Connecticut es un estado hermoso. Los primos de mi padre vivían allí cuando yo era pequeña, y cuando íbamos a verles, pensaba que todo el estado era como Darien; pero como cualquier otro estado, Connecticut tiene sus modestos pueblos de clase trabajadora, y a la mañana siguiente, cuando llegué a Caspien, un pueblecito situado a quince kilómetros de Bridgeport, eso fue lo que encontré.
El viaje duró menos de una hora y media. Salí de mi garaje a las nueve y dejé atrás el cartel de bienvenidos a Caspien a las diez y veinte. El cartel era de madera tallada con la imagen de un soldado revolucionario que sostenía un mosquete.
Recorrí las calles arriba y abajo para respirar el ambiente del lugar. La mayoría de las casas eran estilo Cape Cod y de pisos a desnivel, al gusto de los años cincuenta. Muchas habían sido ampliadas, y saltaban a la vista aquellas en que una nueva generación había sustituido a los propietarios originales, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Se veían bicicletas y monopatines en garajes abiertos o apoyados cerca de puertas laterales. El mayor porcentaje de vehículos aparcados en los caminos de entrada o en las calles correspondía a 4 x 4 o sedanes espaciosos.
Era un pueblo familiar. Casi todas las casas estaban bien conservadas. Como en todos los lugares habitados por gente, había una parte en que las casas eran más grandes, y también las parcelas. Pero no había mansiones en Caspien. Decidí que cuando la gente empezaba a ganar mucho dinero, ponían el cartel de en venta y se trasladaban a un enclave más codiciado, como Greenwich, Westport o Darien.
Bajé poco a poco por la Calle Mayor, el centro de Caspien. Con cuatro manzanas de longitud, albergaba la habitual mezcla de establecimientos comerciales de los pueblos: Gap, J. Crew, Pottery Barn, un almacén de muebles, una oficina de correos, un salón de belleza, una pizzería, algunos restaurantes, una agencia de seguros. Atravesé un par de cruces. En Elm Street pasé ante una funeraria y una galería comercial que albergaba un supermercado, una tintorería, una licorería y un videoclub. En Hickory Street encontré un restaurante, y al lado, un edificio de dos pisos con un letrero que rezaba Caspien Town journal.
Mediante el plano averigüé que el hogar de la familia Spencer se encontraba localizado en el 71 de Winslow Terrace, una avenida que nacía al final de la Calle Mayor. En dicha dirección descubrí una casa espaciosa con un porche, el tipo de casa de principios del siglo XX donde yo nací. Había un letrero fuera que anunciaba a Philip Broderick, médico. Me pregunté si el doctor Broderick vivía en el piso de arriba, donde había habitado la familia Spencer.
En una entrevista, Nicholas Spencer había pintado un vivo retrato de su familia: «Sabía que no podía interrumpir a mi padre cuando tenía pacientes, pero el solo hecho de saber que estaba abajo, a un minuto de distancia, me hacía sentir muy bien».
Mi intención era visitar al doctor Philip Broderick, pero todavía no. Volví al edificio que alojaba al Caspien Town Journal, aparqué en el bordillo y entré.
La corpulenta mujer de la recepción estaba tan absorta en internet que levantó la vista, sobresaltada, cuando la puerta se abrió, pero adoptó de inmediato una expresión agradable. Me dedicó un alegre «buenos días» y preguntó en qué podía ayudarme. Unas gafas grandes sin montura aumentaban el tamaño de sus ojos azules.
Había decidido que, en lugar de presentarme como reportera del Wall Street Weekly, me limitaría a pedir ejemplares recientes del periódico. El avión de Spencer se había estrellado casi tres semanas antes. El escándalo del dinero desaparecido y la vacuna tenía dos semanas de antigüedad. Sospechaba que este diario habría cubierto ambas historias en profundidad.
La mujer demostró una asombrosa falta de curiosidad por mi presencia. Desapareció por el pasillo y volvió con ejemplares de las ediciones de las últimas semanas. Los pagué (un total de 3 dólares), los apreté bajo el brazo y me encaminé al restaurante de al lado. Mi desayuno había consistido en medio muffin y una taza de café instantáneo. Decidí que un bagel y un café de verdad constituirían una excelente «pausa de las once», como mis amigos ingleses llamaban a su té o café de media mañana.
El restaurante era pequeño y acogedor, uno de esos lugares con cortinas a cuadros y platos con dibujos de gallinas y sus polluelos colgados en la pared de detrás de la barra. Dos hombres de unos setenta años se disponían a marchar. La camarera, un diminuto manojo de energía, se estaba llevando sus tazas vacías.
Alzó la vista cuando la puerta se abrió.
—Elija la mesa que más le guste —dijo sonriente—. Este, oeste, norte o sur.
La placa de su uniforme anunciaba llámeme Milly. Calculé que tendría la edad de mi madre, pero al contrario que mi madre, el pelo de Milly era de un rojo feroz.
Elegí el reservado redondeado del rincón, donde podría desplegar los periódicos. Antes de que me acomodara, Milly ya estaba a mi lado, libreta en ristre. Momentos después, tenía ante mí el bagel y el café.
El avión de Spencer se había estrellado el 4 de abril. El periódico más antiguo que había comprado databa del 9 de abril. La portada consistía en una fotografía de él. El titular decía: «Se teme por la vida de Nicholas Spencer».
El artículo era una oda a la memoria de un chico de pueblo que había triunfado. La foto era reciente. Había sido tomada el 15 de febrero, cuando Spencer recibió el primer «Premio al Ciudadano Distinguido» que concedía la población. Efectué algunos cálculos. Del 15 de febrero al 4 de abril. En el momento de recibir el premio, le quedaban cuarenta y siete días de vida. A menudo me he preguntado si la gente intuye que su tiempo está acabando. Creo que en el caso de mi padre esto fue cierto. Salió a pasear aquella mañana de ocho años antes, pero mi madre me dijo que en la puerta había vacilado, luego volvió y la besó en la cabeza. Sufrió el infarto a tres manzanas de distancia. El médico dijo que cayó fulminado en el acto.
Nicholas Spencer sonreía en esta foto, pero sus ojos parecían pensativos, incluso preocupados.
Las primeras cuatro páginas del periódico estaban dedicadas a él. Había fotos de Spencer a los ocho años, en la liga infantil. Había sido el lanzador de los Caspien Tigers. Otra foto le plasmaba a la edad de diez años con su padre, en el laboratorio de la casa familiar. Era miembro del equipo de natación del instituto. Esta foto le inmortalizaba con un trofeo. En otra aparecía con ropas shakespearianas, sosteniendo algo que parecía un Oscar. Había sido votado como el mejor actor de la obra presentada por los de último curso.
La foto de él con su primera mujer, tomada el día de su boda, hacía doce años, provocó que lanzara una exclamación ahogada. Janet Barlowe Spencer, de Greenwich, era una rubia esbelta de facciones delicadas. Sería demasiado decir que era la doble de Lynn, pero era innegable que existía un enorme parecido. Me pregunté si este parecido había influido en que se casara con Lynn.
Había homenajes para él de media docena de lugareños, incluyendo un abogado que afirmaba haber sido amigo íntimo de Spencer en el instituto, un profesor que alababa su sed de conocimientos y una vecina para la que siempre hacía recados, según afirmaba la mujer. Saqué mi libreta y apunté los nombres. Supuse que me sería fácil localizar sus direcciones en el listín telefónico, si me decidía a ponerme en contacto con ellos.
El tema de la siguiente semana se centraba en el hecho de que la vacuna de la empresa de Spencer era un fracaso. El artículo resaltaba que el copresidente de Gen-stone había admitido que se habían precipitado al dar publicidad a sus éxitos anteriores. La foto de Nick Spencer que acompañaba el artículo daba la impresión de haber sido facilitada por la empresa.
El periódico de hacía cinco días incluía la misma foto de Spencer, pero con un pie diferente: «Spencer acusado de robar millones». Utilizaban la palabra «presunto» en todo el artículo, pero un editorial sugería que un premio más apropiado, en lugar del que la ciudad le había concedido, habría sido el Oscar al mejor actor.
«Llámeme Milly». Me ofreció más café. Acepté, y vi que sus ojos expresaban curiosidad cuando vio las fotos de Spencer sobre la mesa. Decidí darle una oportunidad.
—¿Conocía a Nicholas Spencer? —pregunté.
La mujer meneó la cabeza.
—No. Ya se había marchado cuando yo llegué al pueblo, hace veinte años, pero le diré una cosa. Cuando empezaron todas esas historias de que había estafado a su empresa y de que la vacuna no funcionaba, mucha gente de aquí se disgustó. Muchas personas habían comprado acciones de su empresa, después de que le impusieran la medalla. En su discurso, dijo que era el descubrimiento más importante desde la vacuna de la polio.
Sus afirmaciones eran cada vez más audaces, pensé. ¿Había intentado engañar a más gilipollas antes de desaparecer?
—El restaurante estaba lleno —dijo Milly—. Spencer ha salido en la portada de dos revistas de ámbito nacional. La gente quería verle de cerca. Es lo único parecido a una celebridad que este pueblo ha producido. Se recaudaron fondos, por supuesto. Me dijeron que, después de oír su discurso, la junta directiva del hospital compró un montón de acciones. Ahora, todo el mundo está enfadado con los demás por concederle el premio y traerle aquí. No podrán seguir adelante con la nueva ala infantil del hospital.
Sujetaba la cafetera con la mano derecha, y la izquierda estaba apoyada en la cadera.
—En este pueblo, el nombre de Spencer está a la altura del betún. Pero descanse en paz —añadió a regañadientes. Me miró—. ¿Por qué está tan interesada en Spencer? ¿Es reportera o algo por el estilo?
—Sí —admití.
—No es la primera que viene a husmear sobre él. Alguien del FBI estuvo aquí preguntando sobre sus amigos. Dije que no le quedaba ninguno.
Junto con el billete para pagar, di a Milly mi tarjeta.
—Por si quiere ponerse en contacto conmigo —dije, y volví al coche. Esta vez, me dirigí al 71 de Winslow Terrace.