se mordió el labio para reprimir un sollozo.

—Yo convencí a Marty de que pidiera esa segunda hipoteca. El año pasado fui al pabellón de curas paliativas de St. Ann para ver a una amiga que estaba agonizando. Nicholas Spencer estaba trabajando de voluntario. Fue allí donde le conocí. Me habló de la vacuna que estaba desarrollando, y me dijo que estaba seguro de que curaría el cáncer. Fue entonces cuando convencí a Marty de que invirtiera todo nuestro dinero en su empresa.

—¿Conoció a Nicholas Spencer en un pabellón de curas paliativas? ¿Trabajaba de voluntario en un pabellón de curas paliativas?

Estaba tan estupefacta, que tuve la impresión de tartamudear.

—Sí. Después, el mes pasado, cuando supimos lo de Maggie, volví a verle. Dijo que su vacuna no estaba preparada, que no podía ayudarla. Es tan difícil creer que alguien tan convincente podría engañar, podría arriesgar… —Meneó la cabeza y se tapó la boca con las manos, y luego sollozó—. ¡Mi pequeña va a morir!

—Mamá.

—Ya voy, nena.

Rhoda se secó con impaciencia las lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas.

Abrí la puerta.

—Me puse de parte de Marty instintivamente —dije—. Ahora que les he conocido, si hay alguna manera de ayudarles, la encontraré.

Apreté su mano y me fui.

De vuelta a Nueva York, llamé para escuchar mis mensajes. El único que había recibido me provocó escalofríos:

«Hola, señorita DeCarlo, soy Milly. Ayer la esperé en el restaurante de Caspien. Sabía que iba a ver al doctor Broderick, y pensé que querría saber que, mientras practicaba jogging esta mañana, fue atropellado por un coche que se dio a la fuga, y no es probable que sobreviva».