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La asamblea de accionistas, quizá la rebelión de los accionistas sea una forma mejor de describir el evento, tuvo lugar el 21 de abril en el hotel Grand Hyatt de Manhattan. Era un día frío y ventoso, impropio de la estación, pero lo bastante desapacible para acompañar a las circunstancias. El titular que apareció dos semanas antes anunciando que Nicholas Spencer, presidente de Gen-stone, había muerto al estrellarse su avión privado cuando volaba a San Juan, había sido acogido con sincero dolor. Su empresa esperaba recibir la bendición de la Food and Drug Administration para la vacuna que eliminaría la posibilidad de que las células cancerosas se multiplicaran, y también detendría el avance de la enfermedad en las personas ya afectadas, una prevención y una terapia de las que él era el único responsable. Había llamado Gen-stone a la empresa en referencia a la piedra Rosetta, que había desvelado el idioma del antiguo Egipto y facilitado el conocimiento de su notable cultura.

Al titular que comunicaba la desaparición de Spencer siguió poco después el anuncio, por boca del presidente de la junta de Gen-stone, de que se habían producido numerosos contratiempos en los experimentos con la vacuna y no podría ser sometida a la aprobación de la FDA en un futuro próximo. Además, añadía que habían robado a la empresa decenas de millones de dólares, y que el culpable era, al parecer, Nicholas Spencer.

Soy Marcia DeCarlo, más conocida como Carley; sentada en la sección reservada a los medios en la asamblea de accionistas, mientras observaba los rostros enfurecidos, estupefactos o llorosos que me rodeaban, no acababa de creerme lo que estaba oyendo. Por lo visto, Nicholas Spencer, Nick, era un ladrón y un timador. La vacuna milagrosa no era más que el fruto de su imaginación codiciosa y su astucia comercial. Había engañado a toda la gente que había invertido tanto dinero en su empresa, a menudo los ahorros de toda la vida o hasta el último centavo. Habían confiado en ganar dinero, cierto, pero muchos creían también que su inversión contribuiría a convertir en realidad la vacuna. Y no solo habían salido perjudicados los inversores, sino que el robo había dado al traste con los planes de jubilación de los empleados de Gen-stone, más de mil personas. No parecía posible.

Como el cadáver de Nicholas Spencer no había sido arrastrado a la orilla junto con los restos carbonizados del aparato, la mitad de la gente congregada en la sala de actos no creía que estuviera muerto. La otra mitad le habría hundido una estaca en el corazón si se hubieran recuperado sus despojos.

Charles Wallingford, presidente de la junta de Gen-stone, pálido pero con la elegancia natural adquirida gracias a generaciones de buena cuna y privilegios, se esforzó por poner orden en la asamblea. Otros miembros de la junta, con expresión sombría, estaban sentados en el estrado con él. Hasta el último hombre, eran figuras prominentes de los negocios y la sociedad. En la segunda fila había gente que reconocí como ejecutivos de la firma contable de Gen-stone. Algunos habían salido entrevistados en alguna ocasión en el Weekly Browser, el suplemento dominical para el que yo escribía una columna financiera.

Sentada a la derecha de Wallingford, con el rostro de un tono alabastro, el cabello rubio recogido en un moño y vestida con un traje negro que le debía de haber costado una fortuna, estaba Lynn Hamilton Spencer. Era la esposa (o la viuda) de Nick, y por esas casualidades de la vida, mi hermanastra, con la que había coincidido en tres ocasiones y a la que confieso detestar. Permítanme que me explique. Hace dos años, mi madre viuda se casó con el padre viudo de Lynn, tras conocerle en Boca Ratón, donde vivían en edificios de apartamentos vecinos.

Durante la cena celebrada la noche antes de la boda, me irritó la actitud condescendiente de Lynn Spencer, al tiempo que me sentí fascinada por Nicholas Spencer. Sabía quién era, por supuesto. Se habían publicado artículos detallados en Time y Newsweek. Era hijo de un médico de cabecera de Connecticut, cuya vocación era la investigación biológica. Su padre tenía un laboratorio en su casa y desde que Nick era niño pasaba la mayor parte de su tiempo libre en él, ayudando a su padre en los experimentos. «Los demás chicos tenían perros —había explicado a los entrevistadores—. Yo tenía ratones. No lo sabía, pero un genio me estaba dando clases de microbiología». Se había decantado por el mundo de los negocios, e hizo un master de dirección de empresas, con el propósito de tener algún día una empresa de suministros médicos. Empezó trabajando en una modesta empresa del ramo y muy pronto ascendió hasta convertirse en socio. Después, cuando la microbiología se convirtió en la ciencia del futuro, comenzó a tomar conciencia del campo en el que quería especializarse. Empezó a reconstruir las notas de su padre y descubrió que, poco antes de su repentino fallecimiento, había estado a punto de lograr un avance sin precedentes en la investigación del cáncer. Utilizando su empresa de suministros médicos como base, Nick se dispuso a crear una división de investigación.

Una entrada de capital de riesgo le había ayudado a lanzar Gen-stone, y cuando corrió el rumor de la vacuna inhibidora del cáncer, la empresa se convirtió en el paquete de acciones más suculento de Wall Street. Ofrecidas al principio a tres dólares por acción, habían alcanzado los 160 dólares; con la condición de que lograra la aprobación de la FDA, Garner Pharmaceuticals se comprometió a pagar mil millones de dólares por los derechos de distribución de la nueva vacuna.

Yo sabía que la esposa de Nick Spencer había muerto de cáncer cinco años antes, que tenía un hijo de diez años y que llevaba casado con Lynn, su segunda mujer, cuatro años. No obstante, todo el tiempo que había dedicado a estudiar sus antecedentes no me sirvió de nada cuando le conocí en aquella cena «familiar». No estaba preparada para el magnetismo de la personalidad de Nick Spencer. Era una de aquellas personas dotadas de un encanto personal innato y una mente brillante. Con algo más de metro ochenta, pelo rubio oscuro, penetrantes ojos azules y cuerpo atlético, era muy atractivo. Sin embargo, su mayor virtud residía en la habilidad para interactuar con la gente. Mientras mi madre intentaba mantener una conversación con Lynn, me descubrí contando a Nick más acerca de mí de lo que había revelado a nadie en un primer encuentro.

Al cabo de cinco minutos ya sabía mi edad, dónde vivía, mi trabajo y dónde me había criado.

—Treinta y dos años —dijo sonriente—. Ocho menos que yo.

Entonces no solo le conté que me había divorciado tras un breve matrimonio con un compañero de master en la Universidad de Nueva York, sino que hasta hablé del bebé que solo había sobrevivido unos pocos días por culpa de que el agujero de su corazón era demasiado grande para cerrarse. No era propio de mí. Nunca hablo del bebé. Me duele demasiado. Y no obstante, me resultó fácil hablar de él con Nicholas Spencer.

—Es la clase de tragedia que nuestra investigación impedirá algún día —dijo con dulzura—. Por eso removeré cielos y tierra para salvar a la gente del dolor que tú has experimentado, Carley.

Mis pensamientos volvieron a la realidad presente cuando Charles Wallingford descargó el martillo sobre la mesa hasta que se hizo el silencio, un silencio hosco y airado.

—Soy Charles Wallingford, presidente de la junta de Gen-stone —dijo.

Fue saludado con un coro ensordecedor de abucheos y silbidos.

Sabía que Wallingford tenía cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años, y le había visto en los telediarios el día después de que el avión de Spencer se estrellara. Ahora parecía mucho más viejo. La tensión de las últimas semanas había añadido años a su apariencia. Nadie podía dudar de que el hombre estaba sufriendo.

—He trabajado con Nicholas Spencer durante los últimos ocho años —dijo—. Acababa de vender el negocio familiar, y estaba buscando la oportunidad de invertir en una empresa prometedora. Conocí a Nick Spencer, y me convenció de que la empresa que acababa de fundar realizaría grandes progresos en el desarrollo de nuevos fármacos. A instancias de él, invertí casi todos los beneficios de la venta de nuestro negocio familiar y me uní a Gen-stone. Por consiguiente, estoy tan desolado como ustedes por el hecho de que la vacuna no esté preparada para ser sometida a la aprobación de la FDA, pero eso no significa que, si contamos con más fondos, futuras investigaciones no resuelvan el problema…

Docenas de preguntas formuladas a voz en grito le interrumpieron.

—¿Y el dinero que robó? ¿Por qué no admite que usted y toda su pandilla nos engañaron?

De pronto, Lynn se levantó y, en un gesto sorprendente, arrebató el micrófono a Wallingford.

—Mi marido murió cuando iba a una reunión de negocios cuyo objetivo era conseguir más fondos para mantener viva la investigación. Estoy segura de que habrá una explicación para el dinero desaparecido…

Un hombre subió corriendo por el pasillo, agitando páginas que parecían arrancadas de periódicos y revistas.

—¡Los Spencer en su propiedad de Bedford! —gritó—. ¡Los Spencer celebran un baile de caridad! ¡Nicholas Spencer sonriendo mientras extiende un cheque para «New York’s Neediest»!

Guardias de seguridad atenazaron los brazos del hombre cuando llegó al estrado.

—¿De dónde pensaba que salía el dinero, señora? Yo se lo diré. ¡De nuestros bolsillos! Pedí una segunda hipoteca por mi casa para invertir en su asquerosa empresa. ¿Quiere saber por qué? Porque mi hija tiene cáncer, y creí en las promesas de su marido acerca de la vacuna.

La prensa ocupaba las primeras filas. Yo estaba en un asiento del extremo, y habría podido tocar al hombre. Era un tipo de aspecto corpulento de unos treinta años, vestido con jersey y tejanos. Vi que su rostro se desmoronaba de repente, y empezó a llorar.

—Mi hijita no podrá seguir viviendo en nuestra casa —dijo—. Ahora tendré que venderla.

Miré a Lynn, y nuestros ojos se encontraron. Sabía que era imposible que percibiera el desprecio de mi mirada, pero solo pude pensar que el diamante de su dedo debía valer lo suficiente para pagar la segunda hipoteca que iba a costar su casa a una niña agonizante.

La asamblea no duró más de cuarenta minutos, y consistió en una serie de relatos desesperados de gente que lo había perdido todo por invertir en Gen-stone. Muchos dijeron que se habían decidido a comprar acciones porque un hijo u otro miembro de la familia padecía una enfermedad que la vacuna podría curar.

Mientras la gente salía, tomé nombres, domicilios y números de teléfono. Gracias a mi columna, muchos sabían mi nombre y estaban ansiosos por hablar de sus pérdidas económicas. Preguntaron si existía alguna posibilidad de recuperar parte de sus inversiones.

Lynn había abandonado la asamblea por una puerta lateral. Me alegré. Yo había escrito una nota después de que el avión de Nick se estrellara, para informarla de que asistiría al funeral. Aún no había tenido lugar. Estaban esperando a ver si recuperaban su cadáver. Me pregunté, como casi todo el mundo, si Nick iba en el avión cuando se estrelló, o había simulado su desaparición.

Sentí una mano sobre mi brazo. Era Sam Michaelson, un veterano reportero del Wall Street Weekly.

—Te invito a una copa, Carley —dijo.

—Santo Dios, no sabes cómo la necesito.

Fuimos al bar del vestíbulo y nos guiaron hasta una mesa. Eran las cuatro y media.

—Tengo por costumbre no tomar vodka antes de las cinco —explicó Sam—, pero como imagino que sabrás, en algún lugar del mundo ya son las cinco.

Yo pedí una copa de chianti. Por lo general, a finales de abril ya había cambiado al chardonnay, mi vino favorito en época de calor, pero como me sentía tan helada por lo ocurrido en la asamblea, quería algo que me reconfortara.

Sam pidió nuestras bebidas, y luego preguntó de sopetón:

—¿Qué opinas, Carley? ¿Está ese ladronzuelo tomando el sol en Brasil mientras hablamos?

Le respondí con la mayor sinceridad posible.

—No lo sé.

—Vi a Spencer en una ocasión —dijo Sam—. Juro que si me hubiera querido vender el puente de Brooklyn, habría aceptado. Menuda serpiente. ¿Le conocías en carne y hueso?

Medité un momento sobre la pregunta de Sam, mientras intentaba decidir qué iba a decir. El hecho de que Lynn Hamilton Spencer fuera mi hermanastra, lo cual convertía a Nick Spencer en mi cuñado, era algo de lo que nunca había hablado. Sin embargo, ese hecho me impedía hablar en público o en privado de Gen-stone como una inversión, porque podría considerarse un conflicto de intereses. Por desgracia, no me impidió comprar acciones por valor de veinticinco mil dólares porque, como Nicholas Spencer había dicho aquella noche durante la cena, después de que la vacuna eliminara la posibilidad del cáncer, algún día vendría otra que eliminaría las anormalidades genéticas.

Mi bebé había sido bautizado el día que nació. Le había llamado Patrick, como mi abuelo materno. Compré esas acciones como una especie de tributo a la memoria de mi hijo. Aquella noche de dos años antes, Nick había dicho que, cuanto más dinero se reuniera, antes se terminarían los ensayos con la vacuna y sería una realidad.

—Por supuesto —había añadido—, tus veinticinco mil dólares valdrán muchísimo más.

Aquel dinero, ahorrado durante mucho tiempo, iba a servir para pagar la entrada de un apartamento.

Miré a Sam y sonreí, sin decidirme por la respuesta. El pelo de Sam es gris. Su única demostración de vanidad consiste en peinar largos mechones sobre la cabeza calva. He observado que estos mechones a veces están torcidos, como ahora, y como vieja amiga he combatido la tentación de decir «Ríndete. Has perdido la batalla del pelo».

Sam tiene cerca de setenta años, pero sus ojos azules infantiles son brillantes y despiertos. Sin embargo, no hay nada de infantil detrás de esa cara maliciosa. Es inteligente y astuto. Comprendí que no sería justo callar mi tenue relación con los Spencer, pero iba a dejar claro que solo había coincidido una vez con Nick y tres con Lynn.

Vi que enarcaba las cejas cuando le informé de nuestro parentesco.

—Me parece una persona muy fría —dijo—. ¿Qué hay de Spencer?

—Yo también le hubiera comprado el puente de Brooklyn. Pensé que era un tipo formidable.

—¿Qué opinas ahora?

—¿Sobre si está muerto o es un montaje? No lo sé.

—¿Y la esposa, tu hermanastra?

Sé que me encogí.

—Sam, mi madre es muy feliz con el padre de Lynn, a menos que sea una actriz como la copa de un pino. Que Dios nos ayude, los dos están tomando clases de piano juntos. Tendrías que haber escuchado el concierto que me ofrecieron el mes pasado, cuando fui a pasar un fin de semana en Boca. Admito que no me gustó Lynn cuando la conocí. Creo que besa el espejo cada mañana, pero solo la vi la noche antes de la boda, en la boda, y en otra ocasión, cuando llegué a Boca el año pasado, justo en el momento en que se marchaba. De modo que hazme un favor y no la llames mi hermanastra.

—Tomo nota.

La camarera vino con nuestras bebidas. Sam dio un sorbo apreciativo y carraspeó.

—Carley, acabo de enterarme de que has solicitado el puesto libre que ofrece la revista.

—Sí.

—¿Cómo es eso?

—Quiero escribir para una revista de economía seria, no solo una columna de información general de un suplemento dominical. Trabajar como reportera para el Wall Street Weekly es mi objetivo. ¿Cómo sabes que lo solicité?

—El gran jefe, Will Kirby, preguntó qué opinión tenía de ti.

—¿Qué le dijiste?

—Dije que tenías cerebro y que le dabas sopas con onda al tipo que se marcha.

Media hora más tarde, Sam me dejó delante de casa. Vivo en el apartamento del segundo piso de un edificio restaurado en la calle Treinta y siete Este de Manhattan. No hice caso del ascensor, que merece la indiferencia más absoluta, y subí el único tramo de escaleras. Fue un alivio abrir la puerta y entrar. Me sentía deprimida por muy buenos motivos. La situación económica de aquellos inversores me había afectado, pero era algo más que eso. Muchos habían hecho la inversión por la misma razón que yo, porque deseaban detener el avance de la enfermedad que padecía algún ser querido. Era demasiado tarde para mí, pero sé que comprar aquel paquete de acciones como tributo a Patrick era también una forma de intentar curar el agujero de mi corazón, todavía más grande que el que había matado a mi hijo.

Mi apartamento está amueblado con enseres que mis padres tenían en la casa de Ridgewood, Nueva Jersey, donde me había criado. Como soy hija única, pude optar a todo cuando se mudaron a Boca Ratón. Volví a tapizar el sofá con una gruesa tela azul, para que combinara con la alfombra persa que había encontrado en unos saldos. Las mesas, lámparas y butaca ya estaban en casa cuando yo era la cría más diminuta pero veloz del equipo universitario de baloncesto de la Academia del Inmaculado Corazón.

Conservo una foto del equipo en la pared del dormitorio, y en ella sostengo la pelota. Miro la foto y veo que, en muchos aspectos, no he cambiado. El pelo oscuro corto y los ojos azules que heredé de mi padre siguen siendo los mismos. Nunca experimenté el estirón que mi madre había pronosticado. Medía entonces un metro sesenta, y mido ahora un metro sesenta. Ay, la sonrisa victoriosa se ha desvanecido, al menos no es la misma de esa foto, cuando pensaba que el mundo era mi ostra. Tal vez escribir la columna esté relacionado con eso. Siempre estoy en contacto con gente real que padece problemas económicos reales.

Pero sabía que esta noche tenía otro motivo para sentirme agotada y deprimida.

Nick. Nicholas Spencer. Pese a las pruebas abrumadoras, no podía aceptar lo que decían de él.

¿Existía otra respuesta para el fracaso de la vacuna, la desaparición del dinero, el accidente de aviación? ¿O era que me dejaba embaucar por estafadores con pico de oro, que solo pensaban en ellos? Como me pasó con Greg, el señor Imperfecto con el que me casé hace casi once años.

Cuando Patrick murió después de vivir tan solo cuatro días, no fue necesario que Greg me revelara su alivio. Era evidente. Significaba que no viviría lastrado por un niño que necesitaba cuidados constantes.

No hablamos del asunto. No había mucho que decir. Me dijo que el empleo que le habían ofrecido en California era demasiado bueno para dejar pasar la oportunidad.

—No dejes que yo te retenga —dije.

Y eso fue todo.

Todos esos pensamientos no hacían más que deprimirme, así que me fui a la cama temprano, decidida a limpiar mi cabeza y despertarme al día siguiente fresca como una rosa.

Una llamada de Sam me despertó a las siete de la mañana.

—Enciende el televisor, Carley. Hay un avance informativo. Lynn Spencer fue a su casa de Bedford anoche. Alguien le prendió fuego. Los bomberos lograron sacarla, pero inhaló mucho humo. Está ingresada en el hospital de St. Ann, en estado grave.

Cuando Sam colgó, agarré el mando a distancia de la mesilla de noche. El teléfono sonó justo cuando encendía el televisor. Era la administración del hospital de St. Ann.

—Señorita DeCarlo, su hermanastra, Lynn Spencer, está ingresada con nosotros. Quiere verla. ¿Podrá venir hoy? —La voz de la mujer adoptó un tono perentorio—. Está muy preocupada, y sufre grandes dolores. Es muy importante para ella que usted venga.