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No estaba segura de si iba a invadir el territorio del doctor Ken Page cuando volví a las oficinas de Gen-stone en Pleasantville, pero creía que debía hacer aquello de inmediato. Mientras recorría la I-95 desde Connecticut a Westchester, di vueltas en mi cabeza a la posibilidad de que la persona que había ido a recoger las notas del doctor Spencer trabajara para una firma de investigación, tal vez contratada por la propia empresa.

En su discurso a los accionistas, Charles Wallingford había afirmado, o al menos insinuado, que el dinero desaparecido y el problema con la vacuna eran acontecimientos sorprendentes e inesperados. Pero meses antes de que el avión de Spencer se estrellara, alguien se había apoderado de aquellas viejas notas. ¿Por qué?

«No me queda tanto tiempo como pensaba». Eso era lo que Nick Spencer había dicho al doctor Broderick. ¿Tanto tiempo para qué? ¿Para cubrir su rastro? ¿Para asegurarse un futuro en un nuevo lugar, con un nombre nuevo, tal vez un rostro nuevo, y millones de dólares? ¿O existía un motivo diferente por completo? ¿Por qué mi mente no cesaba de dar vueltas a esa posibilidad?

Esta vez, cuando llegué a la sede central de la empresa, pregunté por el doctor Celtavini y dije que era urgente. Su secretaria me pidió que esperara. Pasó un minuto y medio antes de que me comunicara que el doctor Celtavini estaba ocupado, pero su ayudante, la doctora Kendall, me recibiría.

El edificio del laboratorio se hallaba detrás y a la derecha del cuartel general del centro administrativo, y se llegaba por un largo pasillo. Un guardia examinó mi bolso y me invitó a pasar por un detector de metales. Esperé en una zona de recepción hasta que llegó la doctora Kendall.

Era una mujer de semblante serio, cuya edad oscilaría entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años, con una cabeza de pelo oscuro y lacio y una barbilla firme.

Me guió hasta su despacho.

—Ayer conocí al doctor Page, de su revista —dijo—. Pasó mucho tiempo con el doctor Celtavini y conmigo. Pensé que habíamos contestado satisfactoriamente a todas sus preguntas.

—Se trata de una pregunta que no se le pudo ocurrir a Ken Page, porque está relacionada con algo que he averiguado esta mañana, doctora Kendall —contesté—. Tengo entendido que el interés inicial de Nicholas Spencer por la vacuna fue inducido por las investigaciones de su padre en el laboratorio de casa.

La mujer asintió.

—Eso me han dicho.

—Las notas antiguas del doctor Spencer las guardaba para Nick Spencer el médico que compró su casa de Caspien, Connecticut. Alguien que afirmaba trabajar para Gen-stone se las llevó el pasado otoño.

—¿Por qué dice «que afirmaba trabajar para Gen-stone»?

Me volví. El doctor Celtavini estaba en la puerta.

—Lo digo porque Nicholas Spencer fue en persona a recuperarlas, y según el doctor Broderick, que las guardaba, se quedó muy preocupado al saber que ya no estaban.

Fue difícil juzgar la reacción del doctor Celtavini. ¿Sorpresa? ¿Preocupación? ¿O algo más que eso, algo cercano a la tristeza? Habría dado cualquier cosa por leer en su mente.

—¿Sabe el nombre de la persona que se llevó las notas? —preguntó la doctora Kendall.

—El doctor Broderick no recuerda su nombre. Le describió como un hombre bien vestido, de cabello castaño rojizo y unos cuarenta años de edad.

Los dos médicos se miraron. El doctor Celtavini meneó la cabeza.

—No conozco a ninguna persona de estas características relacionada con el laboratorio. Tal vez la secretaria de Nick Spencer, Vivian Powers, podría ayudarla.

Tenía una docena de preguntas que me habría gustado formular al doctor Celtavini. Mi instinto me decía que el hombre estaba en guerra consigo mismo. Ayer había dicho que despreciaba a Nick Spencer, no solo por su doblez, sino porque había manchado su reputación. No me cabía duda de que era sincero a ese respecto, pero también creía que había algo más. Entonces, se dirigió a la doctora Kendall.

—Laura, si hubiéramos enviado a alguien en busca de unas notas, ¿no habríamos utilizado a nuestros propios mensajeros?

—Eso creo, doctor.

—Y yo también. Señorita DeCarlo, ¿tiene el número de teléfono del doctor Broderick? Me gustaría hablar con él.

Se lo di y me fui. Me detuve en el mostrador de recepción y confirmé que si el señor Spencer hubiera querido que le entregaran algo relacionado con la empresa, habría utilizado casi sin la menor duda a uno de los tres hombres contratados a tal efecto. También solicité ver a Vivian Powers, pero se había tomado el día libre.

Cuando salí de Gen-stone, al menos estaba muy segura de una cosa: el tipo del pelo castaño rojizo que había recogido las notas del doctor Spencer no estaba autorizado a llevárselas.

La pregunta era: ¿adónde habían ido a parar esas notas? Y la información más importante: ¿qué contenían?