No sé cuándo empecé a enamorarme de Casey Dillon. Tal vez fue hace años. Su nombre completo es Kevin Curtis Dillon, pero toda su vida le han llamado Casey, del mismo modo que a mí, Marcia, me han llamado Carley. Es cirujano ortopédico del hospital de Intervenciones Especiales. Cuando los dos vivíamos en Ridgewood y yo estaba en segundo de instituto, me invitó a su baile de fin de curso. Me enamoré perdidamente de él, pero después se fue a la universidad y no me dijo cuándo volvería. Un pez gordo, le recuerdo.
Nos encontramos por casualidad hace unos seis meses en el vestíbulo de un teatro off-Broadway. Yo había ido sola; él con un ligue. Me llamó un mes después. Dos semanas más tarde, volvió a llamarme. Está muy claro que el doctor Dillon, un apuesto cirujano de treinta y seis años, no anhela mi compañía con excesiva frecuencia. Ahora me llama con regularidad, pero sin exagerar.
Diré que, pese a que voy con cautela para no partirme el corazón de nuevo, disfruto todos los momentos que paso con el doctor Casey. Me llevé una sorpresa descomunal cuando, hace un par de meses, desperté una noche a las tantas de la madrugada y me di cuenta de que había estado soñando que él y yo íbamos a comprar las servilletas de cóctel que utilizaríamos en nuestras fiestas. En el sueño, incluso vi nuestros nombres escritos con elegante caligrafía: «Casey y Carley». ¿Hasta qué punto se puede llegar a ser cursi?
Muchas de nuestras citas se planean por anticipado, pero cuando llegué a mi casa después del larguísimo día, me esperaba una llamada en el contestador automático.
—Carley, ¿te apetece picar algo?
Me pareció una gran idea. Casey vive en la calle Ochenta y cinco Oeste, y solemos citarnos en algún restaurante del centro. Le llamé, dejé un mensaje aceptando, tomé notas minuciosas de los acontecimientos del día y decidí que una ducha caliente me sentaría bien.
Había cambiado dos veces la alcachofa de mi ducha, pero no había servido de nada. El agua todavía sale a chorros. El cambio de temperatura es traumatizante, y no pude evitar pensar en un cálido y burbujeante jacuzzi. Había decidido que, cuando tuviera mi propio apartamento, mordería el anzuelo y compraría uno de esos aparatos celestiales. Ahora, gracias a mi inversión en Gen-stone, ese jacuzzi estaba más lejos que nunca.
Casey devolvió la llamada cuando me estaba secando el pelo. Estuvimos de acuerdo en que los platos chinos de Shun Lee West constituían una idea espléndida, y en que nos encontraríamos allí a las ocho, para cenar temprano. Operaba por la mañana, y yo necesitaba estar preparada para mi reunión de las nueve en la oficina con los chicos.
Llegué a Shun Lee a las ocho en punto. Casey estaba acomodado en un reservado y daba la impresión de llevar un rato esperando. Siempre digo en broma que me hace sentir poco puntual, pese a que podría poner su reloj en hora guiándose por mí. Pedimos vino, echamos un vistazo a la carta, discutimos y pactamos compartir la tempura de gambas y el pollo picante. Después, nos contamos lo ocurrido durante las dos últimas semanas.
Le dije que me había contratado el Wall Street Weekly, y se quedó impresionado. Luego, le hablé del reportaje sobre Nicholas Spencer y me puse a pensar en voz alta, algo a lo que soy propensa cuando estoy con Casey.
—Mi problema —dije, mientras mordía un rollito de primavera— es que la carga de ira dirigida contra Spencer es muy personal. Sí, es el dinero, y para algunos solo es el dinero, pero para mucha gente es algo más que eso. Se sienten traicionados.
—Le consideraban un dios que aplicaría sus manos sanadoras y curaría a sus hijos enfermos —dijo Casey—. Como médico, veo que nos adoran como héroes cuando conseguimos que un paciente muy enfermo supere la crisis. Spencer prometió liberar a todo el mundo de la amenaza del cáncer. Cuando la vacuna fracasó, quizá traspasó los límites.
—¿Qué quieres decir?
—Por los motivos que fueran, robó dinero, Carley. La vacuna fracasó. Va a caer en desgracia e irá a la cárcel. Ignoro la cuantía de su seguro. ¿Alguien lo ha investigado?
—Estoy segura de que Don Carter, que está escribiendo la parte financiera de nuestro reportaje, lo hará, si es que no lo ha hecho ya. Entonces, ¿tú crees que Nick Spencer tal vez haya accidentado a propósito su avión?
—No sería el primero en elegir esa salida.
—Yo creo que no.
—Carley, puedo decirte que los laboratorios de investigación son caldos de cultivo de habladurías. He hablado con algunos de los tipos que conozco. Corre el rumor desde hace meses de que los resultados finales de Gen-stone no eran alentadores.
—¿Crees que Spencer lo sabía?
—Si todo el mundo del negocio estaba enterado, no sé cómo lo iba a pasar por alto. Voy a darte un dato: las industrias farmacéuticas son negocios multimillonarios, y Gen-stone no es la única que intenta con desesperación curar el cáncer. La empresa que descubra el remedio mágico tendrá una patente que valdrá miles de millones. No te engañes. Las demás empresas se alegran de que la vacuna de Spencer sea un fiasco. No hay ni una que no trabaje frenéticamente para ser la ganadora. El dinero y el premio Nobel son buenos incentivos.
—No estás dejando a la profesión médica en muy buen lugar, doctor —dije.
—No es mi intención dejarla en ningún lugar. Te cuento las cosas tal como son. Lo mismo pasa con los hospitales. Competimos en conseguir pacientes. Los pacientes aportan ingresos. Los ingresos suponen que los hospitales pueden disponer de la tecnología más reciente. ¿Cómo atraes a los pacientes? Con los mejores médicos en nómina. ¿Por qué crees que los médicos que se han hecho un nombre no paran de ser contratados? Hay una tremenda competencia entre ellos, y siempre la ha habido.
»Tengo amigos en laboratorios de investigación hospitalaria que, según me han contado, siempre están al acecho de posibles espías. Robar información sobre nuevos fármacos y drogas es algo que sucede sin parar. Y aun sin el robo descarado, la carrera por ser el descubridor del último fármaco o vacuna maravilloso es constante, veinticuatro horas siete días a la semana.
Me quedé con la palabra «espías» y pensé en el desconocido que se había llevado las notas de la oficina del doctor Broderick. Hablé de él a Casey.
—Estás diciendo que Nick Spencer cogió las notas de su padre hace doce años y que una persona no autorizada volvió a por el resto el pasado otoño. ¿No te dice esto que alguien pensó que quizá eran valiosas, y llegó a esta conclusión antes de que Spencer tomara su decisión?
—«No me queda tanto tiempo como pensaba…». Casey, eso fue lo último que Spencer dijo al doctor Broderick, tan solo seis semanas antes de que su avión se estrellara. No paro de darle vueltas.
—¿A qué crees que se refería? —preguntó Casey.
—No lo sé, pero ¿a cuánta gente crees que contó que había dejado las antiguas notas de su padre en la vieja casa familiar? Cuando te mudas y otra familia ocupa tu casa, no van a guardarte tus cosas. Esto se debió a una concatenación especial de circunstancias. El médico había pensado trabajar en su laboratorio por pura afición, pero luego afirma que utilizó el espacio para salas de reconocimiento.
Llegaron nuestros primeros, humeantes y burbujeantes, con aspecto y olor celestiales. Me di cuenta de que no había comido nada desde el bagel y el café de mediodía. También me di cuenta de que, después de encontrarme a la mañana siguiente con Ken Page y Don Carter en la oficina, tendría que volver a Caspien.
Me había sorprendido que el doctor Broderick me recibiera en el acto aquella mañana. También fue sorprendente que admitiera con tal celeridad que había estado en posesión de algunas notas del doctor Spencer, y que tan solo unos meses antes las había entregado a un mensajero, cuyo nombre no recordaba. Spencer siempre había dicho que las primeras investigaciones de su padre habían contribuido al desarrollo de Gen-stone. Había dejado aquellas notas a petición de Broderick. Tendrían que haber sido tratadas con sumo cuidado.
Tal vez sí, pensé. Tal vez no existía ningún pelirrojo.
—Casey, me ayudas a pensar —dije, mientras empezaba a concentrarme en las gambas—. Quizá habrías tenido que ser psiquiatra.
—Todos los médicos son psiquiatras, Carley. Lo que pasa es que algunos todavía no lo han descubierto.